Arte Venezolano


No son pocos los ensayos que se han hecho para presentar una historia escrita del Arte Venezolano. No tenemos más que remitirnos a los ejemplos ya clásicos de los textos de Ramón de La Plaza, Enrique Planchart y Alfredo Boulton. Tener presente los trabajos de estos autores es lo menos que podría hacer quien, como nosotros, se proponga dar una visión de la continuidad histórica de los movimientos artísticos de país. Sus estudios, llenos de erudición, han contribuido a cimentar las bases de una tradición del ensayo de arte en Venezuela. Y es evidente, que el arte mismo se ha enriquecido con el análisis y la sistematización que, en orden a la elaboración de una historia plástica coherente, nos ofrecen los estudios de esos historiadores.

No creemos, en principio que la reseña que ensayamos hacer en este Blog se aparte considerablemente de la forma como se ha venido estudiando el Arte Venezolano, en sus etapas y en su desarrollo. Pero hemos delimitado el campo de nuestro enfoque a un periodo que comprende escasamente dos siglos de historia. Trataremos, hasta donde sea posible, de revisar las principales realizaciones plásticas que se escalonan, en lo que se refiere a Venezuela, al periodo de vida republicana, aún cuando tengamos que admitir que, desde el punto de vista artístico, la emancipación del imperio español no representó para el país tan marcada como la que se aprecia en el terreno de las ideas políticas.

Hay que decir que, en el mejor de los casos, la tradición técnica de los imagineros de la Colonia continuó operando en muchos buenos artistas del siglo XIX que, por el estilo de Juan Lovera, comenzaron a encontrar inspiración en temas civiles y patrióticos. Es bien sabido que durante la dominación española el temario artístico estaba reducido principalmente al repertorio de imágenes religiosas que satisfacían la necesidad de proveer figuras para el culto católico, tanto privado como oficial. Desde el punto de vista la representación espacial, este arte se corresponde conceptualmente con los estilos romántico y gótico europeos incluso hasta por su anonimísimo, en el que se manifiesta un espíritu de realización colectiva. Ello lleva implícita la noción de un enorme retraso histórico. Sin embargo, hay que reconocer en el siglo XVIII venezolano condiciones sociales particularmente proclives a la formación de una cultura plástica.

De los detalles del último tercio del siglo XVIII salen los primeros pintores republicanos. Y en cuanto a la pintura popular tan ligada a la metamorfosis de las imágenes infinitamente reinterpretadas de un artista a otro esta se prolonga a través de todo el siglo XIX, conservando las características técnicas que ofreció durante la Colonia.

De resto, seguimos en nuestro Blog un desarrollo cronológico que se atiende a la orden en que los historiadores suelen estudiar la secuencia del arte de la centuria pasada. Se trata de una historia más conocida. Pero creemos que no se puede pasar por alto, como la hacen algunos estudiosos, la etapa que va de 1850 a 1870, tal vez la menos conocida del siglo, debido a que la carencia de testimonios, y durante la cual el artista venezolano, desprovisto de ambiciones y estímulos, se consagró preferentemente al dibujo y a la acuarela para satisfacer propósitos muy circunstanciales.

Hemos identificado este periodo con el nombre de “La Ilustración”, no sólo por el contenido de las ideas positivistas que dominan en ese momento, sino también por la intención puramente documental o descriptiva, el arte se vuelve aliado de la crónica que guío a la mayoría de los creadores de esta época. Martín Tovar y Tovar supera esa contingencia que al artista le impone el prestigio de la ciencia en una época en que sólo podía pensarse en la pintura en términos de una óptica renacentista para lo cual los artistas venezolanos no estaban suficientemente capacitados. El éxito de Tovar y Tovar se debe, sobre todo, a las condiciones socio-políticas que lo llevan a convertirse en el artista oficial, y esto explica en qué medida el creador es siempre resultado no tan sólo de su talento sino también de las circunstancias que contribuyen a que él encarne, con su obra, los ideales de una época. Por esto, la obra de Tovar y Tovar es uno de los productos más genuinos del guzmancismo. Cuando desfallecen las energías sociales, capaces de infundirle carácter creativo a una época, el arte se empobrece y cae en las mixtificaciones y el manierismo, tal como sucede en los últimos años del siglo XIX y comienzos del siglo XX. El estímulo oficial ya no es capaz de encontrar en la obra de los artistas otra cosa que el reflejo del cansancio de una época sin mitos, insensibilizada. Artistas como Herrera Toro no pueden menos que sucumbir a la apatía del momento histórico.

Los tiempos modernos ofrecen lógicamente menos problemas al estudioso, y aquí deberíamos referirnos en primer lugar al paisaje, que constituye, también en Venezuela, el gran crisol de los nuevos rumbos que toma la pintura. Con el paisaje aparece en nuestro país la moderna conciencia artística, y este hecho conlleva un alto grado de influencia de la pintura francesa. Pero aún parece estar en vigencia la opinión de Enrique Planchart según la cual el paisajismo se inicia en Venezuela con los pintores del Circulo de Bellas Artes. Preferimos colocarnos en una perspectiva más alejada, remontándonos a los artistas que a fines de siglo estudiaban con Herrera Toro y Emilio Mauri en la Academia. De ese centro surgen los primeros brotes de airelibrismo, e incluso es necesario tener muy presente las obras de Tovar y Tovar y Jesús María de las Casas. Estos nos sitúan en la vía que conduce a Reverón y sus nombres se unen, en el tiempo, a los de Abdón Pinto, Pedro Zerpa, J.J. Izquierdo, Francisco Sánchez y Francisco Valdés, entre los forjadores del paisaje.

Se comprende que en adelante, a partir del Circulo de Bellas Artes, optemos por hablar de movimientos y corrientes, antes que de períodos cronológicos.

Y es que a lo largo del siglo XX domina en nuestro arte la actitud de los grupos que asumen conciencia del hecho estético, promulgando su evolución a través de planteamientos y programas de acción. El Circulo fue un primer paso en esta dirección histórica. pero el grupo, en el cual prevalecen los conceptos, no valida a las individualidades, y se podría decir que éstas vienen a ser en última instancia la justificación última de los grupos. Reverón, por ejemplo, supera al Circulo de Bellas Artes; Rafael Monasterios y Marcos Castillo (para dar dos ejemplos tomados al azar) interesan a partir del momento en que no pueden ser asociados más que a sus obras mismas.

En lo sucesivo, no es posible afirmar algo sobre las corrientes artísticas sin que el juicio mismo, por tocar a cosas actuales, no nos comprometa. La contemporaneidad es un proceso vivo y dinámico, y Venezuela ofrece en matería de arte un panorama prolífico en manifestaciones que suministran una imagen demasiado compleja y cambiante para que una reseña, como la que intentamos dar, pueda agotar su conocimiento.

EVOLUCIÓN DEL REALISMO DURANTE EL SIGLO XIX

El siglo XIX aparejó cambios en la cultura venezolana; la declaración de independencia, formulada en 1811, fue seguida por una guerra de liberación que sólo culminaría diez años más tarde, en 1821.

Estos hechos profundizaron el abismo que, en el orden espiritual, se había tenido entre las naciones americanas, independizadas, y el imperio español. La emancipación significó también, paralelamente a la fractura política, al menos en apariencia, un rompimiento de la tradición artística recibida de España. La gran guerra quebró la continuidad de un desarrollo cultural que había llegado a su apogeo en el último tercio del siglo XVIII y que, justo hasta el momento de producirse la declaración de Independencia, había seguido un curso espontáneo y tranquilo, nunca se interrumpió a lo largo de dos centurias.

Pero el arte del siglo XVIII hacía referencia a un mundo de valores sobrenaturales, expresado de modo jerárquico, en una escala donde la figura humana apenas cuenta, o cuenta sólo en la medida en que se la atribuyen un papel de intermediario de los dioses; divinidades, santos, patronos y miembros del clero conforman el repertorio iconográfico del arte. La pintura y la escultura sirven para graficar al reino de Dios, el arte llena una función religiosa y el artesano anónimo prima sobre el artista. Podemos decir que el arte colonial es a Hispanoamérica lo que el gótico a Europa.

La guerra de independencia no representó un hito que interrumpa como un sobresalto la continuidad de una tradición respetable, que se remonta al siglo XVII. En realidad constituyó un estado que se prolongó por mucho tiempo más en las luchas que siguieran para sumir al país en la postración, en la inercia. Sacudida la estructura entera del país, el impacto de la contienda hizo blanco también en el corazón de los creadores. No hubo tiempo para la creatividad, las artes y la literatura sufren una postergación, vienen a menos. Los primeros treinta años de siglo son una casi completa indigencia espiritual.

La misma cultura colonial es la que mejor resiste a la postración del primer período republicano. Con el país abrasado por la guerra, la nueva estructura social dista mucho de poder ofrecer algo que no fueran ideales y programas utópicos. Será necesario acudir a los hombres formados en las últimas décadas de la Colonia, dentro del ámbito de la cultura española, para encontrar los pilares que todavía sustentan al bamboleante edificio espiritual de la República. Andrés Bello y Juan Lovera son los ejemplos más cabales, en literatura y en pintura, de una tradición colonial que se inserta profundamente en el siglo XIX. Por eso resulta difícil hablar, en el caso de la Independencia, de una revolución. Si los cambios políticos son verdaderamente radicales, en apariencia, no lo son así las que se dan en el plano de la cultura.

Durante, mucho tiempo más, la arquitectura seguirá aplicando métodos constructivos de la Colonia y, mientras se guardan las directivas del eclecticismo europeo, se construirá según las normas de los alarifes coloniales. Las artes populares, sin poderse librar de la influencia religiosa, continuarán regidas por el espíritu de los imagineros, cuya tradición permanece viva a lo largo de todo el siglo XIX para perdurar hasta bien entrado el siglo XX. La escultura debió esperar muchos años para independizarse de la función religiosa a la que se veía confinada por su carácter mismo de arte subordinado a las necesidades del culto. Imbuida de ingenuidad y primitivismo, la pintura da, sin embargo, el primer paso para confesarse solidaria de un orden nuevo: el de la República. El tema (antes que la técnica) no tarda en experimentar una metamorfosis. Degradados y disminuidos los valores religiosos, el retraso civil y, luego, el motivo militar, tomarán el sitio reservado anteriormente al santoral y a los representantes de la iglesia y la nobleza criolla. La temática se diversifica y, un poco después, gracias al interés por las ciencias naturales, aparecen los primeros paisajes. La evolución es lenta, los cambios pausados. También con cautela despierta la imaginación.

De allí que los pintores que inician el siglo arrastren con sus estilos los defectos y las virtudes de la educación colonial. En primer lugar se muestran torpes para representar la perspectiva conforme a la exigencia naturalista que pide la sociedad republicana. Nuestros pintores nacidos en el siglo XVII habían formado su ojo dentro de una concepción puramente simbólica de la imágenes. La atmósfera de sus cuadros carece de profundidad real, refiere un espacio simbólico, donde se mueven jerarquías ideales, sin realidad humana, que atañen al reino inmóvil de las divinidades. Nuestros primeros pintores republicanos heredan aquella peculiar visión: ésta es arcaica y conserva los rasgos de todo primitivismo. Pero ellos se saben conscientes de la tarea de echar las bases de una tradición nueva que, al nivel de las manifestaciones cultas, pretende destruir los valores del pasado.

 

LOS INICIOS DE UNA TRADICIÓN REPUBLICANA: JUAN LOVERA

 

Juan Lovera fue el más notable de los pintores que alcanzaron su madurez en los momentos iniciales de la guerra de Independencia. De acuerdo con Alfredo Boulton, había nacido en Caracas, donde llego a ser aprendiz en el taller de los hermanos Landaeta, a finales del siglo XVIII. Sus primeras obras son, lógicamente, de tema religioso, y se mantienen dentro de los moderados convencionalismos aceptados por los imagineros para representar el espacio y la figura, sin mucho ingenio. La Galería de Arte Nacional conserva un cuadro de Lovera correspondiente a este primer período: "La Divina Pastora", pero nada parece anticipar aquí al pintor de "El 19 de Abril". Es un cuadro desabrido y frío, carente de imaginación.

Pero el movimiento independentista encuentra en Lovera, hacia 1810, a uno de sus más fervientes partidarios. El pintor había sido testigo visual de los hechos ocurridos en la oportunidad en que el Congreso Constituyente de Venezuela proclama la Independencia. La escena debió quedar grabada en la memoria del pintor, quien la plasmaría veinte años más tarde en el cuadro que con el título de "El 5 de Julio de 1811" se conserva en el Capitolio Federal. El otro acontecimiento importante llevado a la pintura por Lovera, fue "El 19 de Abril de 1810", tal vez su obra más significativa.

Tomada la ciudad de caracas por José Tomás Boves, el sanguinario jefe español, de tan triste recuerdo para la causa patriótica, nuestro artista fue arrojado al exilio junto a los oficiales que debieron huir a las Antillas, tras el episodio conocido como la "Emigración a Oriente". Por espacio de 20 años estuvo Lovera ausente del país, sus pasos se borran y sus cuadros se extravían. Concluida la guerra de Independencia retornó a Caracas, guiado por la intención, tal como él mismo lo expresó, de poner sus conocimientos al servicio de la patria. Mientras se desempeñaba como profesor de pintura, en su escuela particular, Lovera realiza entre 1825 y 1843 su obra más conocida: un conjunto de retratos civiles y los lienzos históricos, ya mencionados.

Es en tanto que retratista que importa destacar su obra de pintor; su estilo entronca, evidentemente, con el de los imagineros que, a fines del siglo XVIII, logran imprimirle a los últimos retratos seglares un tono tal verista como el que puede apreciarse en "La Efigie del Obispo Juan Antonio Viana", atribuida a la escuela de los Landaetas, y que se encuentra en la colección de la Catedral de Caracas. Para sus retratos, Lovera se apoya en un principio expositivo de gran sencillez, de modo que el personaje, abstraído de lo que no es esencial, resulta elocuente, tanto por la elección del contexto ambiental como por la acusada expresión fisonómica que contrasta con la austeridad de la descripción. La rigidez gótica de las poses es compensada, en su primitivismo, por la agudeza con que Lovera describe la psicología del modelo, que parece ser lo que más le interesa. El rostro se convierte así en el principal centro del cuadro. En realidad, Lovera trata sus figuras con un concepto escultórico, casi se diría que modelándose en un primer plano, plantándolas severamente delante de una ambientación escueta formada por libros, muebles, cortinas y objetos que cumplen una función simbolizadora para definir la condición social del personaje, como si no bastara el estudio fisonómico que lo lleva a ensañarse con el modelo. Escasamente manifiesta interés por la perspectiva aérea y el espacio en profundidad deviene plano. La iluminación determina los efectos de espacialidad y volumen en los planos alejados. Al fondo ubica los símbolos, entre los que destaca el escudo familiar, que indica la procedencia genealógica del personaje o su rango en la jerarquía social. El traje y el mobiliario, dentro de una atmósfera severa, explican el rol del hombre en la sociedad; La condición es destacada por objetos que simbolizan el oficio gracias al cual el personaje, aunque sea de humilde cuna, se hace digno de ser retratado, el mulato Lino Gallardo muestra el violín y la hoja de una partitura, que le hacen acreedor del prestigio que su imagen pintada le otorga. Si se trata de un hombre como el Dr. Cristóbal Mendoza, primer Presidente del Triunvirato creado en 1811 para regir al país, el personaje aparece al lado de un severo anaquel de libros en fila, hojeando un grueso tratado de leyes. Esta manera de contraponer rasgos expresionistas en la definición del personaje y las formas simbolizantes para referir su condición social, sus grados jerárquicos y sus títulos, procura a Lovera un lenguaje extremadamente ingenuo y eficaz. Pero también puede prescindir de todo simbolismo, obteniendo en el retrato manifestaciones más puras, elocuentes por sus valores plásticos mismos, que el artista reduce a la mayor economía, tal como puede apreciarse en el retrato de "Francisco Antonio (Coto) Paúl, en la colección de Alfredo Boulton. En retratos como el de "Nicolás Rodríguez del Toro" y el llamado "Hombre del Chaleco". Lovera alcanza, hasta por su esquematismo brutal, un poder de síntesis que no encontraremos en los retratistas que le sucedieron.

Es probable que Lovera haya visto grabados de Goya o, por lo menos, de imitaciones del genial aragonés, pues la influencia de éste puede rastrearse en sus dos grandes composiciones históricas. Piénsese en el parecido (aunque éste sea remoto) que hay entre ciertas figuras de "La Familia de Carlos IV", obra pintada por Goya en 1800, y los personajes centrales de "El 19 de Abril de 1810", realizado por Lovera en 1838. Lovera revela aquí su escasa expreriencia en la pintura de género y, sin duda, desde el punto de vista perspectívico, queda mal librado al entregar al espectador una composicón defectuosa, en donde los personajes históricos aparecen parcialmente individualizados, resueltos como una suma de unidades aisladas, no como un todo, es decir, como una multitud. Cada personaje está hecho como un retrato. La escena de "El 19 de Abril de 1810", combina el tono alegórico y algo taetralizado, propio de la intención de representar un momento tan memorable, con el apunte costumbrista que le permite al artista dar una connotación realista y vívida casi anecdótica, del ambiente de la época, con sus personajes populares, e incluso con sus animales domésticos. Todos son testigos, más que del hecho histórico, de la vida de 1800. De modo que la obra tiene también el sabor de crónica en medio de ese aire grandilocuente, que compensa ingenuamente las torpezas de la ejecución.

En "EL 5 de Julio de 1811", pintado tres años después, Lovera supo ceñirse a las limitaciones o, si se quiere, a la eficacia de su lenguaje de retratista que dispone del espacio como de una superficie sabiamente regulada, puesta al servicio de la alegoría y de la vida, simultáneamente. Los personajes están aún más individualizados que en "El 19 de Abril de 1810", pero también la composición funciona mejor en su tonalidad cromática, sabiamente balanceada por el juego de sombras y blancos, y en donde la hiriente animación de los personajes nace del nerviosismo de un dibujo extremadamente incisivo. El carácter gráfico de esta obra está acentuado por la intención bien lograda de Lovera de identificar todos los personajes, en el mismo orden en que se encuentran en el cuadro, en una banda dibujada horizontalmente al pie de la tela.

LA ENSEÑANZA OFICIAL Y LA EVOLUCIÓN DEL RETRATO


No faltaron en los primeros tiempos de la República los intentos de crear escuelas para la enseñanza del arte, especialmente en Caracas. El 19 de Febrero de 1812 la Gaceta de Caracas insertaba un anuncio en el cual el pintor francés M. H. Garnezey, "domiciliado en la calle de Venezuela, No 12", ofrecia su academia particular a los interesados en recibir lecciones de pintura. Con toda seguridad, los acontecimientos que siguieron se encargaron de frustar la encomiable idea de Garnezey. En cambio, fue necesario esperar a que terminara la encomienda y el país recobrara, aunque sólo en apariencia, la calma para que el Estado, a partir de 1830, comenzara a interesarse por la ensañanza del arte. Un poco más tarde, en 1835, la Sociedad de Amigos del País abrió una escuela para el dibujo artístico y topográfico. Este ensayo, destinado a rivalizar con la modesta escuela que desde 1832 mantenia abierta Juan Lovera, no tuvo éxito y el local de la naciente institución dio sitio a un cuartel. Hubo que esperar a 1839, cuando por iniciativa de Don Feliciano Montenegro y Colón fue establecida en el Colegio Independencia, una cátedra de dibujo. Nuevamente este año reabrió sus puertas la escuela auspiciada por la Sociedad de Amigos del País, con el nombre de Escuela Normal de Dibujo, y de cuya dirección sería encargado el pintor Joaquín Sosa. Sustituyó a éste, en 1842, el joven Antonio José Carranza, en momentos en que la escuela funcionaba adscrita a la Diputación Provincial de Caracas. Elevada al rango de Academia de Bellas Artes en 1849, la escuela vio aumentar su prestigio con la creación de una cátedra de retrato. Carranza iba a desempeñarse como director de la Academia hasta el año de 1867, pero ya en 1852 se le había hecho un reconocimiento público, según consta en una memoria del Consejo Municipal del Cantón de Caracas, de 1850,donde se asienta que "más de 60 alumnos asisten diariamente a este establecimiento dirigido por el señor Antonio José Carranza, que con la más eficaz asiduidad concurre sin faltar un solo día por cuatro o cinco horas y aun más, según es necesario;debiendose principalmente a sus desvelos y esparada contracción, el progreso positivo que se observa en los numerosos alumnos, cuyas obras más adelantadas presenta, constituyendo esta vez una exhibición más brillante y variada que en los años anteriores. No poco han contribuido a este notable progreso las recompensas que en calidad de premios acordó la Honorable Diputación el año próximo pasada. Tales estimulos producen siempre satisfactorios resultados".

 

EVOLUCIÓN DE LA PINTURA POPULAR DURANTE EL SIGLO XIX


Como podrá verse en adelante, el retrato civil fue el género más cultivado durante el siglo XIX. Desde el punto de vista técnico, puede decirse que en un principio la pintura siguió nutriéndose a lo largo de esta centuria, de los conceptos estilísticos heredados de la Colonia. Hemos dicho que el pintor más notable del primer período republicano fue Juan Lovera, quien combina en su obra de retratista un concepto arcaizante en el tratamiento de la perspectiva y la composición con una intención marcadamente expresionista (y por lo tanto vitalista) en la solución de la figura humana y, particularmente, del rostro. Estos mismos conceptos encuentran en otros pintores del mismo período, como es el caso de Emeterio Emazábel (activo en Caracas hacia 1830), en quien hallamos de nuevo la típica solución arcaizante con quien los pintores resolvieron el retrato seglar a fines del príodo colonial. Cuando se trata de pintar a un personaje importante, éste es visto en majestad, mientras recibe el homenaje de sus acólitos o alumnos que, prosternándose o en actitudes reverente, le la presentan pergaminos donde se puede leer el motivo del homenaje, sea éste un reconocimiento público, la presentación de una tesis de grado, o un título. La ordenación jerárquica del arte religioso pasa al retrato civil y mantiene las mismas convenciones estilísticas. Es así como Emeterio Emazábel ve al Arzobispo Coll y Prat y a su alumno Vicente de Arámburu, en un cuadro de 1834, que pertenece a la colección de la Catedral de Caracas. Si de algo se adoleció en los primeros cincuenta años del siglo fue de un estilo. La Colonia, en cambio, lo poseyó con creces, en la obra de los imagineros. Pero al producirse la ruptura con el orden colonial y entrar en crisis los valores que habían inspirado al artista criollo bajo la dominación española, la nueva estructura social surgida de los movimientos de independencia no parecía y militares y cuyas imágenes ya no lo alcanzarían a tener, lógicamente,la función que el sistema colonial le había atribuido a la obra de Arte. Un cambio como el que experimentó con la Independencia en el plano ideológico planteaba al arte una situación similar a la que encontramos en Italia cuando el antroporcentismo del Renacimiento sustituye al viejo concepto teocéntrico de la Edad Media. Lógicamente, el naturalismo renacentista, como concepción formal, iba a convertirse en el ideal estético republicano, al consolidarse los intereses nacientes. En otras palabras: el valor estético humano privará sobre el valor religioso; la realidad sobre la divinidad. En consecuencia, quedó abierto el camino para que el artistas asumiera el espacio y la representación naturalista en términos tales hubo necesidad de tomar conciencia de la pobreza del medio, en punto a la capacidad de nuestros artistas para realizar un arte más ambicioso. Los pintores del primer período estaban ayunos de conocimientos técnicos para expresar -en términos renacentistas- los valores del nuevo humanismo. La sociedad hacía lo posible para llenar las lagunas, a la espera del genio; miraba hacia Europa; hacía venir de ésta profesores salidos de las academias clásicas, se quiso, incluso, establecer teóricamente una correspondencia entre ciencia y arte, tal como hiciera el matemático Juan Manuel Cajigal cuando, en 1839, en la ocasión en que dejaba inaugurada la primera clase de dibujo, dijo: "Debemos proteger el dibujo y considerarlo no como un arte frívolo y estéril que sólo halaga los sentidos, como la base de todos los trabajos industriales. Debemos, por lo mismo, trabajar con más ahinco, a la sombra de la paz que disfrutamos, en echar los cimientos de nuestra futura grandeza, fomentando aquellos estudios que encuentran su aplicación en las necesidades de la vida".

Los dirigentes del país, y la burguesía en general, desconfiaban de los rasgos de torpeza primitiva que se ponían al descubierto en la obra de artistas de gran talento y escasa capacidad técnica, como era el caso de Juan Lovera; y de igual manera comenzó a perderse todo respeto por el legado colonial y el arte de los imagineros, que a duras penas logró sobrevivir. Mucho más tarde se llegó a afinar que la historia de la pintura venezolana comenzaba con Tovar y Tovar, y que antes de éste no hubo nada que mereciera ser recordado.

El retrato se prestaba a disimular el autodidactismo de los pintores y era, por la misma razón, el único género compatible con una sociedad que quería contemplarse a sí misma. puesta en plan de rivalizar con la sociedad europea. Por otra parte, la ruptura con la tradición colonial sólo se dio al nivel de lo que podríamos denominar el arte culto u oficial. En el fondo, el pueblo siguió abrazado por mucho tiempo más, en su ignorancia, las antiguas creencias que encontraban satisfacción artística en la imaginaría de los artesanos anónimos. Pintores y tallistas, sin el prestigio de los talleres de la Colonia, continuaban nutriendo el fervor religioso de las masas, y así ocurrió hasta las primeras décadas del siglo XX. De la misma manera, el retrato civil y militar originó a la par, una iconografía de características ingenuas entre los cultores de la imaginaría religiosa. Aparecen así, a todo lo largo del siglo XIX, versiones de los retratos de los próceres y de sucesos históricos que conservan todas las características técnicas de la pintura religiosa popular.

No se pueden pasarse por alto, así pues, las manifestaciones del arte popular que durante todo el siglo XIX mantienen una viva tradición iniciada con la llegada de los conquistadores. A través de este arte el pueblo pone de relieve su propia dinámica creativa, proporcionando una versión marginal, pero verdadera -incluso más verdadera que la del llamado arte culto- de los mitos y las realidades, o sea, de la historia, a través de las imágenes pintadas.


EL PAISAJE EN LA FORMACIÓN DE LA PINTURA VENEZOLANA


El paisaje procede, en nuestro país, de otras tradiciones y fuentes y no exactamente del estilo colonial que perdurará como ya se dijo, al nivel de las artes populares. Conocemos las privaciones de las escuelas de arte a lo largo del siglo XIX, y en qué medida el retrato, desde Lovera, va a convertirse en el género por excelencia. Quizás se trataba del único tipo de arte con el cual podía justificarse un artista que no hubiese seguido estudios en Europa. Su tradición era más o menos respetable, aunque se mantuviese como un género mediocre, si hacemos excepción de Lovera. Este no encontró continuadores inmediatos y su estilo mismo, en vida suya, fue desmerecido por sus contemporáneos que vivieron sólo sus defectos. Se tenía nostalgia por el Renacimiento, ya lo hemos dicho, y el ideal era la pintura de género, para cuya ejecución no estaba debidamente capacitado el artista venezolano. Los aciertos, aquellas búsquedas que hubieran podido conducir al paisaje, incluso a un paisaje costumbrista, eran marginales o se inscribían en una tradición poco prestigiosa como la del arte popular.

Ramón Irazábal, por ejemplo que inicia el paisajismo caraqueño, pertenece en el misterio y no hay indicio de que haya estudiado seriamente pintura. Se encuentra por primera vez figurando en la Exposición de Productos Naturales, organizada en 1844 por el Instituto Tovar, en Caracas. Conservando cierto sabor ingenuo, que revela su procedencia técnica, hay un paisaje caraqueño pintado por Irazábal hacia 1840. Es una de las primeras vistas panorámicas de Caracas donde se pone de manifiesto, más allá de lo puramente documental, un sentimiento artístico.

Los antecedentes de esta imagen se encuentran en el siglo XVIII. Ya un pintor de la Escuela de los Landaetas, al hacer una imagen evocativa, Nuestra Señora de Caracas, dibuja el plano de Caracas, tal como la ciudad se prestaba a ser divisada desde la colina del Calvario. Este plano panorámico se repite en grabados del siglo XIX y entronca con una rica tradición de ilustraciones.

CARACAS Y LA TRADICIÓN PAISAJISTA


La belleza plástica de Caracas -y aun del litoral guaireño, que constituye el paso obligado de todo viajero- atrajo la atención de numerosos viajeros, Humboldt en primer lugar. La ciudad había sido descrita por el cronista de Indias Juan de Castellanos, como más digna de ser plasmada por los pintores que loada por los poetas. Una topografía ricamente accidentada y muy particular, que da forma a un estrecho valle surcado por los ríos cristalinos y alrededor del cual se levantan pequeñas colinas, ofrece a la vista del viajero una perspectiva cuya belleza compite con la bondad de su clima siempre primaveral. La serranía del Ávila era comparadas por el poeta Pérez Bonalde con el sultán ante cuya figura yace rendida la ciudad, como una odalisca. Pero para los artistas, sin necesidad de ir muy lejos a buscar imágenes exóticas, el valle de Caracas, ceñido por los verdes variadisimos de sus cultivos, no fue más que una bella realidad inmediata, en la que el ojo podía satisfacerse llanamente.

Es fácil comprender que la emoción con que describen a la ciudad el conde de Ségur en 1783 y Robert Temple en 1902 no era distinta a la que experimentaron los primeros pintores y dibujantes de la ciudad, entre éstos Sir Robert Kerr Porter, Cónsul de la Gran Bretaña en nuestro país, que ha dejado del Valle de Caracas una serie de excelentes dibujos. Si John Ruskin hubiese visto estos trabajos sin duda hubiera elogiado en Kerr no tanto a un naturalista atinado como a un dibujante elegante y minucioso en extremo. Kerr Porter evoca las ruinas del terremoto de Caracas con afán descriptivo al que el dibujo comunica cierta monumentalidad. Con Kerr Porter se iniciará una tradición de ilustradores que, tomando como motivo la arquitectura y el valle de Caracas, desembocaría más tarde en el magnífico paisajismo de fines de siglo.

Más notable fue, sin duda, la actuación del inglés Lewis B. Adams (1808-1853), quien será el retratista más notable que trabajó en Caracas, donde fallece. Puede decirse que realiza su principal obra en Venezuela, y Alfredo Boulton le reconoce muchos méritos. Su estilo robusto y desenfadado, que se resiente de cierta dureza, satisfizo a aquella sociedad de comerciantes y militares que le posa convencida de la importancia que tiene el retrato como manifestación de poder.

Mientras la pintura al óleo permanece atada a las convenciones del retrato académico, el dibujo sale al encuentro de la naturaleza para describirla. Y este mismo afán naturalista se halla, también, fundando las bases de nuestro paisaje, en ese grupo de pintores que a mediados del siglo XIX visita nuestro país. El barón Jean Baptiste Gros, diplomático de carrera y pintor, a su paso por Caracas, deja dos buenos paisajes de los alrededores de la ciudad.

Pero quizás sea Ferdinand Bellermann, nativo de Erfürt, Alemania, el más notable de los paisajistas que nos visitaron durante el siglo XIX. Aunque no pueda dejarse de reconocer en su obra ciertas notas del romanticismo alemán, cierta ampulosidad a la manera de Karl Rottmann, es evidente que Bellermann se muestra como un excelente intérprete de nuestra luz, tal como lo reconoce Boulton. Su factura es sólida y su composición arquitectónica bien construida, mostrando además gran variedad de texturas en su empaste, en medio de cierta nota idílica que contrasta con el realismo de la descripción humana. Las riscosas montañas envueltas por la neblina están lejos de evocar aquí las brumas wagneríanas. Por el contrario, estamos delante de un pintor que se esfuerza exitosamente en encontrar con la luz, a la manera moderna.

Los artistas viajeros suelen sentir mayor emoción frente al paisaje que en las ciudades donde son recibidos. Y así ocurrirá con el joven Camille Pissarro, quien con el tiempo devendría famoso pintor impresionista, pero al que, en 1852, lo encontraremos haciendo sus primeras armas de dibujante en La Guaira y Caracas. Había llegado al país bajo la tutela de su joven instructor, el pintor danés Fritz Melbye, y ambos provienen de la pequeña isla de Saint Thomas, donde el primero de los dos había nacido. Los jóvenes artistas son festejados por la sociedad caraqueña lo que no priva a Camille de realizar entre nosotros una obra variada y sumamente esclarecedora para su porvenir de gran pintor, ni tampoco a nosotros mismo de un notable documento visual sobre la Caracas de mediados de siglo. Pues a diferencia de otros se interesa por el aspecto humano de la ciudad, a la par que por las formas arquitectónicas, lo que nos permite seguir los pasos de la antigua Caracas, en el punto en que la había dejado el dibujante Kerr Porter. Su joven guía, Melbye, actúa también como cronista atento, que dibuja del natural, incluso cuando toma apuntes para hacer el óleo finos paisajes del litoral. Hay algo de refinado e intelectual en Melbye que no apreciamos en Bellemann, un toque más romántico y delicado que la luminosidad del trópico no saca de su presunción nórdica. Pissarro nos deja gran cantidad de apuntes al lápiz sobre nuestra vegetación, hojas y bosques en donde, a tiempo que se muestra como un esmerado observador, se comprende ya desde entonces su tendencia a captar los juegos de luces sobre las formas en movimiento.

Desde Humboldt hasta Antón Göering, los trabajos de nuestros dibujantes parecen dirigidos a sentir admiración por las ciencias, en virtud de considerarlas como objeto principal del arte. Surge así una expresión que se pone al servicio de la descripción. El dibujo y la acuarela devienen mayormente los medios para llevar la naturaleza a la hoja del libro donde las imágenes rendidas de esa manera jugarán el rol que llena la reproducción fotográfica. El artista se ha convertido en auxiliar del botánico para cubrir el aspecto visual del científico registrado en libros y revistas, y más de una vez termina en un aficionado de la ciencia.

Por esta vía nos vamos aproximando al positivismo de los años 70 y 80. Conscientes de que el medio social es demasiado mezquino y limitado para permitir que el artista vocacional desarrolle su talento, los creadores de la época forman filas en lo que ellos mismos consideraban un arte menor, aplicando a los requerimientos circunstanciales y referido casi siempre a ejercicios costumbristas, muy en boga por la época. Hubiera sido mucho menos fácil dedicarse a la pintura al óleo, ya que faltaban los elementos académicos indispensables a una formación como la que se pedía a un artista, en el sentido renacentista. El retrato continuaba siendo prácticamente el único género cultivado y los conocimientos de los pintores no daban para más. Antes el obstáculo representado por la carencia de una disciplina académica, el artista criollo prefería mantenerse en el rol de aficionado, y para esto nada mejor que consagrar sus esfuerzos al dibujo del natural, a la ilustración de escenas costumbristas y al apunte ligero, susceptible de ser llevado a las páginas de algún libro de viajero.

La versatilidad de Carmelo Fernández explica en qué medida la pintura no es capaz por sí misma de llenar una función. Dibujante topográfico, grabador, pintor y retratista miniaturista, Fernández es igualmente un artista ubicuo, un humanista que entiende que su papel, siempre que se relacione con alguna rama científica, está allí donde se requiere de sus servicios; ilustrador de expediciones científicas, profesor de dibujo, de igual manera se dedica a la enseñanza de idiomas en Caracas que cruza el Atlántico en misiones diplomáticas, o emprende un largo viaje por los Andes Colombianos, detrás de los pasos de Codazzi, para hacer lo que en nuestra época le corresponde hacer a un fotógrafo: documentar visualmente la realidad. Sus trabajos ocupan una vida larga e infatigable, pero ellos es poco lo que, desde el punto de vista artístico, retendrá la posteridad. Como dibujante es acucioso y muestra sensibilidad al expresar el carácter del personaje, cuando le toca hacer las ilustraciones para la Historia de Venezuela de Baralt y Díaz. Pero no dejó obra suficiente para medir realmente su talento pictórico. Sus acuarelas del álbum de la Expedición Corográfica encargada de trazar los limites de Colombia parecen responder a una motivación episódica, de un carácter meramente ilustrativo. Hacia 1870, Fernández vivió en maracaibo, durante la última gestión de Venancio Pulgar, probablemente llamado por este gobernante para realizar trabajos de ingeniería, como la remodelación de la Plaza de la Concordia (hoy Plaza Bolívar). Por encargo del gobierno estatal realizó Fernandez varias pinturas a la témpera, donde desarrolló motivos característicos del paisaje, la flora y la fauna de las regiones adyacentes al Lago de Maracaibo. De estas pinturas de técnica un tanto primitiva se conservan cuatro composiciones de gran tamaño en donde el tratamiento descriptivo y naturalista de los temas pone en evidencia una intención decorativa en el autor, tal como lo demuestra el hecho de que las obras no fueron firmadas. Del análisis de los paisajes zulianos de Fernández se han podido sacar los rasgos característicos de su estilo: composición horizontal baja abierta; cielos límpidos, amplios e iluminados a contraluz, cruzados por celajes horizontales de tonos románticos.

 


LA EXPOSICIÓN DEL CAFE DEL AVILA 1872


En 1872 se presentó en Caracas un acontecimiento insólito en aquellos tiempos: la exposición del Cafe de Avila, llamada así por haberse celebrado en un famoso sitio de reunión del mismo nombre. El evento quedó registrado como una de las primeras exhibiciones de arte que se hicieron en Caracas. El feliz suceso ofreció, sin embargo, un aspecto lamentable, y fue que con esa muestra Venezuela se despedía de un importantísimo legado de obras que el comerciante inglés James Mudie Spence, tras exponerlo, se llevaría consigo a Inglaterra.

Gran parte de las obras reunidas pertenecía a artistas de quienes no se tiene hoy día otros trabajos. Y, para colmo, los ejemplares sacados al exterior se extraviaron en su totalidad, con lo cual desapareció todo vestigio de la obra de esos artistas. Al referirnos al catálogo de aquella exposición, Santiago Key Ayala escribió en su artículo titulado "Folleto Raro" (Boletín de la Biblioteca Nacional, 1ero de Abril de 1926), lo siguiente: "Sabido es que Spence causó una pequeña revolución. Spence, con el prestigio del nombre extranjero, con el espíritu de iniciativa propio de sociedades más avanzadas, fue centro de varias empresas de cultura. Rodeándolo personas prominentes de la época, poetas, escritores, artistas, hombres de ciencia y de la política. Se repitió la ascensión a la silla del Avila. Se escaló por primera vez el Pico Naiguatá y se realizó la primera exposición de arte venezolano de que se tenga memoria. Fue en este ramo donde más se hizo sentir la influencia de Spence. El culto viajero pagó con liberalidad de los trabajos de donde más se hizo sentir la influencia de Spence. El culto viajero pagó con liberalidad los trabajos de dibujo y pintura de los artistas caraqueños y abrió en verdad la vía al estímulo del arte nacional".

 


EL PERÍODO DE LA ILUSTRACIÓN


Hemos dado el nombre de Ilustración a un período de nuestra historia plástica que abarca más o menos de 1865 a 1880. Es una etapa que permanece también un tanto al margen del desarrollo de la Academia y que se caracteriza por la tendencia cientificista de que, conforme al ideal del positivismo, hacen gala nuestros mejores artistas. Estos llegan a despreciar la vanidad de alcanzar el título de artistas para adecuar sus posibilidades creativas a una realidad que, a falta de verdaderos estímulos, sólo puede inquietarlos desde el punto de vista del conocimiento de ella. Son artistas que dan origen a una especie de costumbrismo y que se nos revelan, ante todo, como hábiles dibujantes y, en todo caso, como artistas aficionados, continuando con ello una disposición para la gráfica y el trabajo de ilustrar libros que ya tenía entre nosotros una tradición que viene de Irazábal y Thomas. No creemos que los creadores de aquel momento hayan estado consientes de esta situación como para darse cuenta de que estaban definiendo un movimiento, pero en todo caso, se observa en todos ellos una identificación con el objetivo de poner el arte al servicio de las ideas progresistas de la sociedad. En el discurso de Juan Manuel Cajigal mencionado ya, y con el que este sabio dejaba inaugurada la primera clase de dibujo que funcionó en el país, se asentaba lo siguiente sobre la compatibilidad de arte y ciencia: "Su incompatibilidad está en contradicción con las verdaderas nociones del entendimiento, que por naturaleza repugna toda especie de límites y cuyas producciones, por variadas que sean, deben considerarse como ramas de un mismo tronco o fruto de un mismo árbol". Y añadía: "De aquí se deduce que las ciencias y las artes frutos de estudio y de la inteligencia, no presentan más diferencia que la que existe entre el raciocinio y el sentimiento; que ambas facultades son la base de todas las operaciones del espíritu".

A esta disposición naturalista contribuyó en aquella época el hecho de que gran parte de los científicos y exploradores que recorría latinoamérica estaba capacitada para el dibujo, tenía inclinaciones artísticas o como, sucedía a menudo, se veía precisada a requerir para ilustrar sus obras del concurso de los artistas nativos. Carmelo Fernández había demostrado poder ser un excelente auxiliar (como lo es hoy un fotógrafo respecto a un arquitecto) del cartógrafo Agustín Codazzi, para quien ejecutó croquis, dibujos y diseños. Ramón Páez, hijo del General Páez y residente en Nueva York, donde publicó un libro de viajes, será el ilustrador de su propia literatura.


INICIOS DEL GRABADO: LOS HERMANOS MARTINEZ


Otros dos artista importantes de aquel período son los hermanos Celestino y Gerónimo Martínez. Las escasas obras que de ambos nos quedan no nos permiten formarnos una idea cabal del valor de su arte, pero si hemos de dar crédito a los historiadores, se trató de dos pioneros del grabado en Venezuela; en efecto, Celestino Martínez, el mayor de los dos hermanos, había estudiado fotografía y litografía en París. A esta última actividad (la litografía) se dedicó a su regreso a Caracas, en 1839. Acerca de Celestino Martínez escribió José Nucete Sardi: "En la primera litografía que funcionó en Caracas - dirigida por los alemanes Müller y Stapler - trabajó y colaboró Celestino Martínez en la primera obra con ilustraciones que se editó: Los Misterios de París. Grabador en piedra, era a la vez profesor de dibujo y cuando los teutones abandonaron la empresa, los hermanos Martínez - nos dice Ramón de la Plaza - revivieron en su taller el arte litográfico. En 1847 fue llamado Celestino Martínez a Bogotá por el gobierno de Colombia para establecer una litografía. El hermano lo siguió, y ambos regentaron allí clases de dibujo. En el taller bogotano produjeron por primera vez grabado en piedra, viñetas y rótulos, y los discípulos acudieron para conocer esta disciplina. En cuanto a Gerónimo Martínez, se sabe que fue discípulo de su hermano. Se dedicó a la fotografía y después del viaje que junto a su hermano Celestino hizo a Bogotá para fundar un taller Fotográfico, trabajó en la fotografía, tras abrir taller propio.

Gerónimo Martínez fue un fino acuarelista, técnica en la cual llegó a adquirir fama como buen retratista. El retrato de dama que se encuentra en la colección del Consejo Municipal del Distrito Federal revela, que Martínez no estaba desprovisto de talento pictórico.

RAMON BOLET Y LA LITOGRAFÍA


Ramón Bolet es un caso sui generis. Dotado excepcionalmente para el dibujo, no parece haber asistido metódicamente a una escuela de arte. Se levantó en un hogar adusto, bajo la tutela de su padre, un médico famoso y contumaz periodista que supo hacer de él el ilustrador de quijotescas empresas editoriales. Se inició en Barcelona, donde su padre había fundado la revista El Oasis. Luego la familia Bolet se instaló Caracas y Ramón pudo, así, desarrollar aun más su estilo ilustrativo, tal como pudo apreciarse en la más importante de sus series litográficas "Album de Caracas y de Venezuela". De esa formación moralista que su padre le inculca, deriva en el talento de Ramón Bolet un vigor constructivo y una disciplina puritana para el trabajo que justifica una obr extensa y variada, a despecho de haber vivido el artista tan sólo 40 años. Bolet no pudo librarse, sin embargo, de las limitaciones de las ilustraciones de la ilustración científica y fue lo que bastante autodidacta para no celebrar en su dibujo (que el impresor Henrique Neun llevó pacientemente a la litografía) un cierto candor que procede de su concepción primitiva, como la de un poeta. Y si no es capaz de programar un trabajo más ambicioso, esto no lo priva de aceptar el consejo de James Mudie Spence de trasladarse a Londres para estudiar con John Ruskin; éste encuentra que las obras del joven venezolano" son positivamente buenas y llenas de sentimiento y poder; sus retratos son en verdad maravillosos". Juicio un tanto lacónico con el que se oculta la verdad sobre la carencia de una formación más exigente que el país no estaba en capacidad de poder proporcionar a sus jóvenes artistas de mayor talento. Bolet regresó al cabo de un año para morir silenciosamente, víctima de la tuberculosis.

La época venezolana le impulso marcos demasiado estrechos a su imaginación encajonada en aquellas visiones simétricas de la ciudad, en donde comprendemos hasta qué punto el guzmancismo se interesa por la arquitectura como en una estampa coloreada que complace el gusto de la gente. Expresan estas visitas tan minuciosas de Caracas asombro ante esas construcciones novedosas que acaba de inaugurar Guzmán Blanco. Bolet, como buen provinciano (y ésta era una de sus cualidades) presencia con ojos admirados la modernidad de una bella época importada..... y savada para la posteridad no por el contenido de la imagen que él recrea, sino por las formas de su hermoso dibujo de elegante línea.


DEL RETRATO FAMILIAR A LA EPOPEYA: TOVAR Y TOVAR


Con la figura de Martín Tovar y Tovar cambia el rumbo un tanto provinciano que la pintura venezolana había seguido desde la muerte de Juan Lovera. Hijo del fervor patriótico de un país deslumbrado por su propia historia e incapaz de repetir en el campo de las conquistas civiles lo que había hecho en el campo militar, este pintor Caraqueño hará de la guerra en espectáculo digno de vivir en la memoria. Su obra es expresión del romanticismo venezolano del último tercio del siglo, y encuentra paralelo en la crónica apasionada de un Juan Vicente González o en las descripciones olímpicas de don Eduardo Blanco, en su "Venezuela Heroica". El héroe criollo es presentado a la imaginación como u personaje de Homero. Pero, sobre todo, el arte de Tovar es producto de una de las voluntades artísticas más claras e inteligentes que dio el arte venezolano en el siglo XIX.

Más que un pintor Tovar fue un historiador que desplegó las páginas de las crónicas en sus grandes lienzos. No se limitó a ser el excelente retratista, que reflejara en su obra emotiva biografía de su tiempo, sino que, condicionado por el afán cientificista de su época, tradujo a la pintura, con la corrección de un clásico, complejas acciones de la vida real. El Renacimiento penetra en la pintura venezolana a través de sus obras. Primero que ningún otro, Tovar se ocupó de nuestro paisaje, en un sentido puro, y se adelantó en la observación de la naturaleza pintando al aire libre. La precisión de su estilo es adecuada a cada uno de los fines que se propone, y logra lo que quiere de la realidad con los medios más justos y exactos. Su técnica le proporciona éxito en todos los temas. Incluso puede permitirse, con facilidad prodigiosa, innovar en su propia época, al registrar en una misma composición histórica episodios que ocurren en distintos lugares y horas, como sucede, por ejemplo en su célebre Batalla de Carabobo. Tovar es un estudioso de la psicología humana a la par que un investigador de la naturaleza. Su mérito no reside el la elocuencia, que sobra en sus personajes, sino en el fondo de veracidad con que los encarga.

Naturalista cuando compone sus escenarios, en extremo fieles a la observación, sabe imprimir a la composición y a las figuras el movimiento vertiginoso de un romántico, pero planta a sus personajes con la nitidez de contornos y la precisión de un neoclásico. Su estilo es el de un ecléctico. De sus estudios en España y en Francia ha conservado lo que justamente necesitaba su temperamento reposado para servir a su propósito de trabajar en un estilo que le permitiera expresar con seguridad y sin sobresalto la emoción contenida y la imagen justa y exacta, sin faltar a la verdad histórica ni caer en excesos retóricos. No es sentimental sin ser extrovertido; narra, no cuenta. Su meta es la objetividad y, por lo tanto, rechazando un naturalismo grosero que pudiera traicionar sus sentimientos, alcanza la serenidad del clásico. No son los detalles los que le importan, sino los hechos centrales, sobre los que construye sus escenas, procurando destacar, con propósito moralizador o pedagógico, lo que dentro de cada episodio tiene mayor relieve o significación. No sucumbe nunca a los arrebatos de la improvisación y, sin embargo, su imaginación es fértil; su memoria, aguda; su temperamento, vivo, aunque no tuviera el don de expresarse ni de halagar con palabras.

Dice todo lo que tiene que decir en el cuadro. No ha dejado testimonios personales, ni cartas, manuscritos ni fotografías. Diríase que su biografía la componen sus personajes: tiene de éstos la grandeza de sentimientos: puede crear los hechos, reconstruir situaciones y lugares complejos haciendo siempre de la pintura un espectáculo que agrada a la vista, pero que impone respeto. Y no necesita recurrir a la fantasía o a una fantasía desmedida. Logra ser decorativo y realista al mismo tiempo, porque impone moderación a su propio ingenio. La exaltación y el comedimiento permanecen en su obra en constante equilibrio.

Tovar divide al siglo XIX; pone fin a una época y comienza y llena lo que será el período heroico de nuestra pintura. Nace cuando ha llegado a su fin una concepción de la guerra; inicia sus estudios en el optimista ambiente que se ha creado alrededor de la personalidad del brillante matemático Juan Manuel Cajigal, iniciador de las bases de la pedogogía artística en Venezuela-que rodean al episodio de la Guerra Federal; llega a su madurez durante el gobierno de Guzman Blanco. En su obra se cumple, así pues, un largo e intenso periplo, que es el mismo que abarca el nacimiento, auge y decadencia del estilo del cual Tovar es figura descollante. El solo hubiera llenado una época. Durante medio siglo es la figura señera, el pintor oficial y el maestro por antonomasia de la pintura venezolana. Es el gran retratista venezolano del siglo XIX. Su mérito aquí estriba en haber encontrado el secreto de la intimidad. El misterio de unos labios mudos, la sonrisa en los ojos serenos que avanzan tranquilamente desde la muelle pose hacia todos los puntos donde se coloque el observador; fisonomías revestidas de una gracia sin complejidad, peripuestas damas en quienes se reconoce inmediatamente el esfuerzo de posar; reposo y comedida elegancia queb desafía al tiempo. Tovar es el retratista de la burguesía venezolana. Pero también es el retratista de las figuras de los héroes de la Independencia. Es su primer trabajo histórico importante, y para llevarlo a cabo Tovar se instala en París, en 1874. El mérito de esas obras reside, sin embargo, más que en su calidad plástica en el ingenio de que echa mano Tovar para restituir en el lienzo, sobre una pobre iconografía la imagen de los personajes. Sucre, Urdaneta, Páez, toman imaginarias actitudes, se sienten allí como abstracciones, como modelos ideales, como ya lo eran en las páginas de la crónica, son héroes deshumanizados que van al encuentro de una humanidad nueva.

De La Firma del Acta de Independencia puede decirse que es, no sin razón, el cuadro más popular de la pintura venezolana. Prodigio de elocuencia renacentista, como no se había visto antes en Venezuela, esta obra constituyó el gran atractivo de la Exposición de Centenario de Bolívar, en 1883, cuando fuera expuesta.

En La Batalla de Carabobo, a cuya realización dedicó Tovar mayor estudio que a todos sus otros trabajos, la presencia del paisaje es avasallante, como si se tratara de un personaje contra el que los hombres parecieran librar otra encarnizada batalla; es un paisaje dinámico. El lienzo se adapta a la concavidad de la elipsis del salón Elíptico, donde se encuentra, para desplegar en dificil perspectiva los varios escenarios de la batalla; simultáneamente son expuestos todos los momentos decisivos del episodio, sin dividir el espacio en cuadros y manteniendo el mismo punto de vista central; efecto de simultaneidad muy ingenioso, al que se presta la forma del espacio, para poder presentarlos hechos en varias secuencias agrupadas en cuatro episodios centrales, que dan idea del tiempo, y por que lo mismo describen las accidentes de la llanura bajo diferentes grados de luminosidad, desde la madrugada hasta el atardecer.

No hay en este cuadro sombrías ni patéticas imágenes ni el acento está puesto, como en obras anteriores, en una representación ideal: el triunfo de las fuerzas patrióticas. Más alegórico que realista, el lienzo de Carabobo es el himno a la victoria; todo está en él idealizado. La realidad, por contrario, es cruel y caótica. En apoyo del ritmo cinematográfico -por decirlo así- de la pintura viene el colorido y contrastado, con el que inaugura Tovar una manera más clara y brillante, un colorido que acentúa aún más el carácter plano de la composición y su valor decorativo, mayor aquí que en otras obras, en desmedro de la profundidad y la perspectiva aérea.

 


EPÍGONOS Y CONTINUADORES


La década de 1800 es la más prolífica de la pintura venezolana en el siglo XIX. Los acontecimientos más importantes han sido: la Exposición del Centenario de Bolívar, de 1883, donde se revelaron con obras de carácter histórico Antonio Herrera Toro, Cristóbal Rojas y Arturo Michelena. La realización de los grandes lienzos de Tovar para el gobierno de Guzmán Blanco, entre 1881 y 1887. El triunfo de Michelena en el Salón de los Artistas Franceses, en París, y su regreso apoteósico a Venezuela en 1889. La trágica obra de Cristóbal Rojas, pintada entre 1885 y 1890. La remodelación arquitectónica del centro de Caracas, emprendida por Guzmán Blanco; la construcción del Capitolio Federal, la Universidad, el Instituto Nacional de Bellas Artes, en 1887 y el nombramiento de Emilio Mauri para dirigirlo.

Como se ve, había aparecido, tras Tovar y Tovar, una segunda generación de pintores que en cierto modo comienza su obra en el punto donde Tovar y Tovar había dejado a la pintura narrativa e histórica. Herrera Toro, por ejemplo, no sólo había sido alumno de aquél, sino tambíen su ayudante y principal colaborador en las pinturas de batallas. Sin embargo, la obra de Herrera Toro carece del aliento épico que posee la de Tovar, y es evidente que, a despecho de su buen oficio, no contó este pintor con el favor de un mecenas magnánimo como Guzmán Blanco. La Muerte de Bolívar y el Ricaurte en San Mateo, sus pinturas más características dentro del género histórico, revelan una manera más anecdótica y un menor talento de narrador, quedando en deuda tales obras con el estilo de Tovar.

Menos relacionado con éste, Arturo Michelena se siente, al igual que Herrera Toro, cómodo en los grandes formatos, su maestría es tan prodigiosa como su imaginación; sus obras históricas no tienen, sin embargo, la unidad de estilo de Tovar, y la ejecución es en ellas menos esmerada; tal ocurre, por ejemplo, en cuadros como Vuelvan Caras o El Panteón de los Héroes. Hay más solemnidad en la obra de Tovar, pero su tono viene resultando más verídico, mientras que Michelena, famoso por su facilidad de improvisación, se apoya quizás exageradamente en la anécdota o en un realismo cargado de acentos sombríos, como se observa en Miranda en la Carraca o en La Muerte de Sucre en Berruecos. No fue Michelena un historiador de la estirpe de Tovar, ni parece haberle interesado, en especial, el tema de la epopeya nacional; como tampoco lo fue Cristóbal Rojas, mejor dotado para un estilo intimista que para el realismo de sus grandes lienzos patéticos. Rojas fue el autor de un retrato del Presidente Rojas Paúl, que puede situarse en la tradición de Tovar, lo mismo que el algo convencional Girardot en Bárbula, que se encuentra en el Museo Bolivariano de Caracas.

Muertos Michelena y Rojas, el continuador de Tovar no será Herrera Toro, a quien le faltaba entusiasmo en su última época para empeñarse en composiciones de gran formato, sino Tito Salas; se trata del pintor que está más cerca del título de Historiador oficial, que ostentó Tovar y Tovar. Pero los de ambos son estilos completamente diferentes.



LOS DONES MUNDANOS DE HERRERA TORO


El sombrío y mezquino panorama político de los años anteriores parece cambiar con el ascenso al poder del dictador progresista Antonio Guzmán Blanco; el país entra así en una etapa de transformación social, de reformas administrativas y de cambios culturales que de modo imprevisto otorgarán gran significación histórica a la arquitectura y a la pintura. En Caracas se opera un rápido cosmopolitismos que era estimulado por el propio Guzmán Blanco y que llevará a la sociedad a adoptar las últimas modas de París. La ciudad se transforma arquitectónicamente y se requiere, dentro de una política que apoya el surgimiento de artistas, de la presencia de pintor, el escultor y el decorador capaces de ejecutar obras más ambiciosas. Los pintores van a beneficiarse de esta situación. La década del 80 prepara el advenimiento del más brillante período artístico de nuestra historia. Herrera Toro y Cristóbal Rojas serán los primeros pintores de talento en recibir la protección del Estado. En 1875 Herrera Toro, que había sido alumno de Tovar y Tovar en la Academia, parte becado hacia Europa. Aunque en principio pensaba estudiar en París, se decide finalmente por Italia. En Roma estudiará con los pintores Faustino Maccari y Santoro. Participa, además, en las exposiciones del Círculo Internacional de Bellas Artes, del cual es miembro, y en 1878, de paso por París visita la Gran Exposición Universal, en la que están exponiéndose dos obras suyas. Regresa a Caracas para ocuparse de pinturas de encargo.

Quizás fueron los primeros años en Caracas, a su regreso de Italia, entre 1880 y 1890, los más afortunados en la trayectoria de Herrera. A sus obras de gran aliento como La Caridad y La Muerte de Bolívar siguió un lienzo cuya idea ha debido venirle de los triunfos de Tovar y Tovar y Michelena en el género histórico. La Batalla de Carabobo de Tovar fue concluida en 1887. Sin el entusiasmo de los años anteriores, le cupo sostener durante algunos años más el prestigio del realismo. Y cuando en la Academia de Bellas Artes -donde él enseñaba paisaje- entraron aires de renovación lógicamente Herrera tomaría partido por la tradición. A fines de siglo lo encontramos ocupado en tareas muy ajenas a su vocación: Director del Tesoro en el Ministerio de Hacienda, escritor humorístico y colaborador literario de la revista El Cojo Ilustrado. Es evidente que su trabajo pictórico se resiente por falta de continuidad, y aunque se desempeña como solicitado retratista, está ya ausente en é esa convicción que lo determinó a ejecutar sus mejores obras en la década del 80. Fue su mejor momento y el más inspirado, pues cuando Herrera llegó a su madurez de artista, el arte se hizo de pronto demasiado joven y revolucionario.

Si su visión, alejada de toda modernidad, es la de un académico (aun más cuando impone a sus alumnos pesados modelos), ello no es óbice para quitarle méritos. Como paisajista es mediocre y desigual, incapaz de renovarse para salir de una factura de grises y ocres, que pone entre la pintura y la naturaleza la distancia del taller donde continúa trabajando como los pintores del siglo XIX. Sus paisajes, por otra parte, son escasos, si podemos ver más que trozos de escenografía como los que encontramos en cuadros como La Muerte de Ricaurte y La Batalla de Ayacucho; en todo caso, Herrera Toro sigue experimentando nostalgia por el Salón de los Artistas franceses.

Su significación hemos de buscarla, paradójicamente, en aquella actividad donde fue más combatido: la de docente, ya que fue el verdadero maestro de aquellos que, tomando la revancha, lo cuestionaron en 1909, tras haber sido nombrado director de la Academia de Bellas Artes.

Pero ¿qué disciplina auténtica no tiene por origen, en arte, la sujeción a una disciplina severa, que debe ser experimentada antes de ser violada? Los integrantes del Círculo de Bellas Artes reconocerían, al fin, la importancia de la lección recibida de aquel maestro que continuaba usando la plomada y que los paisajes fueran acabados en el taller, donde no podían escapar al correctivo de su ojo adusto.

Aquel estilo sombrío pero correcto, poco imaginativo, ausente de verdes, que pareciera regodearse solamente en las calidades terrosas de tapias y cerros erosionados, es propiciado por ese método que, antes que la libertad, busca ser realista. Estilo crepuscular que llena la última década del siglo pasado y los primeros años del nuevo, y del cual Herrera Toro es a todas luces su inspirador.

 

CRISTÓBAL ROJAS


De la generación de pintores románticos de Venezuela fue Cristóbal Rojas el incomprendido; incomprensión que no se mantiene sólo en el plano de su obra extraña y singular, sino que, con signos todavía más amargos, participa de toda su vida.

A los 22 años, viviendo en Caracas, encuentra un maestro en Herrera Toro, quien lo emplea como ayudante para los trabajos que aquél realizaba en la Catedral de Caracas. Poco después, cuando comenzaba ya a desesperar, obtiene un triunfo en la Exposición del Centenario, en 1883. Su cuadro La Muerte de Girardot le hace merecedor a un Segundo Premio, y recibe una beca del Estado para estudiar en Europa. Lo que sigue es lo más conocido; el tormento en París, durante siete años más que invierte en pintar. Ha trabajado sin el sosiego necesario, en forma lenta (aunque pertinaz), razón por la cual su obra resulta breve, muy breve. Las indecisiones traban su evolución. Progresa a base de grandes talentos; invierte hasta un año en realizar una obra; no posee ni la facilidad ni la imaginación de Michelena.

Muy pocos lienzos pertenecen a su período de Caracas; cuando los pintó era aún un principalmente, a una edad en que un joven de la época actual ya podría estar de regreso de Europa, si hubiese sido becado. No había sido como Michelena un niño prodigio, pero en sus primeros trabajos, que datan de 1881 y 1882, un fresco encanto se desprende de dos magníficos paisajes de 1881 y 1882, que tienen por tema las ruinas de Cúa. Estos trabajos habían hecho lamentarse a Enrique Planchart de que Rojas no hubiese persistido en un género como el paisaje, para el cual revelaba "ingenio natural". Pero Rojas andaba por este tiempo a la caza de temas transcendentales: salvo su empeño de aprender en la lección de Tovar, La Muerte de Girardot, óleo anecdótico con el que se iniciaba como pintor de Salón, no mostraba nada original.

Después, a partir de 1884, viene la lucha para ser aceptado en el Salón de los Campos Elíseos. Las constantes fugas al Museo del Louvre, tras las huellas de los clásicos; la impresión que le causa Chardin, en cuyas naturalezas muertas se ha detenido lo suficiente para extraer una lección propia: véanse las dos obras de este género que de Rojas se conservan en la Galería de Arte Nacional.

De La Miseria a El Plazo Vencido, Rojas se detiene en una pintura donde lo que importa es el tema, una pintura sentimental y anecdótica en su pretensión de dar un mensaje. Vale la pena observar detenidamente su lienzo La Taberna, título inspirado en una novela de Emilio Zola; una rápida ojeada al extremo izquierdo del cuadro nos descubre en primer término la bien modelada mano de la cantinera aproximándose a la luz que juega entre las botellas y los objetos del estante. El detalle, aislado del resto, es de una plasticidad que contrasta con el aspecto grotesco de la anécdota del cuadro. Es lo más noble y mejor concebido de la pintura. Porque el detalle en Rojas está siempre lleno de una vivacidad tensa, espiritual, como si él hubiese puesto más vida aquí que en la totalidad del cuadro; sus grandes lienzos realistas perdurarán gracias a esos toques singulares donde la luz llega a penetrar la soledad misma de los objetos comunicándoles un aura recóndita.

Aún podría discutirse la opinión de que El Bautizo es la obra culminante de Rojas. De cualquier manera era una obra importante en su evolución. No sólo se trata de la pintura que pone fin a un ciclo de óleos naturalistas y monumentales, trabajados con una técnica laboriosa, sino también la tela donde la transición del estilo parecía abrirse hacia formas más actuales; a ese paso contribuyen los fracasados intentos que hace Rojas para interesar a los jurados en sus composiciones. Rojas mismo no habría sabido explicar el cambio de su estilo ni mucho menos comprendido la actitud del jurado: El Bautizo ha gustado mucho menos que los cuadros que envió en los tres años anteriores. El énfasis está puesto ahora en la atmósfera total, no en el modelado de las figuras; la luz comienza a sentirse como algo vivo que cohesiona las formas dentro de una profundidad aérea, que es a la vez la que de unidad al cuadro. A la influencia de Daumier sucede ahora la de Degas; el toque de color vivo anuncia la paleta clara de sus últimos trabajos.

La nota resaltante del último período de Rojas es su interés en dar preferencia al colorido por sobre el tema; incluso puede decirse que en su obra final ya no le interesa nada el tema; su actitud es experimental, tímida, y dentro de esos intentos se queda; deja el lienzo de gran formato para explorar la superficie pequeña, el tema íntimo, muy personal, que pinta en atmósferas de taller, aclaradas por una luz violeta, que agudiza los contrastes pero que hace vibrar el color. Sin duda la compañia de Emilio Boggio, a quien Rojas encuentra en el taller de Jean Paul Laurens, ha sido más provechosa que la de Maurice Denis y Sérusier; el estilo "nabis" lo influye, es cierto en su inconcluso lienzo Dante y Beatriz, donde emplea sin éxito los colores puros. Pero la tela es demasiado grande, y el tema algo fantástico para su temperamento de realista; no puede hacer nada. Fracasa. Luego es la preocupación por la materia y la vibración del color, sin llegar a emplear la fórmula impresionista de yuxtaponer las pinceladas de color. ¿Ignorancia del impresionismo? Quizás no. Es que para Rojas la atmósfera de trabajo sigue siendo el taller, no el aire libre; acaso por su formación académica, sigue siendo fiel a sí mismo; os cambios en él son lentos y se suceden después de pensaros mucho. En su apunte Los Amantes, que representa una escena romántica al pie de una escalera, el tratamiento anuncia, sin embargo, un impresionismo en ciernes. En el Balcón se puede apreciar la aplicación de los principios de la nueva teoría del color: las sombras dadas con tonos cálidos y la profundidad espacial dejada a la retina del espectador; en este estilo abocetado muestra mayor interés por el color que en otra de sus obras del último período: la Naturaleza Muerta del Faisán, donde Rojas se esfuerza en analizar las formas a través del tono. En Techos de París, el color del cielo está dado con un empaste casi grueso, en tanto que los grises del paisaje hacen pensar nuevamente en la escuela de Barbizon.

Establecer la contemporaneidad de Rojas en relación con las ideas de su tiempo no es tan urgente como indagar el mérito de sus cuadros tomando en cuenta los accidentes de su carrera, los obstáculos con que tropezó y la poca orientación que, en un sentido moderno, pudo haber recibido. Rojas se hubiera expresado mejor en una pintura que refleja se anhelo de serenidad: un equilibrio como el conseguido en las naturalezas muertas, que pintó bajo la intuición de que era gran pintor, pero cuya significación quizás no pudo comprender.

 


ARTURO MICHELENA


Arturo Michelena fue el artista de mayor éxito en su tiempo. Su carrera se consume brevemente, tras una obra precipitada, llena de altibajos, en la que tan pronto reconocemos al dibujante genial, al pintor de facilidad prodigiosa, como sentimos el empeño no siempre bien logrado de realizar obra académica y efectista, cuya laboriosidad resta impulso a la naturaleza espontánea de este artista. Aunque desde su adolescencia dio muestras de ingenio y de una obsesiva voluntad de estudio, fue sólo en 1883, año es que ejecuta un gran cuadro de tema histórico (La entrega de la Bandera, Museo Bolivariano de Caracas), cuando Michelena logra atraer la atención de su obra como para hacerse merecedor de la beca que dos años más tarde, en 1885, le concedió el Presidente Joaquín Crespo. En París, Michelena supo encontrar en Jean Paul Laurens un maestro comprensivo y generoso; sus éxitos en el Salón de Artistas Franceses no se hacen esperar. En 1887 recibe la recompensa Fuera de Concurso, la más alta que se otorgaba a un artista extranjero, por su cuadro El Niño Enfermo; y en 1889 gana una Medalla de Oro en la Gran Exposición Universal de París. Estos reconocimientos, unidos a otros éxitos, colman la expectativa de los venezolanos que hacen a Michelena en 1889 un recibimiento de héroe nacional. Aclamado en Valencia y Caracas (como antes sólo lo fuese el mismo Bolívar), se convierte en el hijo mimado de la sociedad, que quiere hacer de él su retratista oficial. Michelena sucumbe, sin embargo, a los encargos, mientras realiza obras ambiciosas, de gran formato, de tema venezolano, en el género histórico. Por esa vía supera la influencia de Laurens cuyas recomendaciones se hacen patentes en su cuadro Carlota Corday (1889).

Está preparado así para entrar en la segunda etapa de su obra, que se inicia hacia 1891, cuando reinstalado en París cree poder encontrar nuevamente, en el Salón, el éxito conquistado dos años atrás. El cuadro Pentesilea (1891) atrae la atención de la crítica, pero es evidente que esta manera efectista, de gran movilidad escénica, comienza a pasar de moda, y lamentablemente Michelena no lo comprende sino cuando ya ha enviado, en 1892, su un tanto truculento cuadro La Vara Rota, el cual pone fin a su aventura del Salón. Este mismo año, tras algunos intentos de pintar con la libertad de los impresionistas, sufre una crisis de hemoptisis y es obligado por los médicos a regresar a Venezuela. Los seis años restantes de su vida constituyen un período de intenso trabajo; pero fundamentalmente es acechado por el encargo de retratos. Los acierto de su obra se esparcían entre las obligaciones oficiales y las crisis de la enfermedad (tuberculosis) que lo determinan a cambiar incesantemente de residencia; paralelamente experimenta un sentimiento místico, estimulado por la iglesia que le hace encargos, algunos de proporciones murales, como los que ejecuta para la Santa Capilla y la Catedral de Caracas. El gobierno lo utiliza del mismo modo en proyectos de decoración y en el retrato oficial, desviando a Michelena de sus más profundas intenciones: trabajar libremente en obras de su gusto; éstas se satisfacen someramente en el boceto y, sobre todo en la pequeña obra siempre inconclusa; los estudios y apuntes se amontonan en el taller, sin que la enfermedad o el tiempo le permitan concluirlos.

La obra de Michelena ofrece diferentes facetas que responden a las tendencias del gusto dominante, que este artista más que ningún otro en Venezuela, reflejó. Se deduce de lo dicho que la obra de Michelena se resiente de los riesgos de la versatilidad, a veces complaciente y amanerada, de su gran talento. Durante su época realista de París, estudiando con Laurens, o ya egresado de la Academia Julian, realiza pinturas de espíritu audaz, en las que sabe unir la corrección de la factura y la libertad, tales como El Niño Enfermo (Museo de Bellas Artes de Caracas) y el Retrato Ecuestre de Bolívar (Palacio Legislativo de Valencia). La tendencia realista, demasiado marcada por las recomendaciones de Laurens, resulta, sin embargo, exacerbada en una obra como Carlota Corday (Galería de Arte Nacional de Caracas), donde el ensayo de reconstrucción histórica desmerece ante una composición humana excesivamente teatral en la obsesión por lograr la instantaneidad de la escena descrita.

En los cuadros de género, donde los temas son episodios de la historia universal o nacional, Michelena pone en juego una imaginación viva y sensibilidad para reproducir los escenarios al aire libre en ambientes de movimiento vertiginoso que producen asombro en el público de los salones, tal como pudo apreciarse en Pentesilea (Círculo Militar, Caracas). Sus escasos paisajes nos muestran, igualmente, a un fino observador de la naturaleza, si bien no parece interesado en pintar al aire libre. En cuanto a otros géneros, dentro de una vasta producción irregular, es necesario reconocer en los retratos infantiles de Michelena los más bellos que haya pintado artista venezolano alguno.

Un signo trágico se cierne sobre el destino del realismo académico. Rojas fallece en 1890. Michelena en 1898. Quedan vivos Emilio Mauri y Herrera Toro, que ensayan enderezar el perdido prestigio del realismo, a través de sus lecciones en la Academia. El primero de ellos, Emilio Mauri destacará como un preceptor atinado y bondadoso, cuya paciencia se ha puesto a prueba en la actuación que ha cumplido al frente de la Academia de Bellas Artes, desde 1887.

Después de haber estudiado con Jean León Gérome, en París, Mauri está de regreso a su patria sin dar muestras de haberse librado del refinamiento con que la bella época ha marcado su espíritu. Por mucho tiempo más seguirá siendo en Venezuela un pintor francés. Contentándose con ello, no será capaz de acometer propio, como Rojas, y abandonándose a su función de maestro sabe confiarse a un papel discreto, con que la posteridad le recompensa. Buen dibujante, Mauri no deja que desear en punto a corrección académica, sin embargo, ¿qué falta en estaos retratos saludables bajo los cuales aparecen las figuras de nuestros héroes, peripuestos y airosos, que Mauri ha pintado, incluso, con gran esmero? Falta el brío y la inspiración, en una palabra, el genio de los mejores momentos de Michelena.


EL FIN DEL SIGLO


Carlos Rivero Sanabria había sido compañero de Rojas y Michelena por breve tiempo en la Academia Julian. Había estudiado también en Alemania con el pintor Oehme, dedicando gran parte de su esfuerzo al estudio de la figura humana. Incluso, siguiendo los pasos de Rojas, ensaya pintar escenas de realismo social y en el Salón de 1889, el mismo año en que Rojas expone El Bautizo, le es aceptada su obra El Porvenir Roto. Su formación de retratista, una vez instalado en Caracas, desdice, sin embargo, de lo que se esperaba de un alumno de Jean Paul Laurens. En vano Rivero Sanabria intenta corregir sus propias fallas. Sus retratos adolecen casi siempre de primitivismo técnico, ausente de vida; sus defectos están demasiado a la vista para que el artista no se dé cuenta de ellos. Una extraña circunstancia lo lleva a la invalidez. El artista postrado en la cama para el resto de su vida realizará su mejor obra en el único género para el que su sensibilidad se mostraba en adelante atenta: la naturaleza muerta, el bodegón, el tema de flores. De este modo, en la tradición de nuestros clásicos, Rivero Sanabria parece ser el puente que une al intimismo de Rojas con nuestros grandes maestros de la pintura de interior en el siglo XX: Federico Brandt y Marcos Castillo.

Otro pintor que ve en su obra la marca de la decadencia del estilo realista es Antonio Esteban Frías, antiguo alumno de Arturo Michelena que, al igual que éste, y siguiéndole los pasos a Rojas, viajó a París para inscribirse en la Academia Julian. El Borracho (Museo de Bellas Artes) es una obra esmerada dentro del espíritu académico. Frías mismo lo comprende cuando decide concluir su carrera como profesor en la Academia de Bellas Artes de Caracas, de la cual él mismo había salido egresado.


LOS AVANCES DEL ARTE MODERNO


Una coincidencia histórica daría a la generación de pintores del Círculo de Bellas Artes el rol de precursora del arte moderno en Venezuela. La juventud de esta generación coincide con la época en que se difunden las proposiciones del impresionismo y posimpresionismo, desde Francia y Europa al resto del mundo. No fue extraño así que un venezolano -Emilio Boggio- que había vivido continuamente en Francia desde su primera juventud se convirtiese al impresionismo entre 1890 y 1900.

Pero el impresionismo no fue adoptado al pie de la letra por los artistas que vivían en Venezuela; ni estaba planteado para ellos, en 1910, pintar como los vanguardistas franceses de fines de siglo. La pintura venezolana había elaborado, paralelamente a la corrientes francesas, su propia tradición paisajística en la cual encontrarían una base las nuevas generaciones. Esto fue una ventaja, ya que la declinación del realismo académico en Caracas, con la muerte de Michelena, daría paso a la larga a un movimiento que fue mucho más importante y que, aunque negó a la escuela del siglo XIX, no dejó de basarse, inicialmente, en los ensayos de paisajismo intentados por los realista mismos, al estilo de Rojas, Michelena y Tovar.

Caracas, que desde el siglo XVII había adquirido supremacía como centro de la actividad artística del país, había inspirado a lo largo del siglo pasado a pintores, dibujantes y grabadores que vieron el paisaje de la ciudad bajo varios aspectos: desde el paisaje en grande por el estilo del que en 1840 haría el casi anónimo pintor Ramón Irazábal; o del que, teniendo como marco la imponente serranía del Avia, Tovar y Tovar ejecutaría a fines del siglo pasado, hasta el apunte de naturaleza costumbrista como los que realizaron en Venezuela Melbye y Camille Pissarro. El más antiguo paisaje de la ciudad se encuentra en un cuadro atribuido a la escuela de los Landaeta y que muestra el plano de Caracas, sobre el cual se yergue la representación de Nuestra Señora de Caracas. La fama de la ciudad correspondía a la belleza de su paisaje. Los primeros paisajes de Caracas obedecían a una intención ilustrativa, por lo menos hasta 1870, cuando se desarrolló en la ciudad un movimiento integrado por dibujantes y científicos aficionados al dibujo, que vieron en éste un medio adecuado para reproducir variados aspectos de la ciudad, la arquitectura, la flora y la fauna, el habitante y sus costumbres. Fue, como hemos explicado, una tendencia que tuvo repercusión en las ciencias, tal como puede apreciarse en los trabajos de Carmelo Fernández para el geógrafo Agustín Codazzi, o de Anton Göering para sus observaciones de Venezuela.

El paisaje como género artístico aparece definido ya en algunas obras aisladas de Michelena -Paisaje del Paraíso, colección Fundación Boulton-, Cristóbal Rojas -Paisaje, colección Galería de Arte Nacional- y sobre todo en producción final del maestro Martín Tovar y Tovar. Pero el paisaje fue también consecuencia de la enseñanza impartida en la Academia de Bellas Artes, en la que daban clases Emilio Mauri y Antonio Herrera Toro. A este último pintor se debe, en particular, el énfasis que desde fines de siglo se puso en el aprendizaje de la técnica del paisaje y en el cultivo de éste como género independiente de la pintura narrativa. Sin embargo, el paisajismo de la Academia, como lo practicaba y enseñaba Herrera Toro, aun cuando se aconsejase pintar al aire libre -lo que no dejaba de ser una mera fórmula- carecía de color y continuaba siendo una manifestación del realismo. Las gamas grises de la paleta del taller y las armonías tierras y pardas daban al paisaje así visto tímida entonación romántica, que ponía de relieve el carácter literario de la inspiración. Hay mucho de romanticismo en los primeros atisbos de la generación que daría forma definitiva al paisajismo: Cabré, Monsanto, Reverón, Vidal, Brandt; y en ello se traduce la influencia de los realistas que desde la academia ocasionalmente iban a influir sobre el nuevo paisaje.

Una excepción entre los pintores del siglo fue Jesús María de las Casas, un contemporáneo de Rojas y de Herrera Toro que, trabajando en Caracas, supo mantenerse al margen del medio artístico para realizar durante más de veinte años solitaria labor de paisajista. De las Casas obtuvo el título de ingeniero durante el Quinquenio de Guzmán Blanco, pero disgustado con este mandatario, abandonó la carrera, dedicándose en los ratos libres, como aficionado, al cultivo del paisaje. Por no haberse formado en la Academia, y sin compromisos con ésta, pudo rechazar decididamente la orientación realista de la pintura oficial. Un viaje de estudios por Italia y Francia le había puesto en contacto con la obra de Corot y, luego, con la de Renoir y de otros impresionistas. Se dedicó especialmente a la naturaleza muerta y al paisaje, interesado menos en la realidad representada que en el resultado global de su experiencia. A fines de la década del 90 comenzó a pintar en el litoral de Macuto, cuya luz se empeñó en captar, no sin éxito, en obras de pequeño formato, ejecutadas con un colorido tenue y empaste delicado. De las Casas murió completamente desconocido. Una exposición llevada a cabo en 1966 en la Sala de la Fundación Mendoza, en Caracas, rscató del olvido su obra.

Emilio Boggio había nacido en Caracas de padre italiano y madre venezolana; sin embargo vivió en Francia seguidamente desde los 17 a los hasta 1919, fecha en que retornó a Caracas por breves meses; su regreso constituye un hecho bien conocido, por las implicaciones que tuviera para los jóvenes pintores de la época: su exposición de 53 óleos realizada en la Academia de Bellas Artes. Por formación y obra de Boggio es un pintor francés; en su estilo pueden reconocerse las principales influencias que, después de 1885 actuarían en su carrera: Henri Martin, Monet y Pissarro. No fue sino después de 1900 que realizó su obra más trascendental, librado de las influencias del romanticismo y del simbolismo que todavía se aprecian en uno de sus primeros y grandes paisajes (Labor, expuesto en el Salón Oficial de París, en 1899). Boggio siguió la ruta de los impresionistas en la búsqueda de la luminosidad: el mediodía francés, Auvers-sur-Oise e Italia, en donde estuvo durante un año muy significativo para su carrera en 1907. Las vistas de París, los paisajes de Nervi (Italia) y la serie de cuadros pintados durante los años de la Primera Guerra Mundial en las cercanías de su residencia en Auvers, se cuentan entre sus obras más notables. Como Monet, a quien siguió un cierto momento, Boggio se revela ante todo como un colorista apasionado por los problemas de la luz y que se adentra en los misterios de la materia, llegando a trabajar con un empaste cargado de color en espesor, con el cual se propone simplificar la composición hasta planos muy abstractos en donde la raya del horizonte llega a desaparecer. Y esto último puede apreciarse, incluso en un sentido serial como en Monet, en marinas y paisajes que tienen por tema las costas italianas y el río Oise. La obra de Boggio, en su totalidad, reitera y prolonga los planteamientos y motivos familiares a los impresionistas. Pero influido por Van Gogh consigue a partir de 1902 dramatizar la factura del cuadro de manera expresionista, determinando en su propio estilo una tendencia figurativa para la cual se basó preferiblemente en el retrato y el cuadro de interior. De este modo, partiendo de Monet y Pissarro, Boggio reinterpretó al impresionismo y, a través de una obra numerosisima, aportó una visión personal que, dentro de la tradición francesa, estaba también impregnada de la fogosidad del temperamento latinoamericano y de la sensualidad un tanto exquisita de la tradición de la escuela francesa. La obra de Boggio mostrada en 1919 en Caracas influenció a los jóvenes pintores que vacilaban aún entre la orientación heredada de la enseñanza de la Academia y la libertad sin reglas del autodidactismo.


EL CIRCULO DE BELLAS ARTES


El Círculo de Bellas Artes asume la responsabilidad de relevar al realismo que a comienzos de siglo, sobre todo después de la muerte de Michelena, daba señales de decadencia. La pintura histórica y literaria en la cual ponían énfasis todavía comienzos del siglo los concursos de la Academia, iba a ser rechazada violentamente por los jóvenes más enterados de los recientes movimientos de pintura europea. Manuel Cabré, A. E. Monsanto, Leoncio Martínez, Carlos Otero y otros jóvenes pintores encabezaron en 1909 una protesta contra el status docente, tomando como pretexto la designación de que había sido objeto Herrera Toro para dirigir, en reemplazo de Emilio Mauri, la Academia de Bellas Artes. Ya por entonces Leo (Leoncio Martínez) y Jesús Semprum, asumiendo la defensa de los peticionarios, señalaban en artículos de periódicos y revistas la mediocridad y la falta de ambiciones en que transcurrían las actividades de aquel centro de enseñanza. La huelga, que elevó un plan de reforma hasta el Ministerio de Instrucción Pública, no condujo a nada, y los estudiantes, negándose a seguir asistiendo a los talleres, se conformaron con poner en la práctica las medidas renovadoras que deseaban para la Academia. Así fue como se gestó el brote inicial que el 2 de agosto de 1912 conduciría a la instalación del Círculo de Bellas Artes, "organización fundada, según Fernando Paz Castillo, para combatir la enseñanza extremadamente pobre de la Academia". Tal vez los objetivos tenían un mayor alcance, puesto que, rotos los nexos con la Academia, se trataba ahora de orientar las actividades artísticas -asumiendo la dirección de ellas- en dos sentidos: la creación y la divulgación. El Círculo estableció su sede en un local del abandonado Teatro Calcaño, cedido generosamente por su dueño el ingeniero Eduardo Calcaño Sánchez; allí se formó un taller libre, sin profesores ni limitaciones estéticas, donde los miembros asistentes abonaban los costos ocasionados por los materiales y el pago de la modelo. Para divulgar el trabajo realizado se crearon los Salones del Círculo, que organizaban anualmente con gran libertad Monsanto y Cabré. Entre 1913 y 1916 se realizaron en total tres salones, "sin premios ni medallas". En 1912 había circulado una hoja impresa con el programa del Círculo de Bellas Artes; puede deducirse de su lectura que éste no constituía una organización de grupo, que respondiese a determinados estatutos o normas, como suele suceder en la asociación artística. En efecto, se decía en el programa que "pueden pertenecer al Círculo de Bellas Artes todos aquellos que por amar a la belleza eleven su espíritu sobre el nivel común de las gentes. Quienes quiera, profesional, estudiante o aficionado, tendrá franca acogida en el seno de la Asociación sin que se lo impidan el estar inscrito en otro grupo, Academia, Ateneo o Escuela, ni las tendencias de sus ideas en materia de arte". Incluso se había llamado a participar a los intelectuales más destacados del momento, susceptibles de hacer causa común con los jóvenes artistas, como Rómulo Gallegos, Manuel Segundo Sánchez, José Rafael Pocaterra, Julio Planchart, Jesús Semprum -orador de orden en el acto de inauguración del Círculo. Más tarde ingresarían Fernando Paz Castillo y Enrique Planchart. De estos tiempos data un fructífero acercamiento entre escritores y artistas que buscaban, mediante la comprensión mutua de sus actividades un apoyo para defenderse de la inquebrantable apatía en que el régimen despótico de Juan Vicente Gómez había sumido a la vida cultural y política del país.


ETAPAS DEL CIRCULO


Pueden estudiarse en la obra del Círculo de Bellas Artes dos etapas claramente definidas: la primera abarca de 1909 a 1918 y se caracteriza por ser un período de búsquedas durante el cual sus pintores se libran de la influencia del realismo de la Academia y comienzan a indagar por propia cuenta, aplicando algunos principios del impresionismo y pintando al aire libre. Ciertos paisajistas como Brandt ensayan una aplicación muy personal de la técnica puntillista. entre 1918 y 1919, se encuentran de paso en Caracas dos impresionistas: Samys Mützner y Emilio Boggio. Por otra parte, Reverón y Monasterios, que han estado en España largo tiempo, traerán a Venezuela la influencia de Zuloaga, Sorolla y Regoyos.

La segunda etapa corresponde a la afirmación y madurez y está marcada, en un comienzo, por la huella que dejaron en la pintura venezolana Samys Mützner, Nicolás Ferdinandov y Emilio Boggio; concluye a finales de la década del 20. Desde el punto de vista de su aportación al arte venezolano los años comprendidos del 20 al 30 fueron los más significativos en la historia del Círculo de Bellas Artes. Los siguientes se refieren más que a la historia del Círculo, a la evolución trazada por la obra de sus principales representantes, en un sentido personal.

Una de las premisas del Círculo de Bellas Artes fue el rechazo de las técnicas y motivaciones que habían prevalecido en la pintura venezolana de fines de siglo. De acuerdo con esto puede decirse que el Círculo respondió a un programa, si bien éste nunca fue tan bien definido en la teoría como en la práctica. Aún más: se careció de una teoría. El énfasis fue puesto en la pintura al aire libre y en todo lo que se derivó de la negación del realismo y la tendencia dominante de utilizar una paleta de tonos oscuros y grises, como la que se empleaba en el taller. Los jóvenes iban a valerse más libremente del color, y se trató de estudiar su empleo más adecuado con la experiencia a que se fue llegando en la observación directa de los tonos, luces, sombras y valores, tal como estos elementos se ofrecen en la naturaleza, y en la medida en que se trabaja al aire libre. Ellos implicó, como había sucedido en Francia, el desprecio de la literatura y la anécdota como fuentes de inspiración; tanto menos un artista se apoya en la anécdota cuanto más tiene que apelar a los recursos de la pintura misma. Al inclinarse a preferir una temática literaria o histórica, el realismo del siglo XIX desvió a la pintura del carácter profundamente visual que ella siempre tuvo, incluso en los tiempos en que los artistas se basaban en la anécdota y en los temas literarios. La corrupción de la lectura de un cuadro, y por lo tanto la corrupción del gusto artístico, en general, es un fenómeno que se acentuó en el mundo en las últimas décadas del siglo XIX. Algo parecido ocurrió en Caracas en relación con los cambios que tuvieron lugar en Francia y Europa con el impresionismo. Había que devolverle a la pintura su base sensorial, a costa de perder su elocuencia para cautivar al público, es decir, las razones mismas de éxito. Surgieron así, entre los pintores de Caracas, los temas anónimos en los cuales se encontró ahora un pretexto para hacer del cuadro nada más que un cuadro; éste no sería en adelante una referencia topográfica que enmarca un hecho extraído caprichosamente de la Biblia o de la historia; la pintura recobró su soberanía, Y en la misma medida, queriendo que fuese solamente pintura, sin renunciar a la naturaleza que se observó ahora con mayor atención que antes, con el cuidado extremo que nunca sa había puesto en ella, el pintor lentamente se aprestó a modificar los datos de la realidad para llevarlos a la pintura con el propósito de ser más fiel a las exigencias de su propia expresividad.
El colorido se usó a partir de la lección de los impresionistas y postimpresionistas, sin acudirse a fórmulas ni recetas, sino volviéndolo obediente a lo que cada pintor buscaba individualmente a partir de la observación directa de la naturaleza, en la que con facilidad podían comprobarse los problemas ya estudiados por los impresionistas: la coloración de las sombras y la impresión de avivamientos de los colores por efecto de la yuxtaposición de los complementarios, la mezcla óptima que se obtenía en la retina por división del color en la tela, preferiblemente a la mezcla de los colores en la paleta, etc. El paisaje del trópico fue en definitiva el gran maestro.

Aunque en un comienzo algunos integrantes del Círculo habían dedicado sus esfuerzos al retrato y la pintura de género, como M. Cabré y F. Brandt; aunque la naturaleza muerta siguió siendo para pintores como M. Castillo y Brandt mismo un tema de incansables elaboraciones, hay que decir que fue el paisaje la temática que mejor definió la orientación principal de los pintores del Círculo de Bellas Artes.

Dentro del paisaje podemos estudiar dos fases que corresponden cronológicamente a las etapas de formación y madurez de los pintores del Círculo. En la primera fase se advierte entre los paisajistas que trabajaban preferiblemente sobre motivos del valle de Caracas una tendencia a hacer énfasis en el problema específico del color por sobre la identidad del motivo, y en la forma cómo la luz actúa sobre el paisaje. Este es un planteamiento más característico del expresionismo que del impresionismo, y gracias a él puede decirse que el artista se expresa a sí mismo efectivamente cuando elige un determinado aspecto de la realidad para establecer a través de la pintura un vínculo sentimental con él. Un ejemplo característico de esta primera manera son los paisajes y figuras de la época azul de Reverón, también los paisajes de Caracas pintados por Cabré antes de 1920: las pinturas sobre temas caraqueños que Brandt realizó entre 1914 y 1920 bajo la influencia de Mützner, e incluso las que pintó al final de su vida aproximándose al dramatismo de Van Gogh, tipifican una tendencia general de los artistas de este período a un expresionismo cromático que está lejos de plantearse radicalmente en los términos en que lo hicieron los grandes expresionistas del arte moderno. Pero oponemos esta tendencia a la que se inicia entre los pintores del Círculo, llegados éstos a su madurez cabal, a partir de los años treinta, por ser esta última tendencia mucho más fiel a la realidad tomada como motivo del cuadro y no como mero pretexto. Las obras de Manuel Cabré y Pedro Ángel González, máximos exponentes del paisaje del Ávila, son las que mejor caracterizan a la evolución final de las búsquedas del Círculo de Bella Artes en favor de la representación de la luz y de la atmósfera exactas del motivo captado. El fin es también aquí no representar a la naturaleza tal como es, sino servirse de un tema, que puede ser reconocido en el cuadro, para realizar una pintura que responda a sus propios e intrínsecos valores.

Es evidente que fue esta derivación naturalista del paisajismo del Círculo de Bellas Artes a la que Enrique Planchart quiso bautizar con el nombre de Escuela de Caracas. Por temperamento hubo pintores, cuyos nombres han sido asociados a esta Escuela, que se avienen en su estilo a exigencias más espontáneas o expresiones, como sucedió, por ejemplo, con Rafael Monasterios, en quien una mayor inocencia poética de la visión lo lleva a interesarse más en el colorido que en la representación, aunque se sirva de un motivo pintado al natural, con acuerdo a la manera cómo las formas del paisaje se organizan en profundidad, manteniendo en el cuadro la identidad plena del motivo y de la luz que se manifiesta a través del color. También Marcos Castillo apuntó en su estilo, sin renegar de la pintura al natural, hacia un cromatismo expresionista en el que interesa mucho más el tono afectivo comunicado a las formas y el color, que la belleza o la identidad en sí del objeto representado.

La obra de Federico Brandt fue una de las más influyentes del período que va de 1918 a 1930 en la pintura venezolana. Ella ofreció resoluciones originales en las que encontrarían apoyo para sus búsquedas personales, artistas de temperamentos tan opuestos como Rafael Monasterio, César Prieto y Marcos Castillo. Pintor culto, de gustos muy refinados visión intimista de las cosas, Brandt vivió apartado, consagrado modestamente a una obra que apenas si fue conocida en su tiempo por los amigos más cercanos del artista. Brandt, en cierta forma como Monsanto, pero más dotado de talento pictórico que éste, se colocó frente a su obra como un crítico demasiado lúcido para pretender mostrarse a sí mismo como un pintor profesional. Por esta razón decidió ganarse la vida en una actividad comercial que le permitirá dedicar las horas libres a su verdadera vocación, la pintura.

El recorrido cronológico de Brandt es el siguiente: 1896, alumno de Michelena, en Caracas. 1899, egresa de la Academia de Bellas Artes tras haber recibido el Premio de Pintura del concurso de fin de año. 1903, alumno de J. P. Laurens, en París; pinta en Brujas paisajes impresionistas; viaja hasta Holanda para ver la obra de rembrandt. 1905, continúa asistiendo a la Academia de Caracas, donde encuentra a monsanto. 1912-16: participa en las actividades del círculo de Bellas Artes, como uno de los miembros de éste. 1918-1932, realiza su obra más significativa.

Federico Brandt había sido estudiado hasta ahora como pintor moderno de obra intimista en la que se creía reconocer un parentesco con Vuillard y Bonnard; sin embargo, se había olvidado el entronque que su estilo nos ofrece con el siglo XIX y particularmente con la pintura de Michelena y de Cristóbal Rojas. Se puede ver la influencia de estos dos maestros en sus primeros autorretratos y pinturas de género, obras ejecutadas entre 1900 y 1910, que revelan la fase final del realismo de la Academia, con sus características armonías terrosas, ocres y marrones. Desde un comienzo, Brandt se había revelado como pintor de naturalezas muertas, género del cual constituye, junto a Marcos Castillo, el más importante exponente venezolano. En la naturaleza muerta, que tiene su origen en una tradición local fuertemente arraigada en la Academia -Rivero Sanabria, Rojas, J. J. Izquierdo, De las Casas, etc-, Brandt alcanzó hacia 1915 soluciones de tipo personal que determinarían la evolución general de su obra, a partir de este mismo año, cuando realizó también, valiéndose de una técnica de pinceladas menudas, sus primeros paisajes decididamente modernos, por el estilo de los que en la misma época ejecutaba Manuel Cabré. Brandt encontraría luego en Samys Mützner un estímulo muy importante para continuar una obra en la que, simultáneamente, asomaban varias direcciones. Fue hacia 1918 cuando su estilo aparece definido en los géneros en que Brandt iba a destacar en adelante y que de él a uno de los pintores venezolanos de temática más compleja y variada. En sus paisajes siguió la inclinación constructiva de su temperamento: compone por medio de planos definidos, valiéndose casi siempre de una ambientación arquitectónica, con preferencia por los motivos coloniales; los volumenes están demarcados por un contorno lineal y el ángulo de visión suele estar concentrado en aspectos muy íntimos: corrales, puertas, patios, callejuelas, desechando el paisaje de perspectiva panorámica que se hizo característico en la Escuela de Caracas. Había recibido la influencia de Van Gogh y de Cézanne; la de este pintor francés obró significativamente en la naturaleza muerta, género en el que Brandt trabajó intensamente a partir de 1922, alcanzando entre 1927 y 1932 el rigor y la síntesis que le permitieron afirmar definitivamente su convicción de la pintura como una realidad en sí misma, obediente a sus propias leyes. Esta misma comprobación puede como una realidad en sí misma, obediente a sus propias leyes. Esta misma comprobación puede apreciarse en sus cuadros de interior, que le han valido, en razón de su calidad plástica, fama de ser el más notable pintor intimista que produjo el siglo XX en Venezuela.

Samy Mützner nació en Rumania. Vivió en Venezuela entre 1916 y 1918. Después de haber pintado en la isla de Margarita, se radicó en Caracas, donde intimó con los pintores del Círculo de Bellas Artes, en un momento propicio, pleno de iniciativas ambiciosas, cuando la nueva generación de artistas estaba a punto de dar obra definitiva o perecer tragada por la mediocridad del medio; de allí que un impresionista estimable, como Mützner, podía con su obra y su presencia ayudar mucho en la orientación de búsquedas y ensayos que, por escaso conocimiento de la técnica impresionista, no lograban canalizarse, en algunos pintores que iban a recibir su influencia, hacia el estilo paisajístico al que tendían todos los experimentos importantes de la época. Mützner expuso 87 obras en el Club Venezuela, en 1918, obteniendo con ello un éxito de ventas y público sin precedentes hasta entonces, y que garantizaría para los nuevos artistas la aceptación de las corrientes consideradas más atrevidas. Mützner pintó numerosos aspectos de Venezuela, antes de abandonar el país, luego de una corta permanencia en Maracaibo; su manera llamativa, de ejecución libre y vivió colorido impresionista, policromo, cautivó a los caraqueños. Cuidó combinar en su obra el interés propiamente costumbrista de las escenas típicas que llevó a sus pequeños cuadros, con la novedosa técnica que manejaba con gran maestría, en provecho de lo que en aquella época, al ver su obra, la crítica juzgó como "un estilo decorativo".

Protagonista principal de la historia de Círculo de Bellas Artes, A. E. Monsanto, en opinión de los que le conocieron, fue además de pintor el crítico más oído de su tiempo. Había participado activamente en la creación del Círculo en la instalación de éste en el Teatro Calcaño y en "El Cajón de los Monos", en Paguita. En 1904 había ingresado a la Academia de Bellas Artes, donde encontraría a Brandt y, más tarde, a Reverón y Monasterios. En 1909 intervino en la huelga que se oponía a la designación de Herrera Toro como Director de la Academia, en la cual poco antes (1907) había obtenido uno de los premios de pintura que se otorgaban en el concurso de fin de año. El conocimiento de la historia del arte lo atrajo vivamente y a través del estudio de ésta en forma autodidácta llegó a alcanzar una sólida cultura en la que encontrarían apoyo principalmente sus compañeros de generación; porque, demasiado riguroso con su propia obra, sometida por él mismo al análisis y comparación con la de los modernos maestros europeos, Monsanto consideró que no debía seguir pintando. Esto ocurrió en 1925, año después del cual sólo ocacionalmente volvió a trabajar en alguno que otro cuadro. Su obra, menos numerosa, por supuesto, que la de sus compañeros de generación, fue mostrada en 1957 en la Sala de Exposiciones de la Fundación Mendoza. La significación de Monsanto puede medirse mejor en el campo de la pedagogía y de las ideas estéticas, que en el de su poco convincente trabajo pictórico, al cual él comprendió que debía renunciar. La dinámica de la evolución de los estilos, a través del tiempo, lo sedujo demasiado para poder escapar a la magia del análisis plástico, del cual fue el primero en Venezuela en hacer uso para explicar el arte moderno. Monsanto llegó a conocer en sus profundas implicaciones estilísticas e históricas, la obra de Cézanne, al cual divulgó entre sus alumnos de la Escuela de Artes Plásticas, cuya dirección desempeño desde 1936 hasta el año de su muerte. En el campo del análisis de la pintura moderna, aplicado a la enseñanza en las escuelas de arte para la formación de pintores, puede decirse sin equivocación que la obra de Monsanto no solo na ha sido superada, sino que tampoco encontró continuadores de su talento.

Nacido en Barcelona (España) en 1890, Manuel Cabré vino de pocos años al país, traído por su padre, el escultor Ángel Cabré y Magriñá, quien estaba encargado, desde los tiempos de Joaquín Crespo, de la cátedra de escultura en la Academia de Bellas Artes. En este instituto fue inscrito a los 8 años de edad. Desde un principio manifestó, Cabré, un instinto constructivo que se trasluce en la solidez de sus retratos de la primera época, realizados entes de 1915. A partir de este año pinta sus primeros paisajes del Ávila, con una visión de artista moderno imbuido ya de los conceptos del impresionismo y postimpresionismo. El Ávila sería a la larga el gran tema de la pintura de Cabré. Ya lo había anunciado Leoncio Martínez cuando, en 1915: "Desde hace unos dos o tres años, el Ávila es para Cabré sus amores, y ha llegado a poseerlo". Antes de llegar Boggio a Venezuela, en 1919, Manuel Cabré había realizado obra importante dentro del paisaje y su concepción plástica apuntaba hacia una síntesis arquitectónica del color y los volúmenes definidos en la distancia y fuertemente caracterizados con planos audaces en los primeros términos, con tendencia a la indicación de edificaciones o zonas urbanizadas. De modo que pudo exponer en Caracas sus obras para, siguiendo los consejos de Boggio, dirigirse inmediatamente a París, en donde residió hasta 1930. La obra francesa de Cabré es la menos conocida en su carrera. En ella se reafirma por un lado la inclinación constructiva ya señalada en sus primeros trabajos de carácter realista, en los que había sido influido por Herrera Toro; existen en obras de este período francés referencias a un cubismo arquitectónico asociado, probablemente, a las ideas de André Lhote, quien propugnaba un nuevo realismo a partir de las adquisiciones del cubismo. Pero también se encuentran obras de marcada orientación impresionista en las que podría observarse el interés que despertaba entre los jóvenes artistas, las últimas obras de Monet. A su regreso, Cabré expuso en el club Venezuela, en 1931. Al radicarse nuevamente en Caracas, su pintura iba a conocer una neta definición técnica y formal: el paisaje avileño apareció entonces en toda la monumentalidad que los ilustradores del XIX se habían esforzado en captar.

En un sentido técnico, es posible hallar, en el paisaje de Cabré, un parentesco con el método de Cézanne, en lo concerniente al papel atribuido al color en la construcción de las formas y en la solución de la estructura de la composición, movida y quieta a la vez, en equilibrio tenso. Sin embargo, la misión de Cabré es la de un naturalista cautivado por la profundidad y la extensión, con las que sabe jugar, distribuyendo el interés del cuadro, con instinto barroco, en numerosos planos, pliegues y zonas de diferente intensidad y colorido y fuerte atractivo visual. Podría decirse con Cézanne, invirtiendo la frase: Cabré es un ojo que cuida la apariencia tanto como la estructura en función de una verdad topográfica, testimonial antes que confesional, clásica por su sobrecogedora serenidad, llena de encanto eglógico en sus grandes paisajes del Avila. Con el tiempo, la crítica encontrará, en Manuel Cabré, al único paisajista que, por la majestuosidad de su visión, puede ser comparado con el mexicano José María Velasco.

Nicolás Ferdinandov llegó a Venezuela en 1916, estableciéndose en la isla de Margarita, de donde pasó a Caracas, una ciudad que para la época, de acuerdo con la descripción de Fernando Paz Castillo, "esta rodeada de haciendas de café, de sembrados de caña de azúcar y de rústicos del valle de Caracas, dentro de sus cuatro alcabalas, alegres y pintorescas; era una pequeña villa de ambiente andaluz, muy acogedora en su sencillez ciudadana y un poco rural". Aquí conoció Ferdinandov a Rafael Monasterios, con quien trabajó en Margarita, y a Reverón sobre quien ejercería decisiva influencia, contribuyendo a revelar el aspecto mágico de su personalidad. Ferdinandov murió en 1925, a los 39 años de edad. Realizó su obra de pintor mientras se desempeñaba como decorador, diseñador de muebles y de joyas y promotor de exposiciones. Puede ser considerado como el artista más característico del Art Nouveau que haya trabajado en Venezuela; su tendencia simbolista, con cierta influencia de Steiner y Klindt, lo inclinaba también a la búsqueda del misterio tanto como a las refinadas estilizaciones de sus cuadros invariablemente pintados con guache, y así lo vemos empeñado en captar los grados más sutiles de los azules de la naturaleza, la noche, el mar, el cielo, de todo lo cual dejó muestra en una breve pero importante obra realizada en un significativo momento del arte venezolano.

Aunque se inició algo tarde en el estudio de la pintura, Rafael Monasterios llegó a ser uno de los paisajista más característicos de la Escuela de Caracas; una especie de instinto pictórico, que sólo poseen los primitivos, lo llevaría a encontrar un estilo poético y personal sin necesidad de someterse a un estudio demasiado riguroso ni a formaciones teóricas que conducían a la autocrítica y en que fácilmente se caía en la época. Monasterios fue directamente a su obra, trabajando el paisaje de manera espontánea y viajando incansablemente por todo el país, por pura necesidad física. Inscrito en la Academia de Bellas Artes en el curso de 1908, supo renunciar a ésta dos años después para dirigirse a España e inscribirse en la Escuela de Artes y Oficios de Barcelona; en España permaneció hasta 1914. De regreso en Caracas, ingresó al Círculo de Bellas Artes, iniciando desde entonces su vida trashumante, especialmente por los pueblos de su región nativa, el Estado Lara; en 1919 pintó en la isla de Margarita; en 1928 volvió a España por breve tiempo; en 1937 fundó la Escuela de Artes Plásticas de Barquisimeto, emprendiendo luego una larga gira por los estados andinos. 

Después de una primera época en que su obra se resintió de las influencias naturales que operaban en el medio, Monasterios orientó su búsqueda en el paisaje empleando una técnica de pinceladas que hacía contrastar con amplios planos de color; técnica usual por la época entre los pintores de su generación. Hacia 1930 trabajaba la naturaleza muerta e intensificaba el colorido de sus paisajes bajo la influencia de Federico Brandt. Esta época fue decisiva para la depuración a que llegó en su obra. Monasterios encontró una poética en el encanto del medio rural y en los paisajes iluminados del valle de Caracas, derivando en su arte hacia una inocencia de la visión diferente de las preocupaciones luminosas (de gran objetividad) que siguieron otros pintores como Cabré; su obra fue así una de las de mayor belleza y calidad testimonial que sobre el paisaje venezolano, en el más amplio sentido geográfico y plástico, haya realizado pintor alguno.
Como Monasterios, César Prieto poseía una rara sensibilidad de primitivo que le hizo posible descubrir espontáneamente lo que otros encontraban a través de arduos estudios. Fue así como César Prieto, quien había ayudado a Reverón en sus primeros tiempos, descubrió en la técnica puntillista (posiblemente estudiada en ilustraciones de libros y revistas pues hasta 1950 no viajó a Europa) un estilo de exacta adecuación a los valores y armonías que se observan en el paisaje luminoso. Como Brandt, que lo ayudó mucho a lograr su estilo, César Prieto reveló en su madurez una inclinación constructiva que iba a encontrar cause en el paisaje arquitectónico, resuelto con pulcritud y solidez clara en los mejores momentos de su obra. Se anticipó a Reverón en el problema de la vibración luminosa de la materia aplicada a la composición de cuadros de atmósferas completamente blancas, en los que el color está fragmentado y potencialmente dado en estado puro "como el oxígeno naciente". Lamentablemente Prieto se inclinó a una vida de silencio, de retiros y ocultamientos, de vagar por sus tierras nativas, lo que privó a su obra de mejor fortuna.

El éxito de varios artistas se debió no sólo a la perseverancia sino también al estímulo que hallaron. En este sentido debemos convenir en que muchos pintores perseverantes que se habían formado a partir de 1887 en la Academia de Bellas Artes, desfallecieron a la larga por haberles sido el medio y las circunstancias históricas demasiado hostiles. El artista venezolano -con excepción del que vivió en los años del Guzmancismo- no llegó a obtener verdadero reconocimiento y éxito económico sino después de 1940. Todos los tiempos anteriores, incluídos los que van de 1920 a 1930, especialmente, fueron heroicos. Pero es obvio que dentro de este gran abandono, de esta miseria, hubo períodos relativamente afortunados en que los artistas encontraron -si no reconocimiento de la sociedad- estímulos en la solidaridad mutua engendrada por los grupos, en la similitud de las búsquedas y en la emulación de los mejores ejemplos; esta fue una de las lecciones de la obra del Círculo de Bellas Artes. Pero no todos los artistas que participaron en las actividades de esta agrupación tuvieron la misma suerte. Hemos visto que entre los miembros de la sección de pintura y escultura se hallaban inscritos los nombres de muchos artistas que con frecuencia son citados en los recuentos de arte venezolano, pero que no alcanzaron notoriedad ni dejaron obra numerosa o significativa. Nos ocuparemos, de pasada, de los más importantes de ellos.

J. J. Izquierdo fue alumno predilecto de Herrera Toro y se consagró a la pintura de flores, no sin gracia y buen oficio en el que revelaba una tendencia general de los artistas de fines de siglo a preferir este tipo de naturaleza muerta. Ocasionalmente pintó escenas al aire libre, vistosas y de vivo colorido.

Pedro Zerpa se había inscrito en la Academia al inaugurarse ésta en 1887, y en 1902 lo encontramos participando en la creación del Círculo de Bella Artes. De escasa obra, Zerpa explotó el paisaje con figura humana, de factura ambiciosa y esmerada, y empaste denso que recuerda a ciertas obras de Boggio anteriores a 1900; salido del taller de Herrera Toro, con alguna influencia de Mauri, Zerpa es de los primeros paisajistas en hacer señalamientos de tipo impresionista en Venezuela. Compañero de Federico Brandt en la Academia, Francisco Valdez siguió en un comienzo el estilo realista de la pintura de Cristóbal Rojas, como puede apreciarse en su obra La Miseria (G.A.N.). Más tarde, con la fundación del Círculo de Bellas Artes, su nombre aparece como autor de varios paisajes en los que Enrique Planchart reconoció ciertas disposiciones innatas, que revelaban talento pictórico, truncadas sin embargo por la temprana muerte del artista.

Con más suete, Francisco Sánchez hubiera podido llegar a ser magnífico pintor. Ejecutó en la época de Círculo algunos retratos y paisajes de buena factura y solidez formal, que demostraban que Enrique Planchart no se había equivocado cuando, recordando las obras expuestas por Sánchez en los salones del Círculo de Bellas Artes, llamó la atención sobre este pintor fallecido en plena juventud durante la epidemia de gripe española. Con cierta tendencia al decorativismo, las obras de Victoriano de Vicente Gil, quien había estudiado en la Academia de Bellas Artes, ponen de manifiesto un conocimiento de la pintura impresionista que nos hace dispensar en ella su carácter un poco ilustrativo y simbólico, con algo de Art Nouveau. Marcelo Vidal había sido compañero de Reverón y Monasterios en la Academia y participó en la creación de Círculo de Bellas Artes. En los primeros tiempos, bajo la influencia del realismo, ejecutó una serie de paisajes sobre los alrededores de Caracas, en los que revelaba inclinación al empleo de gama de grises, pero luego, por la misma vía de sus compañeros del Círculo, comenzó a utilizar un color claro, a partir de 1920. Más tarde abandonaría la pintura para inventar, al final de su vida, un retorno, acerca del cual escribiera Enrique Planchart: "Vidal volvió a pintar con el mismo entusiasmo de los años juveniles y como si afanosamente quisiera recuperar el tiempo perdido, sin embargo las obras de esta última etapa adolecen, naturalmente, de cierta inseguridad de oficio, aunque traslucen su fina sensibilidad de paisajista".

Como Vidal, también Pedro Castellón y Pablo W. Hernández incursionaron en el paisaje bajo la influencia de sus maestros de la Academia, Álvarez García, Mauri y Herrera Toro. Fue muy corriente un género de paisaje de armonías terrosas cuyos motivos son, con frecuencia, tejerías, caballerizas y patios traseros de antiguas casas de tapia, obras frecuentemente reproducidas como ilustraciones en la revista El Cojo Ilustrado, y entre otros autores figuraban mencionados y F. Brandt, Monsanto, Vidal y otros. Las Chamiceras (recogedores de ramas y hojas secas para avivar fuego) es un motivo muy característico de la época, que encontramos en uno de los cuadros más conocidos de Pablo W. Hernández. La ambientación crepuscular se prestaba en estos temas de paisajes con figuras, a un tratamiento de la factura basado en una gama de marrones y sienas, con destellos amarillos y plateados para las sombras ligeramente iluminadas como se aprecia, por ejemplo, en el paisaje Sabana del Blanco, de Federico Brandt. Esta clase de pintura fue el testamento paisajístico de Herrera Toro.

Próspero Martínez, alumno de la Academia de Bellas Artes en 1908, tuvo destacada actuación en los primeros tiempos del Círculo de Bellas Artes, en cuya creación participó para desaparecer un poco más tarde de la escena artística. Pasó mucho tiempo antes de que Martínez diera a conocer nuevamente su obra. En 1960, viviendo en un pueblecito del Estado Miranda (Carrizales) se dedicaba a realizar paisajes de la región del Tuy no desprovistos de delicadeza poética y de un encanto muy subjetivo en la interpretación de la naturaleza que ya Enrique Planchart había elogiado en la personalísima creación de este maestro.

Armando Reverón: Creador de la luz. La obra de Armando Reverón es una de la más extrañas y apasionantes realizadas por pintor venezolano alguno. En ella el paisaje naturalista desaparece destruído por el fuego solar que incendia las playas del litoral donde vivió el artista, y de este modo, transfigurado ese paisaje lleno de colorido y exactitud topográfico en la pintura de Manuel Cabré, alcanza la abstracción, convertido en espíritu de la materia, en Reverón mismo.

Reverón, nació en Caracas, en 1889. Su infancia transcurrió en Valencia (Venezuela); en 1908 fue inscrito en la Academia de Bellas Artes de Caracas. Poco antes de egresar de ésta, en 1910, figuraba como alumno de Herrera Toro en clase de paisaje; en 1911 viajó a España y se inscribió en la Escuela de Artes y Oficios de Barcelona. Al año siguiente viajó por el resto de España, trasladándose luego a Madrid para inscribirse en la Academia San Fernando, donde estudió de 1912 a 1913. Regresó a Venezuela al año siguiente. Manifestaba entonces gran admiración por la vida, la cultura y la pintura españolas. Velázquez, Goya y Zuloaga eran sus dioses. No debe sorprender que a todo lo largo de su producción sea posible percibir, en cierta forma, la huella de estos artistas.

A su retorno a Caracas, Reverón participó en las actividades del Círculo de Bellas Artes, donde encontró a sus compañeros de Academia: Cabré, Vidal y Monsanto. En 1918, trabajando en lo que se ha llamado su "época azul", trabó amistad con Nicolás Ferdinandov, quien ejercería gran influencia personal en su carrera. En 1919, luego de haber visto la obra de Boggio expuesta ese mismo año en Caracas, inició una manera impresionista mientras pintaba al lado de sus compañeros en el litoral guaireño. En 1921 se fue a vivir a Macuto, donde más tarde construyó una casa de piedra, con forma de fortificación, en la cual residió por el resto de su vida, cada vez más aislado, a partir de 1930, de sus semejantes. Reverón expuso individualmente en el Ateneo de Caracas (1932), en el Centro Venezolano Americano (1951) y en el Taller Libre de Arte (1948), aunque no intervino personalmente en la organización de ninguna de esas muestras. Obtuvo el Premio Nacional de Pintura en 1953, el mismo año en que fuera internado por segunda vez en la clínica psiquiátrica del Dr. José Báez Finol. El 17 de septiembre de 1954 falleció en esta misma clínica. Al año siguiente se llevó a cabo en el Museo de Bellas Artes una gran retrospectiva de su obra.
Para su estudió, los críticos convienen en dividir la producción de Reverón en cuatro períodos, atendiendo a los materiales y el colorido empleado en su obra.

1.- Epoca Azul. De influencia española en un comienzo -1912-1918-, luego deja traducir rasgos de las maneras características de Ferdinandov y Boggio, combinadas de modo muy personal en un grupo de obras realizadas entre 1919 y 1921. El colorido tiende a la monocromía, en base a un dominante azul que, junto con la estilización en arabescos de la vegetación, le fue sugerida por el estilo de Ferdinandov. El comportamiento extravagante de este pintor ruso, inclinado al humorismo y a la soledad, obró decididamente en la conducta que seguiría Reverón a partir de 1922.

2.- Epoca Blanca. Se inicia más o menos hacia 1923 y se caracteriza por una transición formal y por un cambio técnico trascendentales en su obra: la adopción del temple y las pinturas con base de cola -pigmentos naturales y colorantes artificiales- que el pintor mismo preparaba para conseguir planos amplios, rápidamente ejecutados. Motivos más luminosos y atmosféricos, con tendencia a la simplificación, manteniendo el interés en formas esquemáticas, casi reducidas a signos, como una escritura en el espacio. El color tiende a ser sustituido por la materia y se destacan en el cuadro las notas violentas de blancos crudos que, a la postre, después de 1930, caracterizarán a la factura propiamente blanca, con ausencia casi total de color, de la mencionada época.

3.- Época Sepia. Etapa de transición, donde puede ubicarse una serie de obras pintadas después de 1940, caracterizadas por un gradual retorno al color y sobre todo por el empleo de una entonación terrosa. Si bien Reverón continúa trabajando del natural, se aprecia sin embargo, cierta tendencia a sugerir elementos fantásticos, bien sea en los ambientes con figuras para las cuales comienza a usar a sus muñecas como modelos, o bien sea en la sugestión de atmósferas extrañas, de gran espiritualidad, en el paisaje. Entronca directamente con la época que sigue, que es una época fundamentalmente figurativa.

4.- Período Expresionista. Retorno al color, aunque manteniendo la fragmentación impresionista y el interés por la materia; empleo del pastel, carboncillo, lápices de color y pigmentos combinados para trabajar en el taller o al aire libre, tomando como modelos a su mujer (Juanita) o a las muñecas de trapo (que él mismo realizaba) en poses de bailarinas. Es el período de los autorretratos; las marinas son muy escasas y llegan a desaparecer al final de esta etapa. Se intensifican, en cambio, los rasgos expresionistas de la figuración, a la vez que aparecen los contrastes acusados entre planos oscuros e iluminados.

La pasión por la vida se tradujo en Reverón en una obra de rango universal. Su exploración del misterio de la luz está orientada a mostrarnos el aspecto cambiante de la realidad, con los medios más libres y una seguridad que comunica a su obra indiscutible actualidad (Reverón anuncia la pintura gestual). Su concepción de que el hombre se debe destruir a sí mismo a tiempo que realiza su obra, para restituirse a los valores indestructibles de la materia, nos pone en la pista de su obra excepcional. Y es que existencias como la de Reverón necesitan para expresarse, más que de la obra misma, del sacrificio de sus vidas. Son los grandes idealistas los que menos pueden escapar a la abrumante presencia de sus propios dramas. He aquí por qué artistas como Van Gogh, Soutine o Reverón, se consumen en un ideal que implica mucho más que el oficio de pintor, con el cual no se satisfacen. También como los de Van Gogh, los paisajes de Reverón son personajes autobiográficos.

Reverón es con seguridad el único artista del Círculo de Bellas Artes que ha conquistado la adhesión incondicional de todo el medio artístico venezolano. Desde luego, esta adhesión se produjo paralelamente a un reconocimiento que sólo se le otorgó después de muerto. Que sea así, es lógico: no porque su obra se haya conocido póstumamente, sino porque en Venezuela la fama es un artículo de fe en el cual se cree, si la obra tiene calidad, a partir del momento en que su creador deja de existir. Desdeñada en vida del autor, la obra de Reverón necesitó ser incorporada al más firme mercado de valores para que entonces se pudiera comenzar a descubrir que como hombre Reverón era digno, no de lástima como antes lo fuera, sino de admiración. En parte la leyenda, si no reforzó el poder de convicción de su obra, por lo menos sirvió de señuelo para darla a conocer. He aquí al único pintor venezolano - si exceptuamos quizás a Cristóbal Rojas- cuya vida es ta intensa como su obra misma. Porque aquí la existencia, rica en lucidez y drama, encarna en la pintura y hace un todo indestructible con ella de modo que ambas se complementan recíprocamente. Este hombre que vivió la más cerca posible de la luz, a corta distancia de la furia del mar, persiguió la expresión del misterio de las cosas como algo con lo cual, pintándolo, debía consistanciarse plenamente, y terminó él mismo por enloquecer. Reverón es el artista cenestésico por excelencia; siente con sus vísceras la realidad ambiente, trastocada en el cuadro, convertida así en una especie de piel, en un tacto uniforme en el que se oyen los golpes de la claridad que repercute con las pulsaciones de su corazón. Esta realidad que se compone de una sola substancia, en donde lo físico y lo espiritual se fusionan constituyendo una materia única en la que todo, tanto los seres como las cosas más inanimadas, el paisaje y el hombre, son absorbidos; una estructura viva en la cual las formas muestran su vaga apariencia detrás de la cual pretenden ser eternas.

La concepción del mundo como algo animado, total e indivisible le exige a Reverón un método que consiste en verse a sí mismo como un ser anónimo, integrado a ese mundo y excluido de él para poder interpretarlo mediante el desencadenamiento de un impulso telúrico, sutil y misterioso. La manera de pintar se reviste, por lo tanto, de un carácter mágico, ritual. Ya no se trata de acatar el dictado de una necesidad a la cual el oficio aprendido o la maestría son capaces de responder para representar la realidad, sino de asumir un gesto omnímodo frente al acto de pintar; gracias a este gesto la pintura se reinventa a sí misma. Una voluntad que quiere ser ella misma, sin el concurso de la civilización, necesita no sólo crear su propio mundo en términos materiales, sino también que el artista portador de ese mundo se encierre dentro de él para adueñarse del reino de sus sombras, fantasmas y sueños. Es el mundo de la fábula creado por él para que le sirviera de escenario en le cual hace mutis escapándose del público y a la vez burlándose de éste. Mundo de ficción en el que sólo bastaba creer profundamente con la convicción irracional que Reverón mantuvo hasta su muerte, y creer en ese mundo para que en adelante no fuese ficción, sino locura. Su acción pictórica y corresponde a esa actitud de asumir la pintura como formando parte de la naturaleza, en una sola corriente de materia y la luz en la que el artista mismo estaba sumergido. Es una acción diferente a todas las conocidas, porque la gestualización de Reverón está precedida de un ceremonial cuya capacidad de conjuro y exorcismo queda demostrada por el clima misterioso alcanzado en la obra pintada; un ritual acompañado de gestos, aproximaciones alejamientos, que a despecho de su aparente teatralidad, tienen un valor absolutamente plástico, puesto que esos gestos constituyen, en su totalidad de rito, una técnica de pintar, la más insólita del mundo. Concebido así, el cuadro se acerca en su desarrollo a esa pura perceptibilidad de la cosa misma intemporal, que quería Cézanne, y a la que Reverón comunica un carácter fiero, salvaje.

Por esta vía nos encontramos ante un artista contemporáneo, en contradicción con los temas de su pintura y con su formación naturalista, gracias a esa técnica que es de índole revulsiva y que, por lo mismo, constituye un acto de rebeldía. En cuanto a su técnica, consiste en una acción que, como lo reconoce Miguel G. Arroyo, anuncia la gestualización de la pintura informal. Y no sólo esta: considerando el efecto mismo de una pintura de Reverón, observando que en ella la materia revista igual importancia que su tratamiento en el cuadro, podemos hablar de un parentesco mucho más profundo con el informalismo, puesto que las figuras y el paisaje van a integrarse en las formas y éstas a desintegrarse en esa materia áspera y terrosa que para Reverón, utilizando su propia expresión, en "un alma". La materia es principio y fin de la realidad, incluida en ésta al hombre mismo y a su creador.

Nacido en Caracas en 1887, Carlos Otero fue compañero de estudios de Cabré y Monsanto en la Academia, y tuvo un rol destacado en la huelga de 1909 contra Herrera Toro; sin embargo, de acuerdo con L.A. López Méndez, Otero "no perteneció propiamente al Círculo". Habiendo ganado el concurso de la Academia en 1907, viajó a Francia donde continuó estudios y residió por largo tiempo. En París, Otero continuó la tradición de seguir la disciplina impartida en las academias francesas, a que se sometían voluntariamente casi todos los artistas venezolanos que llegaban a París, y como tal realizó para el Salón Oficial obras de género que como Barrio Latino (Colección Galería de Arte Nacional) denotaban cierta intención de acercarse al mundo de los personajes de Toulouse Lautrec. Otero residió en Buenos Aires. Junto a aquella manera cultivó también el paisaje, dentro de las formulaciones de la Escuela de Caracas en la cual es considerado como uno de sus representantes contemporáneos.

Aunque no formó parte del Círculo de Bella Artes, Tito Salas perteneció por edad a la Generación de Monsanto, Cabré, Reverón, Monasterios. Nacido en Caracas en 1887, estaría llamado a prolongar la tendencia época que en nuestro país iniciaran Lovera y Tovar y Tovar. Pero Salas fue más que todo un realista, en cuyo estilo revivío la pintura de género aplicada a cuadros de costumbres como los que ejecutara en París entre 1907 y 1913 bajo la influencia de su maestro de la Academia Julian, Lucien Simon y de los llamados pintores de la "banda negra", que habían logrado destacarse en el Salón. También como éstos Salas buscó sus temas entre las primitivas costumbres de los campesinos de Bretaña y España, y las cuales reflejó en un grupo de grandes lienzos a que dio comienzo con su obra premiada en el Salón Oficial con el título de La San Genaro, y que data de 1907, obra en la cual A. Boulton reconoce al "primer testimonio, en nuestra pintura, del tratamiento de la figura humana a partir de un nuevo concepto estilístico", Según Boulton "Salas es el primer venezolano que visualiza la naturaleza de manera moderna". La influencia española también dejó huellas en el período formativo de Salas. Es una influencia que sigue pesando a lo largo de toda su obra, y que se manifiesta en la tendencia del artista a apoyarse en soluciones costumbristas, de un carácter ilustrativo, y en un colorido en el cual Enrique Planchart veía "a un continuador del movimiento europeizante". Mariano Picón Salas hizo la misma observación cuando, en 1940, escribió sobre Salas: "cierto pintoresquismo español, su propia facilidad narrativa, su tendencia a considerar el arte más como impresión que como forma, no han permitido, sin duda, que el pródigo talento de Tito Salas se realice en la más perdurable calidad. Frente al arte de los antiguos pintores venezolanos, a la grave honradez de un Tovar y Tovar, al clasicismo lineal de Michelena, al patetismo atormentado de un Cristóbal Rojas.

A partir de 1911, cuando dio término por encargo oficial al Tríptico de Bolívar, Salas se inició como pintor histórico, y dos años más tarde empezó la decoración de la Casa Natal del Libertador; a esta obra siguieron los murales del Panteón Nacional, que había sido reinaugurado en 1933 y cuya decoración Salas concluyó en 1942. Se hace evidente que la obra más apreciada, o por lo menos la más numerosa, de Tito Salas corresponde al género histórico. Y dentro de ésta destacan sus pinturas de carácter alegórico de la epopeya bolivariana y sus cuadros de costumbres coloniales o que tienen como tema episodios de la vida del Libertador, y que se encuentran en instituciones de Caracas, como el Banco de Venezuela y La Casa Natal de Bolívar. En ambas tendencias, tanto en lo alegórico como en lo costumbrista, prevalece la habilidad y la destreza que en este pintor conduce a un realismo epidérmico, de soluciones efectistas pero eficaces en su intención de conmover por un primer impacto, gracias a un uso desenfadado del color que, salvo en contadas excepciones, no toca la estructura profunda del cuadro.

Este facilismo, advertido ya por Picón Salas, resta valor a la pintura histórica de Salas para resistir un paragón con el serio y metódico esfuerzo cumplido en este género por Tovar y Tovar, con quien se ha querido comparar a Salas. Se podría decir que Tovar representa a la historia mientras que Salas la ilustra. Aquel es un historiador; éste, un cronista.

Pero aún resta aquellas producciones de la Juventud de Tito que a nuestro juicio, fundan su aporte más culminante. Nos referimos a sus paisajes anteriores a 1906 donde, trabajando en Caracas dentro de la tradición de sus maestros de la Academia, Salas hace en el tratamiento de la luz hallazgos importantes para definir la estética del airelrirismo de los años siguientes, si bien en necesario convenir con Enrique Planchart, en lo que concierne a la evolución de Salas después de 1910, que él "no se ha visto obligado a enfrentarse con los problemas propios de nuestro ambiente lumínico, sino que ha seguido empleando, sin variación notable, casi la misma técnica y hasta el mismo sentido de la luz y del color que se formó durante su permanencia en talleres europeos". Pero el núcleo más significativo de su obra nos remite al ambicioso período que va desde 1906 y 1911, en el cual se ubican sus composiciones basadas en rústicos temas de Bretaña y España, y que corresponden a esa etapa formativa en que Salas trabajó bajo la influencia de los pintores de la "Banda Negra" (Lucien Simón, su maestro, en particular).

El Círculo de Bellas Artes iba a hallar resonancia en una segunda generación de paisajistas, que proyectaría la obra de aquél, ampliando el horizonte de sus búsquedas y haciendo el hallazgo de nuevos enfoques en la interpretación del motivo vernáculo, que se impuso definitivamente en la pintura venezolana. En esta segunda generación pueden ser ubicados: Marcos Castillo, Pedro Angel González, Rafael Ramón González, Luis Alfredo López Méndez, Francisco Fernández, Cruz Alvarez Sales, Antonio Alcantara, Elisa Elvira Zuloaga, Tomás Golding, entre otros. No todos los mencionados estuvieron directamente vinculados a las actividades del Círculo, aunque casi todos pasaron por la Academia de Bellas Artes. Pero es evidente que un planteamiento idéntico, respecto al tema nacional tratado de manera francamente visual, sin literatura, relacionada estilísticamente a todos los nombrados no sólo con los fundadores del Círculo de Bellas Artes, de cuya enseñanza aquellos iban a nutrirse.

Enrique Planchart, siempre atinado cuando enjuicia a su época, creó el término "Escuela de Caracas" cada vez que se refería a esta generación de paisajistas. En realidad aludía con este término no al hecho de que casi todos se hubiesen formado en Caracas, sino al tema que en adelante fue el más común de la pintura venezolana: el valle del Avila. Desde 1898, Tovar y Tovar y De Las Casas habían ensayado captar la escala luminosa del valle en paisajes y perspectivas dilatadas que tenían por fondo la imponente silueta del Avila.

Bellerman intentó hacer lo mismo, sin abrigar un propósito, estético, a mediados del siglo XIX. Pero es sólo a partir de 1915 cuando las búsquedas originales del grupo de pintores del Círculo fueron orientadas con preferencia a este tema de Caracas que alcanzaría en la obra de Cabré y Pedro Ángel González un desarrollo monumental.

Por derivación, el término Escuela de Caracas comenzó a utilizarse para designar con él a todos los artistas en cuyas obras se habían tipificado las características de estilo paisajista, así trabajaran, como Monasterios, Orozco, Las Madrid, Castor Vázquez, o Arístides Arena, en la provincia.

En su generación, Marcos Castillo fue uno de los pintores de temperamento poético y aquel cuya obra puede asociarse más fácilmente con los valores universales de la pintura, por la cual libertad con que se enfrentó a la expresión de su visión de la realidad sin quedar atado a las convenciones de la representación o a la rigidez de una técnica pre elaborada. Fue uno de los pintores de la época que dejó obra más numerosa en todos los géneros. En este sentido, Castillo fue un gran individualista y su estilo se aparta de toda fórmula para responder con su obra a esa necesidad del pintor contemporáneo que lo hace expresar la naturaleza más como un sentimiento de lo que la une a ella que como imagen reflejada. Ninguno fue más visual, más atento a la observación de los valores y el color local es para traducirlos plásticamente, sin esfuerzo, en la tela. En tanto que estudiosos de la correspondencia entre pintura y realidad, Castillo se reveló como un artista riguroso, espíritu constructivo, por la vía de Paul Cézanne, a quien admiraba por encima de todos; así, muchos cuadros suyos están resueltos como estructuras sólidas que construyen realizaciones en sí mismas, en donde se cumplen estrictas leyes de organización interna de la obra como tal, y la percepción es dinámica. Pero en tanto que artista intuitivo, dominado por la necesidad interior de expresarse, incluso pasando por encima de la realidad, aparece como un artista en la vía de Matisse, sutil y sensualmente decorativo, informal y espontáneo hasta conseguir la ligereza volátil de la simple impresión o de la mancha cromática. Castillo, que había estudiado cuidadosamente la obra de Cristóbal Rojas, abortó con espíritu atrevido todos los géneros, incluido el retrato realista, pero fue particularmente en la naturaleza muerta donde obtuvo mejores resultados; por eso puede ser considerado como él último gran representante de una tradición en la que habían trabajado destacados pintores como el propio Cristóbal Rojas, Rivero Sanabria y Federico Brandt.

Natural de la Isla de Margarita, Pedro Ángel González ha desarrollado todo un código de la representación de las formas del paisaje tomando como objeto motivos del valle de Caracas, que trata pintando directamente en el campo, interesado por la síntesis y la luminosidad. En un comienzo González se identificó con Cabré en la elección de los temas caraqueños que mejor caracterizarían a su producción. Ha conseguido la impresión de solidez de las formas a la par que la atmósfera luminosa exacta valiéndose de gamas de valores muy ajustados a un tipo de visualización a distancia, con exclusión en su paleta de los negros para las sombras; todo lo cual pone de manifiesto una maestría largamente ejercida y un adiestramiento singular del ojo para revelar el plano general y el detalle de cada zona del cuadro con una técnica derivada del tratamiento abocetado que encontramos por primera vez en los impresionistas.

Pero González no sólo es un pintor sino también un artista lúcido para la comprensión de la obra de arte, y su actividad crítica en este sentido ha estado inteligentemente orientada a la historia de los salones oficiales en los cuales le ha tocado juzgar la obra de las nuevas promociones, en su calidad de miembro de la Junta de Conservación y Fomento del Museo de Bellas Artes y como integrante de los jurados de los diversos Salones que se celebran en el país. Alumno de la Academia de Bellas Artes, donde fue inscrito en 1914, hizo contacto en 1912 con los pintores del Círculo de Bellas Artes, y en particular con A. E. Monsanto quien influyó en la decisión tomada por González, en 1926 de abandonar la pintura, y la cual mantuvo hasta 1936, a raíz de haber sido llamado para practicar en la reforma de la Escuela de Artes Plásticas. "A partir del 36 -confesó luego Pedro Ángel González- comencé a pintar con un criterio formado. Empecé haciendo una obra más sincera, sin las grandes preocupaciones que mueven a los pintores a hacer una obra que sea nueva". En cuanto a la técnica empleada, el propio González reveló lo siguiente: "El problema no es lo que se busca, sino lo que se logra. Mi pintura ha evolucionado espontáneamente hacia una mayor luminosidad en el cuadro y la depuración de las formas. La luz es mi problema fundamental. Si el paisaje que empezó a pintar con buen sol, de pronto se nubla, nada puedo agregar a mi pintura, vuelvo al día siguiente".

Un poco mayor es Rafael Ramón González, nacido en 1894 en Araure, y quien vino a Caracas por primera vez en 1909 para inscribirse en la Academia de Bellas Artes. En 1920 Rafael Monasterios influyó en su decisión de consagrarse a la pintura. Reformada la Escuela de Artes Plásticas en 1936, fue llamado por Monsanto para regentar la clase de paisaje que dirigió ininterrumpidamente hasta 1965. En la evolución del paisaje venezolano cabe a Rafael Ramón González un papel muy personal. Su obra, variada y numerosa, carece de la objetividad de la de Pedro Ángel González y del lirismo ingenuo de un Monasterios, pero hay diversidad de motivaciones que la de cualquier otro pintor de su generación, exceptuando a Marcos Castillo y López Méndez.
Esta diversidad no se ve constreñida al paisaje que Rafael Ramón trata al aire libre, sino que comprende también en su temática figuras, escenas alegóricas, motivos de naturaleza folklórica o anecdótica, llevados al cuadro mediante una técnica que se caracteriza por su espontaneidad, próxima al arte popular. El tema social, extraño a la mayoría de los pintores del Círculo de Bellas Artes, tampoco le resulta ajeno y puede decirse que a diferencia de los paisajistas de la Escuela de Caracas, con la sola excepción de Alberto Egea López, Rafael Ramón González es el pintor de su generación de mayor raíz social.

Tomás Golding es, estilísticamente hablando, el más barroco de los paisajistas de la Escuela de Caracas, en la misma medida en que Cabré es el más clásico. Al regresar de la Academia en 1922 trabajó durante un tiempo al lado de Reverón en Macuto y La Guaira para consagrarse luego, pintando en diversas regiones del país, y sobre todo, en el Estado Miranda y en Caracas, al estilo de paisajes, ya definido formalmente en 1940, que en los últimos años hace de él a uno de los pintores de la Escuela de Caracas más solicitados. Seleccionando con preferencia las gamas del verde y los tonos rojos y parduzcos que en el cuadro dan la impresión de laderas y caminos agrestes y erosionados, Golding se interesó desde el primer momento por imprimir a las formas de paisaje un mayor dinamismo, preocupado por el movimiento y la luz, como si tuviera necesidad de animar los elementos del cuadro con un movimiento que descubrimos menos en la representación que en la existencia física del color. Un empaste nervioso da forma a la estructura del cuadro marcando los arabescos y remolinos de las masas de vegetación, que una brisa continua agita, siguiendo un ritmo de líneas ondulantes que dan al paisaje de Golding un aspecto muy característico.

La vía no fue siempre la de un nuevo naturalismo de las formas. Hemos visto que en Marcos Castillo es mayor el grado subjetivación de la realidad y conduce a la libertad y autonomía de la obra. También dentro de lo que se ha llamado la Escuela de Caracas hubo intérpretes que tendía a concebir el paisaje como una realidad simbólica, de rasgos geometrizantes, y que prescindían de lo que hasta ahora parecía ser una incuestionable: la naturaleza pintada directamente para identificarla en el cuadro, el airelibrismo que pone énfasis en la luminosidad como problema principal. Elisa Elvira Zuloaga había estudiado en París en la Escuela de André Lhote, antiguo cubista que propugnaba una nueva pintura humanista a partir del concepto de abstracción de las formas naturales que había explotado el cubismo. Lógicamente, era la justificación racional de la pintura como "cosa mental"; se puede recrear la naturaleza con formas absolutamente caprichosas, aunque reales en sí, sin necesidad de estarla viendo como se pinta. Elisa Elvira Zuloaga no hizo abstracción total del paisaje venezolano, sino que abstrajo de éste, por medio de una estilización rítmica, las formas que mejor llegaban a expresar la síntesis buscada por ella y de manera que las formas actuaran ahora como símbolos. Era un idealismo, es cierto, que conduciría necesariamente a un mayor grado de abstracción, con prescindencia del paisaje atmosférico o simbólico, como en efecto ocurrió. La simplificación de los complejos arabescos de las ramas entretejidas volcaba redes de brazos ondulantes en el cielo, sobre lagunas tranquilas, en aparente intento de humanizar a los árboles, como en los cuentos de hadas. El ritmo se independizó mucho más de las formas y desapareció la perspectiva simbólica en sus cuadros. E.E. Zuloaga encontraría en el grabado el medio para expresar esta voluntad empeñada en ver en la obra no un lugar de representación, sino de evocación.

De un temperamento vehemente y controvertible fue Alberto Egea López, el único pintor de su generación que paralelamente a su carrera hizo intensa vida política. Se había iniciado precozmente en una exposición que realizó en 1919 y luego exhibió en 1920 y 1923, en Caracas, antes de ser expulsado del país por Juan Vicente Gómez. Residenciado en los Estados Unidos durante más de diez años Egea López se ganó la vida haciendo diseño publicitario y portadas de revistas, con cierta influencia del Art Nouveau. En los Estados Unidos realizó posiblemente su mejor obra, sobre motivos de calles de Nueva York, en una manera expresionista a la que renunciaría cuando a su regreso a Caracas en 1936 reasumió la tendencia luminosa, característica de la Escuela de Caracas, en la que se había iniciado bajo la influencia de los pintores del Círculo. Encarcelado en 1954 por el Gobierno de Marcos Pérez Jiménez, contrajo en la prisión la enfermedad que pondría fin a sus días. A pesar de un intento de hacerle justicia a su obra (1959, exposición en el Museo de Bellas Artes), puede decirse que Egea López sigue siendo objeto en la pintura venezolana de un inmerecido destierro.

En el marco de la Escuela de Caracas incluimos a Antonio Alcántara, quien había recibido algunos consejos de Emilio Boggio poco antes de realizar su primera exposición. Pero al comentar sus obras exhibidas en 1920, Enrique Planchart apreció reticentemente que "el autor se empeña en conseguir efectos semejantes a los que obtiene Cabré y para esto impone una factura semejante en todo a la de su guía". Alcántara realizó otras exposiciones y luego abandonó la pintura; fue después de 1952, tras un viaje por Europa, cuando comenzó a mostrar las obras de una nueva etapa que fue el punto de partida para la retrospectiva que con toda la obra de Alcántara se hizo en 1965 en la Sala de Exposiciones de la Fundación Mendoza.

Era un adolescente cuando se unió a los pintores del Círculo de Bellas Artes para rendir homenaje a Emilio Boggio, en 1919. Animado por este maestro, López Méndez hizo su primera exposición, exitosamente, en la Escuela de Caracas. Los viajes, el ejercicio de la diplomacia e, incluso de la política, no han interrumpido la obra de este artista prolífico y gran conocedor de la historia del arte; pintor de la inmediatez y lo sensual, López Méndez nos comunica el goce que experimenta ante una realidad tropical, hecha de flores y frutas, de objetos, bosques, playas cálidas, poblados, que lleva a sus cuadros sin pretender pasar -como él mismo dice- por un genio ni por in innovador.

Si algún pintor cabe ser incluido por mérito propio en la Escuela de Caracas, ese no es otro que Raúl Moleiro, nacido en 1903 y contemporáneo de Pedro Ángel González, con cuya obra ofrece cierta semejanza, por la forma reiterada en que el tema del Valle de Caracas aparece constructivamente resuelto en sus mejores paisajes.

Por más que existen formulaciones generales en una escuela, los matices en la interpretación surgen siempre de las diferencias de las personalidades, y esto se aprecia en el curso que tomaría el paisajismo de Caracas con varios artistas nacidos entre 1908 y 1915. Humberto González, por ejemplo, uno de los paisajistas más dotados, había recibido la influencia de Rafael Monasterios y de Armando Reverón mientras pintaba al aire libre temas de los alrededores de Caracas, en un estilo por momentos muy cromático, que lo indujo a introducir una técnica puntillista. En otra fase de su trabajo, menos atado a la naturaleza, adopta una manera más libre y resuelta en formas amplias y estilizadas, pero apegado aún al paisaje. A despecho de la importancia de su escasa obra, fallece en la miseria en 1958, en Caracas.

Un caso parecido al de Humberto González fue el de Elbano Méndez Osuna, quien recibió en la Escuela de Artes Plásticas de Caracas el estimulo temprano de Monsanto que lo impulsa a viajar a París, donde se entrega al estudio de las ideas d André Lhote, entre 1955 y 1956. En Chile había tenido una rápida experiencia de muralista trabajando como asistente de David Alfaro Siqueiros, en 1942, pero la influencia de Lhote parece ser la más definitiva. De regreso a su patria, Mendez Osuna se retrae marginalmente a la soledad de su apartada ciudad natal (Tovar, Estado Mérida) para consagrarse a un paisajismo lírico, de escaso apoyo y basándose en formas estilizadas que reflejan su empeño en lograr una síntesis de color y dibujo.

Muchos artistas incorporan un matiz expresivo muy regional. Trino Orozco, por ejemplo, también ha sido agrupado entre los pintores de la Escuela de Caracas, no obstante que ha realizado su obra más importante en el Estado Lara, una región venezolana donde la luz rojiz del paisaje alcanza matices particularmente vivos e intensos. De allí pueden proceder ciertos acentos expresionistas de Orozco, así como su tendencia a emplear tonos espectrales. Hacia 1940, pintaba en Caracas de manera independiente y evitando la influencia de los maestros del Círculo de Bellas Artes; ya desde entonces pudo apreciarse en su manera un empleo suelto de la pincelada para conseguir una factura de apariencia lavada, combinando los tonos del rojo con las tierras y esforzándose en lograr una luz muy personal.

Por los años 40 estuvo activo un hijo del escultor petareño Cruz Alvarez García, antiguo profesor de la Academia; Cruz Alvarez Sales había hecho su aprendizaje en la Escuela que dirigía Monsanto. Como Humberto González, su compañero de curso, estuvo abocado a un fin temprano, que no lo libró del anonimato, pese a su estimable obra. Fallece en 1947. Su legado: paisajes de Caracas y de Barlovento cuyo dinamismo constructivo recuerda la semejanza estilística que el trabajo de Álvarez Sales guarda con el de Tomás Golding y Luis Ordaz, de la misma época. El ritmo de las masas está fuertemente marcado por el movimiento circular que imprime a la pasta de color. En otra parte de su breve obra, Alvarez Sales quiere aproximarse a los tonos blancuzcos reflejados por la intensa luz del mediodía tropical tal como se observa en el tratamiento que al mismo problema da Reverón en sus cuadros del período blanco. También Alvarez Sales, por otra vía técnica, ensaya despojar de color al paisaje, empleando, en su caso, tonos agrisados de la paleta.

Por el carácter fantástico de su paisajismo, Luis Ordaz es un casi sui géneris. Se vincula a Rafael Monasterios con quien funda en 1937 la Escuela de Artes Plásticas de Barquisimeto. Había estudiado en la Escuela de Artes Plásticas de Caracas y más o menos hasta 1945 su obra puede ser ubicada, por tema y factura, dentro de la corriente paisajística tradicional. En 1953 Ordaz fur recogido moribundo en una calle de Caracas. Internado en el Hospital Psiquiátrico de Caracas, Ordaz logró recuperarse del alcoholismo para comenzar a trabajar en la etapa de su obra en la cual aún se mantenía en 1975. Se trata de un paisaje subjetivado, de connotaciones fantásticas, según el método que sigue el artista cuando confiesa: "no necesito ir al campo; los paisajes que pinto los llevo dentro de mí y me basta pensarlos para darles vida". Más que paisajes, se trata de visiones subconscientes; parajes incendiados con mares flotantes, con cielos tenues que dan cabida a los elementos de la naturaleza desatados en zonas informales tratadas libremente con amarillos, azules, violetas, rojos encendidos; formas esfumadas donde la perspectiva desaparece, mientras personajes y animales, más como signos que como figuras, intentan establecer una relación humana que otorgue forma conocida a sus extraños parajes: cascadas, mares furiosos y embarcaciones en peligro.

Pablo Benavides Álvarez cabe en la categoría de paisajistas por el estilo de Tomás Golding y Álvarez Sales, con quienes tiene en común el hecho generacional de haber estudiado en la Academia de Bellas Artes. Sin embargo, Benavides es un artista en ascenso, que ha llegado a la plenitud en los últimos años a cuya frescura parece nacer de una necesidad cada vez más íntima de entrar en contacto con la naturaleza. Sus paisajes rotundos y vigorosamente estructurados, si bien quedan ligados al tema observado, buscan su autonomía a través de un bien modulado sentimiento del color.

Si puede hablarse de una agrupación de artistas en el caso de la Escuela de Caracas, es evidente que ésta se enriqueció con la aportación de varios artistas llegados de otros países. Algunos habían venido al país para incorporarse al proceso de reformas docentes que se iniciaron en 1936 y una de las cuales transformaría radicalmente a la vieja Academia de Bellas Artes, convertida desde este año en plantel moderno, provisto de talleres artesanales y orientado por nuevos criterios estéticos. Uno de estos artistas fue Armando Lira quien participó en la elaboración del nuevo programa de la Escuela, incorporándose a la misma en calidad de profesor de los cursos de formación docente. Lira logra avenirse con las búsquedas de los paisajes de Caracas, aportando a este movimiento un grafismo cromático muy personal y recibiendo a su vez la influencia de los pintores que de algún modo habían contribuido a formular el problema de la interpretación de la luz tropical. En la Escuela de Artes Plástica también enseñaba el español Ramón Martín Durbán, que tuvo a su cargo la cátedra de dibujo lineal. La influencia de Durbán tuvo un peso decisivo en el curso que iba a tomar en nuestro país el trabajo gráfico para la ilustración de libros y publicaciones y, por extensión, el desarrollo de la caricatura, dado que el dibujante español tenía entre sus alumnos a aquellos que más tarde se encargarían de impulsar estas manifestaciones, que con tiempo devendrían en notables dibujantes, como Guevara Moreno, Zapata y Jacobo Borges (sin olvidarnos del Carlos Cruz Díez de la primera época).

 


DESARROLLO MODERNO DE LA ESCULTURA EN VENEZUELA


La escultura, tal como la entendemos actualmente en Venezuela, es una manifestación cuya tradición se remonta al siglo XIX. Es cierto que durante la Colonia hubo expresiones de carácter escultórico. La talla en madera, por ejemplo, conoció un esplendor que desaparecería al venir a menos la función de una profusa y rica imaginería religiosa producida casi siempre de manera artesanal. Pero sólo comenzamos hablar de escultura, en sentido moderno, ya bien entrado el siglo XIX, con la institucionalización de las nuevas estructuras sociales y al plantearse la sociedad republicana otras convenciones culturales.

Así nacieron las escuelas de arte, que sustituyeron a los viejos talleres de los imagineros, y que abogarían en adelante por un estilo ecléctico inspirado en el academicismo europeo, encauzando la enseñanza a la formación de artistas individuales, que se consagrarían al retrato y a los temas históricos.

Para la escultura los comienzos fueron aún mucho más difíciles que para la pintura, porque si ésta última pudo evolucionar durante el siglo XIX a partir de las técnicas heredadas de los representantes del estilo religioso, la escultura quedó aislada de toda tradición al romperse la continuidad de la práctica de la talla de madera. Hubo necesidad, entonces, de que los nuevos escultores fueran a estudiar a Europa donde elegían a sus maestros dentro del monumentalismo en boga. La escultura no comenzó a enseñarse en el país sino a partir de 1887 y, aún así, fue vista como manifestación secundaria, destinada a alcanzar a través de la copia de yesos y a la producción de obras de ornato público o de interés funerario.

Uno de los primeros escultores que encontramos en el siglo XIX fue Rafael De La Cova, alumno de Antonio José Carranza y de Tovar y Tovar. De La Cova marchó muy joven a Italia donde realizó algunos estudios. De regreso a Caracas, se ocupó de proyectos importantes, como el Bolívar Ecuestre que se halla en el Parque Central, en Nueva York, y que él mismo vació en bronce. Su obra más conocida, sin embargo, es el Monumento a Cristóbal Colón que está hoy ubicado en el Paseo Colón, en Caracas, obra característica del novecientos venezolano. Fiel trasunto de las imitaciones francesas a que eran dados nuestros gobernantes, el Monumento a Colón condensa todo el espíritu prepotente, retórico y algo cursi del Guzmancismo.

Cristóbal Colón corona el monumento, de pie sobre un ábaco constituido por la proa de la nave. Su gravedad sencilla, con que ofrece la tierra descubierta, está realzada por el porte neoclásico que el escultor dio a la solución de la figura. Pero la unidad de la obra, no estando bien relacionadas las partes a una escala comprensible, pierde mucho de eficacia estética al quedar demasiado aisladas las figuras dentro de un marco donde la columna se convierte en la forma predominante.

Eloy Palacios es el escultor venezolano más importante del siglo XIX. Muy niño fue enviado por sus padres a Munich, Alemania, en cuya Academia de Bellas Artes estudió escultura. Palacios adquirió una educación satisfactoria en este arte llegó a establecer en Munich un taller de escultura dotado de horno de fundición. En 1973, intentó establecerse en Venezuela y el gobierno de Guzmán Blanco creó una cátedra en la Universidad Central a fin de que Palacios pudiera regentarla. Mal avenido con el autocrático gobernante, optó por el exilio y vivió durante algunos años en países de Las Antillas donde logró hacerse de una importante clientela. Al instalarse nuevamente en Munich, Palacios pudo desarrollar un trabajo de escultor monumentalista que pronto comenzó a dar sus primeros resultados. Su Monumento a José Félix Ribas en la Victoria, para cuya instalación vino por segunda vez a Venezuela, data de 1892. El éxito de esta obra sólo fue superado veinte años más tarde, cuando Palacios concluye su ambicioso Monumento a Carabobo elegido por Juan Vicente Gómez en una plazuela de El Paraíso, en 1911. De acuerdo con lo dicho por Palacios, se comprende que el Monumento a Carabobo da idea de un mito representado por formas orgánicas y naturales; pero no se aprecia en la obra un empleo de los elementos en función de transformar la materia en tensiones abstractas, carentes de valor alegórico. Palacios yuxtapone y superpone elementos realistas y hace, con respecto al empleo de éstos, lo que a un pintor le es lícito hacer cuando representa en su cuadro un paisaje. Su originalidad consiste en valerse de representaciones de formas naturales a las que no era habitual conferirles carácter escultórico: palmeras, rocas, cóndores.

No hay en esto una voluntad de estilo ni nos queda de Palacios ejemplos de otras obras en las que hubiera podido confirmarse su propósito de llevar este naturalismo a categoría de lenguaje de formas. Si se da aquí una intención de expresar lo autóctono, ello no es más que a través de una visión de escultor europeo. Así lo prueba el testimonio de Enrique Planchart: "No logró Palacios llevar estos elementos naturales a la categoría de patrones estéticos; pero siempre le cabrá el mérito de haber sido el primero en asentar pie por este camino. No alcanzó la realización estética que seguramente ambicionaba, pero impuso en tal forma el valor autóctono en su obra que, cosa lógica y extraña a la vez, la figura que remata el monumento, en la cual no se advierte ninguno de los caracteres raciales de los aborígenes americanos, es denominada y conocida por todo Caracas como "La India del Paraiso".

Andrés Pérez Mújica estaba dotado para consagrarse a la escultura, por la que se inclinó desde sus comienzos en la Academia de Bellas Artes de Caracas.

Egresado de ésta, ganó el premio de fin de curso que le valiera una beca para continuar estudios en Francia. En 1906, en París, siguiendo las tendencias anecdotistas de la Sociedad de Artistas Franceses, le encontramos exponiendo en el Salón Oficial. Cultiva yn estilo nativista, de temas indígenas no desprovistos de tensiones dramáticas que lo acercan a Querol y, más tarde a Rodin. Incide en los temas eróticos, en el desnudo femenino en el que se logra destacar. Entre 1905 y 1914 ha realizado su obra más importante. Empujado por la Primera Guerra Mundial, se ve precisado a abandonar Francia, viaja por España y regresa a Caracas, en donde instala. Ha ejecutado ya su obra más importante, La Bacante, que se encuentra en una Plaza de Valencia. Instalado en Venezuela, en plena madurez, a punto de recomenzar una obra de envergadura, se desencadena sobre él la fatalidad de una dolencia que le impide trabajar y que lo lleva pronto a la muerte.

La actuación de Pérez Mújica se inscribe dentro de la tradición francesa del desnudo femenino, que tendrá en Rodin a su exponente más genial. En este sentido, por su intención de expresar en la materia la vida interior del sentimiento, Pérez Mújica es el más rodaniano de nuestros escultores. Y si no lo es, en todo caso, por la sutileza del modelado, lo es por los apoyos literarios con que, a la manera de Rodin, apela a la imaginación del espectador. El fuerte de Pérez Mújica es el desnudo femenino y en éste género podría ser considerado como el más completo de nuestros escultores y el primero en inaugurar un nuevo estilo, que se opone al monumentalismo heróico del siglo XIX.

Contemporáneo de Pérez Mújica fue Lorenzo González (1887-1948), quien descendía de una familia de escultores establecida en Caracas y uno de cuyos miembros, Manuel Antonio González, había heredado el oficio de los imagineros coloniales. Egresado de la Academia de Bellas Artes, marchó becado a París en donde fue alumno de los escultores Allouard e IIj abert.

Su obra no puede entenderse fuera del marco de influencia del naturalismo francés. González ha necesitado exponer en el Salón de los Artistas Franceses y para ello ha de adaptarse al gusto anecdótico dominante. Se perfecciona en el retrato y en la escultura monumental, con el propósito de trabajar para Venezuela. Se le encarga el monumento a Francisco de Miranda, en el campo de Valmy, Francia. Pero los escultores nacionales que regresaban al país, después de realizar estudios en Europa, no encuentran aquí condiciones para una obra creativa, por lo que deberán limitarse, como Lorenzo González, a vegetar al frente de las cátedras de escultura de la Academia, a la espera de las voces del encargo de retratos o monumentos funerarios. Lorenzo González se ve solicitado por las precarias exigencias porque pasan todos nuestros escultores desde Eloy Palacios. Regenta en dos ocasiones la dirección de la Academia de Bellas Artes, cuyo triste destino rige para 1936, cuando este instituto es objeto de una radical reforma.

González prefiere los grupos humanos al retrato y el desnudo, es un buen narrador, tal como lo ha demostrado en la que parece ser su obra más notable: La Tempestad (Colección G.A.N.). La anécdota está aquí implícita en el título que la refuerza: Una anciana y una niña que experimentan desasosiego ante la inminencia de la tempestad que se constituye en protagonista invisible del tenso conjunto. Es la obra que refleja las tendencias del siglo XIX con su efectismo destinado a sustraer el valor expresivo de lo que es específico a una escultura: la materia en tanto que lenguaje táctil y visual. Así también es la obra restante de González: Eva después del pecado (195), El llanto y estas tienden a satisfacer las escasas exigencias de escultura monumental consagrada al urbanismo municipal o a las exégesis funerarias que agotaron la vena de nuestros mejores escultores.

Otro monumentalista fue Pedro Basalo (1886-1948), artista con gran talento para la escultura, que recibió el elogio de Eloy Palacios por una obra que envió al concurso de fin de año de la Academia, en 1904: un busto del pintor Emilio Mauri. Sin embargo, Basalo nunca pudo viajar a Europa, como había hecho otros escultores que le precedieron.

Dotado de fuertes instintos y un buen oficio, Basalo no tarda en establecerse en Caracas como retratista y creador de proyectos monumentales que, con la misma insistencia que los propone, reciben el rechazo de los funcionarios del Estado, más atentos a las ideas de los artistas que venían del extranjero. En 1919 viaja a Nueva York y entra en contacto con un grupo de escultores norteamericanos a quienes expone su idea de crear una asociación internacional de artistas, que no llega a concretarse. Si sus retratos son poco convenientes y no agregan nada a su obra, hay que decir que Basalo ganó méritos por haber desarrollado un estilo que se puso de moda a comienzos de siglo: lo que se llamó, en lenguaje académico, "cabezas de expresión". El médium, La protesta, Cabeza de obrero venezolano, entre otras, se encuentran entre sus mejores obras de retratistas.

Los escultores venezolanos no podían vivir de su obra más que cuando ésta se ponía al servicio del encargo oficial. El monumento histórico o funerario resume la mayor aspiración para quien se siente escultor en un país donde se destina la labor creativa, el trabajo personal, la búsqueda de un estilo propio.

No existían en ninguna parte del territorio colecciones de escultura; las exposiciones incluían únicamente a las obras de pintores; sólo a éstos se les consideraba artistas en un sentido personal. Es curioso que a lo largo de medio siglo desde 1900, las únicas exhibiciones de escultura que se abren en Caracas son las que reúnen el trabajo de los alumnos de la Academia de Bellas Artes, cada fin de año. Lo que ésta produce es, entonces una, estatuaria escolar, copia de yesos y modelos en poses retóricas, grupos y escenas que exaltan sentimientos nacionales, reproducciones de tipos y formas folklóricas. Pocos escultores, para no decir que ninguno, habían expuesto individualmente en Caracas antes de que lo hiciera por primera vez Francisco Narváez.

La apatía y el desinterés de los coleccionistas venezolanos frente a la escultura, en todo tiempo, incluso hasta hoy, ha sido causa de frustración para muchos artistas de talento que, ante la dificultad de poder vivir de su obra personal, tuvieron que dedicarse a la docencia, donde vegetaron. Ejemplo dramático es Cruz Alvarez García (1870-1950), sempiterno profesor de la Academia, autor de una raquítica obra, cuya confesión no podría ser más elocuente a este respecto: "Fui también catedrático de anatomía artística, con esta que influyó en la Santa Capilla. El Doctor Razetti, que era antireligioso, dijo que mi obra era anatómica, más que religiosa. Téofilo Leal posó para la figura de Cristo. Yo lo concebía más que todo como obra de arte, y no con intenciones místicas.

"En Villa de Cura está una estatua del general Francisco de Miranda, hecha por mí desde sus cimientos, pero no aparece mi firma. También es mía la estatua de Anzoátegui, en Barcelona. Pero yo no he querido practicar el arte comercial, por ello no soy autor de monumentos. Mi vida está refundida en cuarenta y dos años de profesorado, todos esos jóvenes fueron mis discípulos. Fuí más que todo una especie de pedagogo del arte. Sí, esa fue mi misión".

Podemos considerar a Ernesto Maragall y a Francisco Narváez (1908) como los iniciadores de la moderna escultura en Venezuela. Cabe a ellos, y sobre todo a Narváez, ser pioneros de la plástica integrada al paisaje urbano, en lo que corresponde al siglo XX.

Maragall residió desde 1940 en Caracas, donde se desempeñó como profesor de escultura en la Escuela de Artes Plásticas. Alumno de Pablo Gargallo en su ciudad natal, Barcelona, España, hereda de la tradición mediterránea su gusto por la composición clara y reposada, sensual. Formas macizas y rotundas caracterizan a su extraordinario grupo de bañistas para la fuente ornamental originalmente instalada en la Plaza Venezuela y en la actualidad en el Parque Los Caobos, en Caracas. Este conjunto poderoso alude al vigor de la raza mestiza y está inteligentemente integrado por seis figuras femeninas yacentes, en actitud de bañistas, lo que introduce una nota de verismo, puesto que el eje de la composición lo constituye el chorro de agua central de la fuente que, elevándose a gran altura arroja sobre las figuras una fina lluvia coloreada, como si ésta proviniera de una cascada. Al efecto monumental contribuye el tamaño, realizado sobre natural, de las bañistas vaciadas en piedra artificial. La concepción estática, con predominio de la horizontal, no priva de dinamismo al juego rítmico de las masas.

Narváez ha sido el escultor venezolano más importante del siglo. Su obra que se inicia hacia la década del 30 con un neto estilo criollista, entronca por una parte con la tradición y se mantiene vinculada con el arte abstracto al que servirá de puente. Narváez ha sido probablemente el único escultor venezolano en quien las circunstancias se unieron al talento personal para asumir con su obra la representación del estilo de una época. Su obra de escultor monumental representó una estilización muy espontánea y natural de elementos de la iconografía vernácula, cuyo valor moderno reconocemos en obras de una concepción plástica, vigorosa y espontánea.

El período que de 1938 a 1950 señala la contribución más importante de Narváez a la escultura venezolana, y es, sin duda, el mayor validez social -en términos arquitectónicos- cumplido por escultor venezolano alguno en el siglo XX.

Si el criollismo de Narváez inauguró una nueva época de la estatuaria venezolana, hay que decir que el arte venezolano a partir de los años 40 experimentó un gran cambio hacia las corrientes internacionales. La afluencia de información que procedía de Europa y la posibilidad que tuvieron los jóvenes de viajar a aquel continente, concluída la gran guerra e iniciado el proceso de expansión económica que aportó la producción petrolera, determinaron una mayor influencia de las escuelas europeas en la plástica de vanguardia.

El Cubismo sería la referencia básica, la piedra angular de una metamorfosis que culminaría en el estilo de la abstracción geométrica (hacia el año 1952), primera fase de una franca adhesión a los principios del arte internacional, cuyo desarrollo llega a su apogeo hacia los años 55, cuando volvió a ponerse en vigencia el concepto de integración artística. Es una época optimista, marcada por el acceso a una nueva tecnología que rompe con el pasado y proclama la autonomía de la obra de arte. El contenido comienza a perder importancia frente a la forma y al medio o material. La creencia en la posibilidad de restablecer para el arte la función social que tuvo en otros tiempos, privó en el entusiasmo de los artistas que se planteaban, por esta época, un arte diseñado para la arquitectura y el ambiente urbano, capaz de superar las dificultades de comunicación del cuadro de caballeta y de la escultura de bulto. Tal planteamiento contó con el respaldo de arquitectos de formación, como era el de Carlos Raúl Villanueva, quien supo dar forma a sus ideas sobre la integración artística, al concebir el experimento de la Ciudad Universitaria, para la cual obtuvo la colaboración de artistas de la talla de Fernand Léger, Arp, Laurens, Calder, Pevsner, Vasarely, Sophie Tauber y varios venezolanos.

Francisco Narváez desembocó en la escultura abstracta hacia 1952 o 1953 o sea la misma fecha en que Carlos González Bogen desarrolló sus primeros diseños de objetos escultóricos integrables, con sus Móviles y Estables, expuestos en 1954 en la Galería 4 Vientos iniciándose con esto un proceso que muy pronto daría al hierro un papel protagónico. Otro artista avanzado fue Omar Carreño quien al igual que Luis Guevara Moreno ensayan lograr una fusión de pintura y objeto en un tipo de obra que trasgredía el formato ortogonal y los planos virtuales de una pintura, para obtener formas dinámicas transformables Carreño y, sobre todo, Víctor Valera se sumaron al esfuerzo inicial de Narváez empleando el hierro como nuevo medio. De hecho iniciaron una aventura nueva, crear un lenguaje coincidente con lo que por entonces se llamó abstraccionismo geométrico. Se trataba de producir obras que pudieran expresar las relaciones de una forma nueva, absolutamente concreta con un espacio arquitectónico abierto. En adelante el hierro fue el material consagrado por el escultor abstracto. Victor Valera lo lleva a sus últimas consecuencias, lo aborta para obtener resultados que pudieran serle contradictorios a la índole de una material rígido, la escultura de bulto con tema figurativo, atraído por la presencia grave y vigorosa de un mineral negro, en que queda fijada una estatuaria que aspira a lo épico. Más tarde Valera retorna a los planteamientos constructivistas, retomando el problema de la fragmentación de la forma sobre un espacio dinámico, interactivo. Casi podríamos decir que durante la década del 50, hasta 1962 aproximadamente, vivimos en Caracas y otras ciudades venezolanas, una especie de edad del hierro, material que se torna fundamento común no sólo para el arte concreto, sino también para toda clase de informalismos interesados en el rescate de piezas de fabricación industrial, dispuestos ahora en bizarros ensamblajes como lo que propicia el grupo que integraban Daniel González y Fernando Irazábal. Pedro Briceño, Domenico Casasanta y Gilberto Martínez no quedan ajenos a esta experiencia. Pero si Briceño es ante todo, el más fiel exponente de la escultura en hierro de la Venezuela de nuestros días, Domenico Casasanta pasó del ensamblaje de piezas de hierro al empleo del mármol con igual fin.


LA OFENSIVA DEL REALISMO SOCIAL

LA INFLUENCIA DEL MURALISMO MEXICANO


Entre 1934 y 1945 ocurre un período de particular significación en el desarrollo de las artes plásticas en Venezuela. Se trata de una década durante la cual se produce una serie de acontecimientos que tendrán decisiva influencia sobre el trabajo de nuestros pintores. Es un momento marcado sobre todo por la inquietud social que conmovió al país justamente con la muerte del tirano Juan Vicente Gómez (1935), quien había gobernado a Venezuela con mano de hierro. Ideales, pasiones y anhelos contenidos durante tres decenios de opresión y oscurantismo estallaron en un día, y el artista mismo obedeció en un primer plano momento a esta suerte de reclamo social que engendraba en él una profunda necesidad de particular en el debate ideológico que se abría. Uno de los principales problemas que se planteó fue el del logro de un arte popular, dirigido a las masas y, por oposición al autonomismo de la pintura abstracta, que estuviese imbuido ideológico. Lógicamente, los modelos no podían encontrarse en la tradición artística del país.

La dormida conciencia fue sacudida por repentinos acontecimientos que anunciaban una nueva era: el auge de las masas, la fractura del inquebrantable orden feudal impuesto por el tirano; hubo una ,arejada de agitación popular. En aquel despertar los grandes problemas eran de orden político. Un pueblo largamente frustrado y reprimido veía llegar la hora de la lucha por la conquista de las libertades democráticas. La sensibilidad política se hacía aún más aguda con la angustia que causaban las noticias sobre la gravedad de la situación internacional: la guerra de España, la subida del fascismo en Europa, la agresión a Etiopía, la política del partido nazi en el poder, etc.

Estas circunstancias iban a gestar en el plano artístico una reacción contra las tendencias dominantes en Caracas. Las influencias jugaron aquí, como en otras oportunidades, un papel significativo. Quizás la más notable de estas influencias fue la del muralismo mexicano, con su énfasis populista y su monumentalidad. La pintura mexicana contaba con la aprobación de los teóricos del realismo social adoptado por los dirigentes de la Unión Soviética y practicado por los artistas de este país.

Sin embargo, el muralismo mexicano difería formalmente del realismo soviético, En éste privó una dirección naturalista por el estilo del realismo europeo d fines del siglo XIX, y si bien el contenido delarte supo trasladar su enfoque hacia los temas de la construcción del socialismo y la epopeya del trabajo, etc., la técnica y los procedimientos fueron calcados del arte burgués europeo, contra el cual se lanzaban anatemas. Por tanto, hubo una "revolución de los temas", pero la concepción misma del arte era reaccionaria.

El realismo mexicano, por el contrario, tuvo un fondo expresionista que provenía de la violencia y la inmediatez de los hechos en que se basaron los artistas, y que parecía también corresponder a la idiosincrasia del ser latinoamericano y a las influencias recibidas de las artes primitivas y populares. En el plano internacional el muralismo mexicano gozó de gran simpatía en los medios políticos e intelectuales de Sudamérica que veían un modelo a seguir en la revolución mexicana. El carácter mesiánico bajo el cual se presentaba la imagen del destino latinoamericano a través de alegorías que se inspiraban con influencia en los mitos de las brillantes culturas maya y azteca, no dejaba de ser un estímulo mágico que actuaba en los espíritus interesados e reencontrar para el arte la proyección social que se había perdido con los tiempos modernos. Puede decirse que la influencia de los artistas mexicanos (desde los grabadores populares hasta los grandes muralistas), rivalizando con la de la Escuela de París, se extendió a todo lo largo de Suramérica, desde Colombia hasta Chile para propiciar estilos regionales. Las variantes que esa influencia determinó en cada país estaban fuertemente marcadas por los modos propios bajo los cuales aparecían los problemas sociales en la distintas naciones. En Ecuador, por ejemplo, la repercusión del mexicanismo se tradujo (Guayasamín, Kingman) en una suerte de crónica de los padecimientos del indio.

Hablando en propiedad, en Venezuela no existió una tradición popular del arte y el realismo social, por otra parte, se limitó a uno que otro exponente, en el pasado. La obra que Cristóbal Rojas había realizado en París no tuvo continuadores de su talento, y los pintores de la Academia de Caracas estuvieron lejos de asumir una posición crítica frente a la sociedad, empeñados como estaban en seguir la tradición de las escuelas europeas. El país iba a vivir las tres primeras décadas del siglo XX en una opresiva calma, donde todo gesto de rebeldía se extinguía rápidamente en la indolencia general o era reducido policialmente al silencio. La pintura, como el periodismo y la gráfica, no podían darse el lujo de protestar. Era lógico que, en condiciones como las reinantes, prosperara un arte dado a la contemplación o enfrentado a la problemática de la expresión personal, por la vía del ejemplo impresionista y postimpresionista. El paisaje de los pintores del Círculo de Bellas Artes fue manifestación depurada de ese aislamiento a que, dentro de los estrictos límites de su lenguaje, se vio condenado el artista en una época en que pintaba casi únicamente por placer de pintar. Lejos de los pintores del Círculo de Bellas Artes estuvo el propósito de asumir una actitud crítica, susceptible de traducirse en una pintura de contenido ideológico.

La tradición de la gráfica fue también muy limitada y no contó en nuestro país con artistas de la talla del mexicano José Guadalupe Posada; la litografía, que había tenido cultores en Venezuela desde mediados del siglo XIX, fue aplicada a la estampa ilustrativa, de un carácter más que todo testimonial, y no se practicaron metódicamente las técnicas del aguafuerte y el grabado en madera sino hasta después de 1936. Es fácil comprender que una tentativa venezolana por el orden de la experiencia mexicana estaba llena de limitaciones que partían de las condiciones de nuestra experiencia y, sobre todo, del contexto social de nuestro arte.

Conviene decir aquí que el realismo venezolano practicado en la década que estamos estudiando representó una reacción contra la tendencia purista de la Escuela de Caracas, que concebía el paisaje con exclusión total de la anécdota. Al exaltar el tema social y la imagen figurativa como elemento plásticos preponderantes, el realismo se encontró así, sin proponérselo, luchando contra una larga tradición paisajística.

Por lo menos un representante del realismo de influencia mexicana iba a alcanzar renombre internacional: Héctor Poleo, quien había egresado de la Academia de Bellas Artes en 1937. En un comienzo Poleo se orientó en la dirección de sus maestros Rafael Monasterios y Marcos Castillo, ganado por un lirismo que se manifestaba en la sensualidad refinada de un colorido que también recordaba a Bonnard y Federico Brandt. Antes de terminar la década del 30, Poleo marchó becado a México para estudiar pintura mural. Fue esta una etapa decisiva en su carrera: Poleo descubrió a Diego Rivera y la poderosa elocuencia de su mundo de imágenes primitivas. También miró hacia el esculturísmo de la pintura renacentista extrajo de ambas lecciones un sincretismo tan despojado como poético y emocionante, con el cual ensayaría hacer una pintura en principio comprometida con la temática del campo venezolano. Con una técnica de puntuaciones muy precisas y finas en la aplicación de un colorido parecido al fresco, Poleo construyó un universo original, cerrado y comedido, donde la exposición del tema simplemente insinuada por el silencio de esas figuras que, sin gesticular, mantienen la vista del espectador fija en un gran primer plano escultural. Poleo realizó entre 1940 y 1943 tal vez lo más significativo de su obra a través de una gira que emprendió por varios países andinos, al cabo de la cual ejecutaría en Caracas su serie de contenido social conocido como Los Comisarios (1943): una sátira sobre las prácticas conspirativas que, como residuos del gomecismo, todavía perduraban en la vida nacional. Después de esto, instalado en Nueva York, Poleo atravesó por su experiencia surrealista, en la que algunos críticos creyeron reconocer cierta influencia en la pintura de Salvador Dalí, por la identidad de los contenidos escatológicos: imágenes de ojos inmensos, erosiones y abismos, arborescencias humanas, cráteres y desiertos de gran magnitud. Esta experiencia ha sido explicada por Poleo como resultado de las ideas pesimistas que lo embargaban durante la II Guerra Mundial, mientras vivía en Nueva York.

La evolución de Poleo a partir de 1948, cuando se instala en París, no deja de estar ligada a las tendencias arcaizantes que puso de moda la vanguardia. En un primer momento, en París, su pintura parece evocar retratos romanos del Fayún o figuras del antiguo arte románico, a través del puente representado por la obra del maestro italiano Campigli. Son rostros femeninos, de apariencia académica, en los que se diluyen los últimos trazos surrealistas de su estilo, para dar paso finalmente a una figuración geométrica, donde ya no importa más el volumen, sino el plano. Rechazando el esculturismo de su obra de tendencia social, Poleo pasó ahora a una pintura donde la perspectiva es completamente simbólica y anecdótica se limita a simple pretexto; las formas se convierten en grandes planos de color puro; el paisaje, sirviendo de fondo, está geometrizado. Los rudos campesinos, envueltos por un tosco ambiente dado por los tonos estratificados para los planos lejanos, dejan lugar en sus nuevos cuadros a esos personajes idealizados, prototipos simbólicos que exaltan la belleza de los tipos raciales en que parecieran autocomplacerse. Toda la pintura de Poleo hasta ahora había sido esencialmente dibujística y la composición estaba en ella casi siempre determinada racionalmente por un plano previo, dentro de un concepto de estructura mural. En la época siguiente, en los años sesenta, posiblemente bajo la influencia del informalismo, Poleo se libera completamente de toda sujeción planimétrica para apoyarse en la mancha dejada al color y al hallazgo resultante del trabajo mismo. Lo que es una obra de mayor sugerencia poética, que más que sintetizar actitudes, como antes, revela ahora climas de encantamiento, zonas oníricas donde las figuras vagamente aludidas, como en los sueños, tienden a borrarse cuanto más se alejan de la memoria que intenta recuperarlas.

Hector Poleo es el artista que evoluciona de una época a otra solicitado por el reclamo de contemporaneidad de los conceptos artísticos, y que al renovarse técnicamente no sacrifica a su nuevo cambio estilístico los valores esenciales de su arte ni su personalidad. Lo que sí ha sacrificado es la actitud inicial del artista comprometido, en beneficio de un arte cada vez más autonómico y subjetivo.


LA EVOLUCIÓN DEL REALISMO


La evolución del realismo social, después de Poleo, tampoco fue muy coherente y afortunada por lo que se refiere a la claridad en la formulación de un arte de contenido ideológico. Por una parte sucedió que el realismo fracasó en su intento de llegar al mural como medio de comunicación más amplio, puesto que careció de vivencias y del apoyo de gobiernos de doctrina popular, como sucedió en México, donde le muralismo resultó ser un complemento ideológico del programa político estatal. El capitalismo liberal que ha regido al país desde 1958 no ha sido el sistema más indicado para propiciar una pintura de contenido social, por razones obvias. De modo que las tentativas del muralismo se han restringido a tímidas interpretaciones de la cosmogonía indígena (Cesar Rengifo: Amalivaca, mural en el Centro Simón Bolívar de Caracas), o de temas parecidos que cumplían una función ornamental en edificios y entidades bancarias.

El realismo social se mantuvo, así pues, dentro de la típica unidad cerrada del cuadro del caballete, destinado finalmente a la oferta y demanda de un mercado cada vez más poderoso. Sin vivencias directas con la realidad, sin la posibilidad inmediata de un cambio de las estructura socio-política, su función y significado no difieren apenas de los que actualmente pueden acortarse a la pintura abstracta.


CONTINUIDAD DEL MOVIMIENTO REALISTA


De la generación de Poleo fueron también Pedro León Castro y Cesar Rengifo. En un primer momento, bajo la influencia de los mexicanos, León Castro se abocó a un realismo crítico, manteniendo el énfasis en la figura humana. Hizo paisajes de Caracas donde introducía en primeros términos escenas de cerros, y esta forma de composición pronto sería seguida por los pintores que adherían a la escuela realista. León Castro no se desprendió radicalmente de la tradición figurativa de la Escuela de Caracas (estudió en la Academia de Bellas Artes) y como Juan Vicente Fabbiani evolucionó hacia una figuración de planos amplios y esquemáticos y colorido claro. En algunos momentos continuó el trabajo de su maestro Marcos Castillo como pintor de naturalezas muertas, género por el cual se sintió igualmente atraído.

Como el primer Héctor Poleo, Cesar Rengifo ha tratado la problemática del campo venezolano; el éxodo campesino, la injusticia social, la miseria de los despojados, en resumidas cuentas, una temática rural. La anécdota hace bien evidente la disposición del artista de lograr una pintura de mensaje en la que enunciado el conflicto, se indica algún tipo de solución o esperanza por medio de símbolos: la flor en las manos de la campesina grávida es el símbolo de la fe en la vida, sobre una tierra calcinada; los hombres en éxodo buscan en el horizonte de un destierro, por donde huyen, la señal de una tierra generosa que los espera. La factura de Rengifo es esmerada y en su técnica prevalecen las armonías ocres y terrosas, con cierta reminiscencia de la pintura en el empaste liso y en la nitidez del enfoque logrado tanto para los planos cercanos como alejados.

Gabriel Bracho, en cambio, fue el abanderado teórico del realismo después de 1950, tras haber mostrado su obra en el Museo de Bella Artes (1952). Influido en un primer momento por David Alfaro Siqueiros, el estilo de Bracho fue también como el del mexicano, alegórico y de gran elocuencia formal, a despecho de que no utilizó las técnicas de los mexicanos, su pintura tiene características de mural, tanto por las dimensiones de sus formatos como por la composición movida para producir efectos contrastados de grandes masas y violentas soluciones de perspectiva corporal que recuerdan a su maestro Siqueiros.

 


EL TALLER DE ARTE REALISTA Y EL ESTILO PAISAJISTA DE LOS PINTORES MARGINALES


Después de 1952 el realismo había fortalecido su posición frente al arte abstracto gracias al clima de polémica que se vivía. Muchos jóvenes que habían pasado por la Escuela de Artes Plásticas no tardaron en agruparse en torno a los críticos del abstraccionismo geométrico para abogar por un arte comprometido. La enseñanza recibida de los maestros de la Escuela de Caracas, como Rafael Ramón González, Rafael Monasterios y Marcos Castillo, fue puesta al servicio de un paisaje que delataba en su ejecución escolar el hacinamiento y la miseria de la vida en los cerros y cañadas de Caracas.

Por otra parte, pintores del interior del país como José Requena, quien dirigía la Escuela de Barquisimeto, orientaron su obra y sus lecciones hacia un paisajismo humano, que dejaba de interesarse por el aspecto puramente formal del cuadro para volcar los ojos sobre una tierra descarnada, llena de cactus y cujíes, por donde transitan humildes pobladores.

No es inexacto decir que la mayoría de las búsquedas realistas de la época adolecieron de coherencia en sus conceptos, de unidad en el estilo y de continuidad en los planteamientos. Por un lado se vio el empeño de imponer el mural de contenido ideológico, como pudo apreciarse en las actividades del polémico Taller de Artes Realista que dirigió Gabriel Bracho desde 1957. Claudio Cedeño, Jorge Arteaga, Sócrates Escalona, Márquez y otros realista, se inclinaron por esta solución y realizaron murales en planteles escolares del interior. La experiencia no podía prosperar. Otros integrantes del Taller mantuvieron posiciones menos radicales respecto a la abstracción y la nueva figuración, como eran los casos de Jacobo Borges, José Antonio Dávila, Luis Luksic y Perán Erminy, lo que determinó una ruptura del grupo cohesionado hasta ahora por las ideas políticas que, más que la pintura misma, unían a sus miembros frente a la dictadura de Marcos Pérez Jiménez.

Una excepción dentro del moderno realismo social la constituye en nuestro país el pintor Rafael Ramón González, de quien nos hemos ocupado en otro capítulo. Rafael Ramón González es el único artista de la generación del Círculo de Bellas Artes, (*) que intentó reflejar en su obra la realidad social del país; muchos de sus paisajes están basados en escenas de barriadas de Caracas, humildes calles de tierra y apartados rincones donde no ha llegado el progreso; su arte tiene una profunda raíz popular; los personajes están incluidos en el paisaje para expresar en su obra una realidad que no se ofrece sólo como disfrute de la vista, sino también como verdad humana, simple y sencilla. En gran parte se debe a González, a través de sus lecciones en la Escuela de Artes Plásticas de Caracas, el haber sido el principal animador de ese estilo a que nos hemos referido y dentro del cual trabajaron muchos pintores que pasaron por aquella Escuela (desde Manaure y Alejandro Otero hasta Gabriel Marcos); estilo en el que la intención del pintor estaba puesta no únicamente en la plasticidad, sino también en cierta sinceridad para revelar las condiciones de vida de las clases marginales que viven en los barrios y debajo de los puentes de Caracas.

No cabría dentro de la perspectiva anterior situar a un artista muy discutido como es el caso de Pedro Centeno Vallenilla, pintor singular por su individualismo frente a la tradición de una y otra escuela y por una temática alegórica donde puede apreciarse el intento fallido de aplicar una óptica renacentista. Su pintura pretende pasar por una exaltación de la raza indígena aun cuando el resultado de esta afán mitificador sólo se traduzca con una amanerada tipología mestiza cuyo valor tal resida en su simbología erótica y subyacente.


VANGUARDISTAS, ABSTRACTOS Y DISIDENTES

LOS PRIMEROS SIGNOS CONTEMPORÁNEOS


La post-guerra, después de 1945, aportaría violentos signos de transformación en la cultura venezolana. Hay que tomar en cuenta la estrechez de miras en que venían desarrollándose las formas culturales para comprender con qué fuerza la juventud iba a intentar cominicarse con el mundo en esta nueva etapa que parecía poner término a tantos años de aislamiento durante los cuales el artista vivió materialmente enclaustrado en su país. Venezuela no conocía aún un movimiento de vanguardia que se insertase en las corrientes del arte contemporáneo tal como venía ocurriendo en otros países, en Argentina, por ejemplo, donde había llegado a establecerse contacto con el surrealismo en la misma década de la publicación del primer manifiesto de André Breton. Entre 1940 y 1945 casi ningún egresado de la Escuela de Artes Plásticas había podido viajar para continuar sus estudios en Europa. La renovación de los conceptos plásticos fue en principio lenta y entre 1940 y 1950 los artistas del día seguían siendo prácticamente los pintores del Círculo de Bellas Artes que habían llegado a su madurez hacia los años 20. Al terminar la Segundo Guerra se abrieron las fronteras, posibilitándose que los jóvenes viajaran al exterior. Y junto con esto hubo otra circunstancia: el auge de la economía petrolera transformaría rápidamente las estructuras semifeudales del país al ritmo trepidante de la riqueza que en poco tiempo nos haría una opulenta sociedad mucho más de lo que cambió entre 1800 y 1900. El símbolo de este progreso serían las fabricas de las nuevas edificaciones, los superbloques y las autopistas. La ciudad que en 1940 contaba apenas con 250.000 habitantes alcanzaría una población de millón y medio en los próximos veinte años.

 

LA INFLUENCIA DE CÉZANNE EN LA ESCUELA DE ARTES PLÁSTICAS A PARTIR DE 1936


Aislado el país del resto del mundo es lógico que la tradición nacional continuara pesando en la enseñanza que se impartía en la Escuela de Artes Plásticas de Caracas. Este plantel seguía siendo el principal centro donde se gestaban las búsquedas renovadoras. Sin embargo, privaba aún en éstas el espíritu del impresionismo, de donde salían las influencias más determinantes, y todavía en 1940 los más osados partidarios del arte nuevo se resistían a atribuirle seriedad al arte abstracto, sólo conocido a través de ilustraciones de revistas. Picasso era para muchos jóvenes y aficionados un irreverente y su obra se discutía en cenáculos muy especializados, sin que se lograse aún comprenderlo del todo. La reproducción de la obra de arte, que empezó a invadir el mercado al terminar la guerra, y luego los viajes y las becas de estímulo, iban a desencadenar un cambio importante en la mentalidad de la época. que diversificaban el campo casi limitado a la pintura al óleo en que habían trabajado los artistas de las generaciones anteriores, aparecieron nuevas motivaciones y tendencias, y esto redundó en un acercamiento audaz a los estilos de los maestros de la Escuela de París y a las obras figurativas de pintores postimpresionistas como Van Gogh, Toulouse-Lautrec y Gauguin. Es curioso el hecho de que la puesta en juego de conceptos que aparecen como nuevos a los de una generación, sea capaz de poner en un mismo plano de contemporaneidad a artistas tan lejanos entre sí como pueden estarlo Picasso de Renoir y Monet, y Matisse de Van Gogh y Toulouse-Lautrec; indistintamente retomados, no importaban en esos artistas las diferencias de estilos; lo importante en ellos, lo que les unía, era la pintura misma.

Pero el verdadero maestro fue Cézanne. La historia del moderno arte venezolano debe mucho, irrestrictamente, a este gran artista. En Cézanne se recogió, sobre todo, la lección de la construcción por medio de planos yuxtapuestos y en profundidad, según leyes inherentes a la organización misma del cuadro y atendiendo en primer lugar a un proceso de selección de las formas tratadas por medio de una síntesis de color. La pintura revelaba, ante todo, como una estructura que debía basarse en la realidad, pero que terminaba independizándose de su representación.

La diversificación de los temas y el rechazo de la anécdota condujeron a experiencias fructíferas que a la larga iban a llenar en Venezuela el papel que el fauvismo y el cubismo habían desempeñado cuarenta años atrás en Europa. El cubismo nunca fue bien comprendido antes de esta época. Hacia 1930 hubo un intento de realizar composiciones muy geométricas, con formas figurativas, bajo la influencia de aquel movimiento, pero el prejuicio de que el geometrismo se prestaba sólo al juego ilustrativo redujo estos ensayos a tímidas realizaciones de carátulas para revistas ilustradas, como las que ejecutaron para la revista Élite Rafael Rivero O. y Mas Salvatierra.

De los pintores de la llamada Escuela de Caracas, Marcos Castillo, que había ingresado como profesor de la Academia en 1922, fue el más atento, por intuición a los movimientos modernos; como colorista excesivamente sensible, poseyendo un ojo como el de Matisse, Castillo estaba en capacidad de simpatizar con el arte que más tendía a lo abstracto. Hacia 1930 ejecutaba a la espátula paisajes en los que desglosaba brillantemente la lección del fauvismo. Pero lo que privó, a la larga, en la evolución del paisaje venezolano fue la tendencia a la luminosidad y a la forma plana y objetiva que caracterizó a las búsquedas de la Escuela de Caracas.

Se insistió en la temática de Cézanne: la figura despersonalizada, (un rostro no es más expresivo que una fruta), el paisaje tratado en base a nuevas coordenadas, esencialmente como un problema de síntesis de elementos previamente escogidos, a partir de una serie de ejercicios de composición, en la realidad; se insistió quizá con demasiada frecuencia en la naturaleza muerta, género en el que el Círculo de Bellas Artes había dado un maestro incomprendido hasta entonces: Federico Brandt.

 

LA HUELGA DE 1945


Los cambios generacionales tuvieron el carácter de enfrentamientos. A finales de 1945 se produjo una primera huelga para exigir una serie de reformas en la Escuela. Intervinieron en el conflicto: Luis Guevara Moreno, Narciso Debourg, Pedro León Zapata, Régulo Pérez, Celso Pérez, Alirio Oramas, Sergio González, Raúl Infante, Enrique Sardá, Zarowsky, Rubén Núñez y Perán Erminy. Expulsados de la Escuela, los huelguistas crearon el grupo conocido con el nombre de la Barraca de Maripérez. Fue el comienzo del éxodo: algunos jóvenes, siguiendo los pasos de Héctor Poleo, marcharon a México, cuyo muralismo recién alcanzaba el tope de la fama. Otros se fueron a París, entre ellos Alejandro Otero, convertido desde entonces en líder de su generación. Salones y becas estimularon el enfrentamiento generacional. El Museo de Bellas Artes había sido inaugurado en 1938; como parte de las actividades de éste se creó en 1940 el Salon Oficial de Arte, por el modelo de París. La fuerza que dentro de la Escuela de Artes Plásticas había adquirido el movimiento plástico de los jóvenes determinó al Ministerio de Educación a crear en 1947, en el marco del Salón Oficial un premio nacional especialmente destinado a los nuevos artistas egresados de aquel plantel, y que consistía en una bolsa de viaje. Ya desde 1942 existía una sección para los trabajos de los alumnos de la Escuela en el Salón, provista de un premio de estímulo. El premio nacional creado en 1947 se otorgó durante cinco ocaciones y sus ganadores (Manaure, González Bogen, Oramas) irían a sumarse en París a otros jóvenes como Alejandro Otero, Guevara Moreno, Erminy y Navarro para constituir la primera generación de artistas abstractos que encontramos en la historia de nuestro arte.

 


EL TALLER LIBRE DE ARTE


A la vez, los que permanecían en Caracas o estaban de regreso de París se agrupaban para buscar una mayor coherencia a través de la solidaridad del equipo. El Salón Oficial vivió por entonces -entre 1947 y 1950- su edad de oro, para luego entrar en decadencia después de 1955 y desaparecer completamente en 1969. El Taller Libre de Arte, que contó con el subsidio del Ministerio de Educación, fue una de las mejores respuestas que la convivencia artística, al nivel de la vanguardia, encontró en aquella época. En realidad no fue un grupo, sino una asociación por el estilo del Círculo de Bellas Artes, aunque sin la importancia que llegó a tener este último. Recordando la fundación del Taller Libre de Arte, uno de sus testigos, el crítico Sergio Antillano, escribió que "el T.L.A. se abre en 1948, en un local de la casi desaparecida esquina de Mercaderes. El director es Alirio Oramas. Allí se juntan Luis Guevara Moreno, Mario Abreu, Régulo Pérez, Rubén Núñez, Marius Sznajderman, Narciso Debourg, Oswaldo Vigas, César Henríquez, Perán Erminy, Lourdes Armas, Feliciano Carvallo, Virgilio Trómpiz, Carlos Cruz-Diez, Luis Rawlinson. Al poco tiempo se produce una nueva debacle en la Escuela (de Artes Plásticas) y se suman al taller Víctor Valera, Omar Carreño, Jacobo Borges, Jaime Sánchez y otros".

Como sucedió en la época del Círculo de Bellas Artes (1912) volvemos a encontrar aquí una alianza -tampoco muy bien definida- entre intelectuales y artistas. También ahora los escritores parecían los más indicados para interceder ante un público reacio a comprender el violento lenguaje del arte nuevo. Acerca de esta colaboración entre pintores e intelectuales existen varios testimonios: uno de ellos es la revista Taller, de tendencia vanguardista, pero que aun no llegó a tomar partido radicalmente por el arte abstracto. Su primer número apareció en 1950.

Lo que sí se hizo por entonces fue profundizar desde el Taller Libre la brecha que se había abierto entre las generaciones pasadas y la nueva. El Taller representaba al vanguardismo frente a la tradición simbolizada por el Museo de Bellas Artes y el profesorado de la Escuela de Artes Plásticas. Esta definición de los campos, que en el fondo no era tan drástica como la que plantearía el grupo de Los Disidentes, desde París, preparó el terreno para el auge del arte abstracto.

Vemos la forma en que Sergio Antillano resume la actividad cumplida por el Taller Libre Arte: "En todo aquel grupo activo de pintores predominaban características expresionistas. Figurativistas a la manera de Matisse, Changall o Rouault, sus más aventuradas incursiones se orientaban en dirección a Klee o a los surrealistas. El descubrimiento y luego la presencia en persona de Wilfredo Lam, será un enorme impacto. Los surrealistas, Marx Ernst y Picasso. Nadie se atreverá a ir más allá. Se examinaban libros y revistas que llegaban de Europa. Los abstractos en general no alcanzaban a levantar entusiasmo. El Nacional registra la fundación de la revista Taller en las prensas de Ávila Gráfica. Van a salir tres números, con diagramación de Carlos Cruz-Diez, quien trabaja en la publicidad MacEricson. Su ayudante es Jacobo Borges, un jovencito de diecisiete años, quien para entonces comienza a visitar el local de Mercaderes y despierta la admiración de todos con unos gouaches vibrantes. En la revista colaborarán Rafael Pineda, Alfredo Armas Alfonzo, Héctor Mujica, Ida Gramcko, Oswaldo Trejo, Román Chalbaud y Sergio Antillano. Allí publica Alejo Carpentier capítulos inéditos de Los Pasos Perdidos. Carpentier mantiene estrecha vinculación con el Taller. Descubre a un pintor policía, Federico Sandoval. Feliciano Carvallo trae de la Guaira a otro ingenuo: Víctor Millán. Todos van a exponer en una colectiva que organiza Oramas. Carpentier participa en un acto de homenaje a Orozco y luego dista un curso sobre música concreta. Ha iniciado su columna "Letras y Solfa" en El Nacional que va durar diez años consecutivos, donde habla frecuentemente de las modernas corrientes en las artes plásticas. Es una información de primera mano que todos devoran. En Taller se da noticia de la fundación Los Disidentes en París y se insertan numerosas ilustraciones de la obra de Pascual Navarro, de González Bogen, de Manaure".

El polo de atracción fue nuevamente París, mientras México era desplazado de la ruta de aprendizaje de los jóvenes que, en 1948, negaban vigencia al realismo social. La teoría del arte moderno tiende a restar importancia a toda obra que no se revele por sus valores inherentes: el color, la línea, la forma. El contenido o mensaje y, con más razón la anécdota, interesan en menor medida o son elementos secundarios de los cuales puede incluso prescindirse llegado el momento de analizar una obra. Esta no representa nada. Se trata de una concepción que se origina en los movimientos de arte contemporáneo europeo, y comienza a arraigar en nuestro país, definitivamente, entre 1945 y 1950, justo con el predominio de la influencia de la Escuela de París. Los jóvenes reconocerán esta tradición como la suya misma, puesto que aceptaban la tradición del arte moderno como un desarrollo universal de la conciencia estética.

 


LA EXPOSICIÓN FRANCESA DE 1948


Si el cazannismo había sido, por decirlo así, el método mismo seguido en la Escuela para el aprendizaje de la pintura, en la etapa del Taller Libre de Arte las búsquedas se caracterizaron en líneas generales por un marcado expresionismo; pero no un expresionismo con nombre y apellido, es evidente; la actitud dominante fue la subjetivación progresiva del objeto a partir de los modelos iniciales encontrados en las obras de Picasso, Klee, Kandinsky, Chagall, Rouault, Modigliani, los surrealistas, etc. Fue, ante todo una etapa de liberación y descubrimientos con respecto a las sujeciones de la escuela, y los jóvenes trataron de encontrarse a sí mismos, sin maestros, siguiendo sus propios impulsos o intentando rehacer los caminos sugeridos por la información visual que encontraban a la mano.

Las actividades del Instituto Venezolano-Francés, dirigidas por el crítico Gaston Diehl, jugaron un papel fundamental en el estudio de la información. Diehl mismo llegó a convertirse durante algunos años en uno de los principales animadores de las corrientes vanguardistas. El organizó la primera gran exposición de arte francés moderno que se llevó a cabo en Caracas, en el Museo de Bellas Artes (1948) y este solo hecho tuvo incalculables consecuencias. Las búsquedas de naturaleza americanista no tuvieron un rechazo total. Es verdad que el realismo mexicano y su influencia entre los pintores que negaban validez al arte abstracto fueron cuestionados. Pero no así la posibilidad de una interpretación del americanismo en base a una morfología abstracta, de sugestión mágica, con exclusión del realismo y lo anecdótico. Las ideas de Alejo Carpentier fueron en este sentido positivas. Y aún más el ejemplo de la obra de ciertos pintores de ascendencia surrealista en quienes podría encontrarse todo un código poético de los mitos americanos, desde las raíces indígenas hasta la supervivencia de una poderosa cultura afroamericana: Lam, Matta, Mérida, Tamayo. Se creía reconocer en la escultura y la cerámica prehispánicas signos capaces de inspirar al nacimiento de una gramática abstracta como la que, a partir del dibujo de los niños, Paul Klee había recreado. En Uruguay el constructivista Torres García, partiendo de cierta morfología cubista, intentó elaborar sistemáticamente una pintura de implicaciones místicas, en donde los valores actuarían no sólo como ordenaciones plásticas, sino también como claves de una simbología legible más allá de la pintura misma. Algunos pintores, como el venezolano Juan Vicente Fabbiani, seducidos por el artea fricano ensayaron expresarse con la simpleza rotunda y escultórica de ciertas figuras del período negro de Picasso. En todo ello se planteaba un nuevo enfoque de la situación. Un americanismo de nuevo cuño quería hacer las paces con la abstracción triunfante sin tomar en cuenta para nada las tendencias indigenistas que buscaban una salida en el muralismo o, cuando no, en una pintura muy al gusto de la época, como la del ecuatoriano Guayasamín.

En Caracas los jóvenes, más que todo inspirados en el ejemplo de Lam, se apoyaban en prototipos arqueológicos de la cerámica precolombina, que se exhibían en el Museo de Ciencias Naturales, para tratar de conseguir un estilo propio. Fue el caso de Jacobo Borges, Jaime Sánchez y Oswaldo Vigas. Este último logró imágenes más personales y depuradas por una poética formal en la serie de obras conocidas como Las Brujas. Convertidas en presencias visuales del inconsciente del artista, las brujas cortaron, sin embargo, el hilo umbilical que podía unirlas con sus ancestros americanos. Otros hallaron los colores selváticos, las insinuaciones totémicas que el pasado indígena levantaba por todas partes, en la trama delirante de los árboles y los pájaros de todos colore. Y hubo los que, como Mateo Manaure, desarrollaron escalas de signos muy embrionarios, en los que crecían la noche y los sexos de la fauna. Algo más tarde Manuel Quintana Castillo, imaginándose la realidad como un poeta, trataba de imbricar en una estructura de formas de inspiración cubista, sueños y fantasías de encanto erótico, agrandando hasta la dimensión monumental de sus figuras mestizas, como en un cuento. Mario Abreu, entre los que en un momento dado buscaban enfatizar el aspecto mágico de la pintura, fue el más auténtico, tal vez a causa de que no se propuso demostrar nada, sino que desarrolló su inventiva preso en un instinto fiero, casi salvaje, para crear una mitología personal, próxima a lo primitivo, en donde se hicieron frecuentes los símbolos y alegorías. Perán Erminy llamó "el estilo de los gallos" a una época en la cual Mario Abreu impuso entre los jóvenes artistas un animalismo de fuerte acento picassiano; "el tema de los gallos, decía Erminy, se presentaba a a ejecución de ejercicios estilísticos con despliegues cromáticos variados y pinceladas rápidas y anchas. No había exposición donde no estuvieran presentes los gallo".

Pero no fueron las tendencias mágico-poéticas, tan llenas de sugerencias sociales, las que prevalecieron en definitiva, sino por el contrario una tendencia racionalista que procedía de la tradición cubista. Fue decisivo a este respecto el papel cumplido por Alejandro Otero, quien residía en París desde 1945. La exposición de su serie Las Cafeteras, suscitó gran revuelo en 1949 cuando el artista regresó a Caracas con el objeto de dar a conocer la original obra. Otero iba a ser el líder natural de su generación. Por primera vez se pudo apreciar en Caracas una tentativa global de desmontar y armar sucesivamente todas las fases que llevaban del objeto a la abstracción, de la destrucción de la forma a su construcción, por una vía de análisis muy similar al proceso de "purificación" que practicaba Mondrian. Este inusual planteo que en las obras de Otero tomaba como base temática un vulgar utensilio fue el toque que faltaba para los jóvenes abordaran, en Caracas, el problema allí donde el autor de Las Cafeteras lo dejaba: la abstracción pura, los valores plásticos aislados de todo naturalismo, actuando dinámicamente en la tela.


LOS DISIDENTES


Más tarde, en París, tuvo lugar una reagrupación de los nuevos artistas que sería definitiva para el destino de la vanguardia; ello dio origen a la formación del grupo Los Disidentes, nombre dado en principio a una modesta revista publicada por los venezolanos que residían en Francia y que circuló en Caracas entre mayo y septiembre de 1950. Revista de aspiraciones juveniles, casi exclusivamente enfocada al cuestionamiento de la problemática cultural de nuestro país, Los Disidentes estuvo lejos de desarrollar el pensamiento teórico de que precisaba el prometedor movimiento plástico que se venía gestando desde 1945; por el contrario, los esfuerzos se malgastaron en una pequeña guerra local, sin opositores, contra los cenáculos, los jurados, las escuelas, concursos y estilos pictóricos que estaban en boga en Caracas. Tal vez hubiera sido más útil canalizar la discusión por la vía en que Narciso Debourg comenzó a plantearla en un artículo insertado en el No 4 de dicha publicación, y donde se decía lo siguiente: "Salimos de un mundo en el que por razones históricas hemos adquirido una formación casi exclusivamente romántica, al enfrentarnos a Europa, este mundo se nos presenta como un enorme nivel de desarrollo intelectual por el que nosotros no hemos pasado todavía".

Pero Los Disidentes dieron origen a un nuevo planteo en la evolución del arte venezolano. Ahora se trató de cerrar filas en el abstraccionismo, de un modo radical y beligerante a través de un movimiento coherente. Mucho más importante que los ataques a la Escuela y al Salón Oficial fueron las realizaciones en sí de Los Disidentes. Para la época, el arte abstracto estaba en auge en Europa. La enseñanza de los grandes maestros de la primera generación de pintores abstractos, Kandinsky, Mondrian, Albers, Hoffmann, Moholy-Nagy, había sido puesta al día al término de la Segunda Guerra, y pronto entró en escena un grupo notable de artistas maduros decididos a llevar más adelante las realizaciones de aquéllos. Schneider, Soulages, Poliakof, Max Bill, Hartung, Herbin, Dewasne, Vasarely, Magnelli, Arden Quin. A propósito de la expansión del arte abstracto tal como la experimentaron los disidentes en un momento de gran optimismo, Alejandro Otero nos dejó un significativo testimonio cuando escribió en la mencionada revista: "El año de 1946 fue decisivo en la transformación actual de panorama de la pintura joven en Francia. De él arranca la reacción más total contra la pintura del pasado, y más radicalmente todavía, contra la influencia de los grandes contemporáneos, Braque, Matisse y Picasso, que habían absorbido el primer plano de la actualidad y atención del mundo durante los últimos cuarenta años. Se redescubren los iniciadores del arte abstracto (poniéndose en evidencia, sobre todo, la figura de Wasily Kandinsky) y alrededor de sus continuadores más inmediatos, Magnelli, Hartung y Schneider, un núcleo de fuerzas nuevas se asienta. Este movimiento que cuenta entre sus filas nombres como los de Dewasne, Soulages y Vasarely emprende una acción de tal vigor que en poco tiempo toma proporciones de "verdadero mar de leva" que no cesa de crecer y profundizarse cada vez más. Las tendencias de vanguardia, sin hablar de los émulos de Matisse y Picasso de los últimos años, habían hecho un buen salto atrás removiendo las bases del fauvismo y del expresionismo, en su contenido propiamente colorista y afectivo, para crear, a través de una reconstitución intelectual eminentemente lírica y liberada de la traducción sensorial directa del mundo exterior, un arte nuevo, que se sitúa al límite mismo de la pintura abstracta de hoy, cuya atracción no deja de ejercerse en ellos o, al menos, en la salida que propone (Bazaine, Esteve, Lapicque, Le Moal, Manessier, Singier)".

Puede apreciarse que Otero habla en el último de los párrafos transcritos de un abstraccionismo de "contenido propiamente afectivo y colorista", que es fácil de identificar con lo que posteriormente fue conocido como abstraccionismo lírico o libre". En la época en que Otero escribió el anterior juicio eran muy marcadas las dos tendencias en que se dividiría, hasta hoy, el arte abstracto. Por un lado estaba el abstraccionismo que no renunciaba del todo a dar testimonio de la realidad sensible y que continuaba en el fondo apoyándose en el poder expresivo que caracterizó a a pintura tradicional. En cierto modo era una pintura que no rompía con los medios de percepción clásicos puestos en juego en la relación entre público y obra. Incluso era, en la mayoría de los casos, una pintura de caballete. El otro abstraccionismo procedía de una fuente más racional y planteaba el problema plástico como la necesidad de una ruptura radical con el pasado. Los creadores trataban de asumir a conciencia el programa del arte de los nuevos tiempos; el lenguaje del futuro debía marchar sobre los rieles del progreso ininterrumpido de los conceptos. En ese sentido, el abstraccionismo geométrico asumía la herencia de las principales teorías estéticas desde Cézanne, pasando por el cubismo, hasta el constructivismo ruso y el neoplasticismo. Las ideas más influyentes alrededor de las cuales se teorizaba habían sido expuestas por el solitario Piet Mondrian, quien estableció una diferencia entre la forma particular -realismo- y la forma universal -abstracción-, para llegar a la conclusión de que esta última se realiza en el arte plástico puro -arte abstracto-. "A través de la historia de la cultura, el arte ha demostrado que la belleza universal no surge del carácter particular de la forma, sino del ritmo dinámico de sus relaciones inherentes, o en una composición de las relaciones mutuas de las formas. El arte ha probado que se trata de determinar las relaciones. Ha revelado que las formas crean relaciones y que éstas crean formas. Gradualmente el arte purifica sus medios plásticos, produciendo así relaciones entre sí. De este modo en nuestros días, aparecen dos tendencias: una mantiene la figuración, la otra la elimina" (*). Mondrian, así pues, distingue entre la forma histórica y particular que es la "que siempre nos dice algo": "es descriptiva, toda vez que acentúa en la obra de arte la expresión individual", y la forma universal gracias a la cual "el arte se libera de factores aprensivos que velan la expresión pura de la vida. En otros tiempos la forma limitativa era lógica y necesaria en el arte plástico. Ella sustenta a las obras maestras del pasado. En nuestra época toda manifestación, tanto en la vida como en la expresión plástica, demuestra su deseo de liberación". Para Mondrian la forma liberadora, universal, es por oposición a la limitativa la que permite " la expresión de la verdadera realidad y de la auténtica vida humana, constante y sin embargo siempre palpable". Se propone así un orden de elementos puros, despersonalizados, que al entrar en combinación en la obra de arte manifiestan un acuerdo esencial con la ley principal del arte y la vida: la del equilibrio". Mondrian dio el nombre de "arte plástico puro" a su proposición, basada como se sabe en la ordenación suprema de los colores primarios, más el blanco y el negro, en planos octogonales divididos por barras horizontales y verticales. Acerca de esta organización dijo: "El arte tiene que obtener un exacto equilibrio por medio de la creación de formas plásticas puras compuestas en oposiciones absolutas. De esta manera, las dos oposiciones (vertical y horizontal) están en equivalencia, es decir, tienen el mismo valor: una necesidad primordial de equilibrio. Por medio de la abstracción el arte ha interiorizado la forma y el color ha llevado la línea curva a su máxima tensión: la recta (La línea recta es una expresión más fuerte y profunda que la curva). Usando oposición rectangular -la constante relación- establece la dualidad universal individual: la unidad". Esta unidad está claramente expresada por lo que Mondrian denominó el Equilibrio Dinámico, por oposición al equilibrio estático que rige a las relaciones de la forma particular y limitativa (arte clásico y figurativo). "El equilibrio dinámico, unifica las formas a través de la oposición continúa, en cantidad absoluta". A través de su desarrollo -agrega Mondrian- la cultura del arte plástico ha revelado progresivamente que cuanto más determinante sea la expresión del movimiento dinámico, en la misma medida desaparece la expresión partícula de la fora. Es lógico que la forma más neutral sea la más adecuada para expresar nítidamente el movimiento dinámico".

Una última cita de Mondrian aclara la idea que éste tenía de las relaciones entre arte y medio ambiente: "En un futuro presenciaremos el fin del arte como algo separado del medio ambiente, que es la verdadera realidad plástica". Las proposiciones de Mondrian tenían un marcado acento social y nacían de una profunda reflexión moral sobre el mundo; allí su interés en un arte que, actuando como la vida, pudiese ocupar un sitio en la realidad diaria, integrado espontánea y sencillamente a las actividades del hombre, en la calle, en los sitios de trabajo, en los parques y teatros. El camino era la integración, es decir "la unificación de la arquitectura, la escultura y la pintura en función de una nueva realidad plástica". De este modo, reconocía Mondrian, "la pintura y la escultura no se manifestarán como objetos separados, ni como artes murales que destruyen a la arquitectura misma ni como "artes aplicadas", sino que, por ser puramente constructivas, ayudarán a la creación de un medio no solamente utilitario o racional, sino también puro y completo en su belleza". Esta predicción de Mondrian es de 1937. Hubo que esperar 10 años para que fuese retomada por las nuevas generaciones de constructivistas. Pero no fueron ideas exclusivas de Mondrian. Los constructivistas rusos habían teorizado sobre el mismo aspecto del arte integrado y concibieron toda expresión artística como manifestación pura y simple del diseño, con fines destinados a abolir la separación entre vida y arte que había institucionalizado el museo tradicional, cuya destrucción pedía el poeta Maiacovsky. La experiencia rusa dio resultados positivos en la práctica y aunque fue interrumpida hacia 1923, ella se vio respaldada, casi simultáneamente, por movimientos de la importancia de la Bauhaus de Weimar, creada por W. Gropius en 1922, o del neoplasticismo holandés.

Indirectamente el movimiento venezolano de Los Disidentes se nutrió de estas ideas que la vanguardia europea re-elaboró cohesionadamente después de 1946. Esto en cuanto a la teoría. Respecto a la práctica, los resultados no se vieron sino después de 1952, cuando, ya instalados en Caracas, los integrantes del movimiento disidente radicalizaron más sus objetivos de enfrentarse a la realización de sus proyectos. Fue un movimiento que favoreció la integración de las artes, para dar origen a un lenguaje plástico coherente con las tendencias del diseño nuevo y de la arquitectura. Fue como diseñador que el artista nuevo comenzó a verse a sí mismo en un momento de gran revuelo internacional. Internamente, en el país, coincidiendo con la explosión económica, una corriente derivada de las proposiciones integracionistas iba a conocer un éxito sin precedentes: el abstraccionismo geométrico.


EL ABSTRACCIONISMO GEOMÉTRICO


Hubo una gran diferencia entre la posición de Los Disidentes, en París en 1950, y la que dos o tres años después estos mismos artistas mantendrían en Caracas. Aquélla implicaba una toma de posición agresiva contra el status cultural, tal como se vio en el manifiesto No (Revista Los Disidentes, No 5): "No es la tradición que queremos instaurar". Ahora, bajo el rótulo del abstraccionismo geométrico se adoptó una posición conformista frente al poder económico de una burguesía snobista; se aceptó entusiastamente participar en los proyectos artísticos del sistema. Se trazó un borrón sobre el pasado de protesta para que los artistas pudiesen ponerse a la altura de los programas de integración que en parte eran ideas de los pintores mismos; la integración, es decir, la colaboración del arquitecto y el artista, fue más que todo una coyuntura, no es una verdadera alianza como se pedía. Fue un proyecto sin articulación orgánica con una filosofía de la forma para saber por qué y para qué se hacía lo que se hacía. ¿sobre que bases se construía? en general, fue resultado de la aplicación eufórica de los principios del internacionalismo plástico a soluciones arquitectónicas improvisadas, en un país dispuesto a pagar con oro su título de nuevo rico. Se llevó a cabo la colaboración, pero de un modo epidérmico como una yuxtaposición decorativa de la pintura y la escultura antes que como síntesis orgánica en la que el artista hubiese estado comprometido desde un principio.

Por su puesto, como ocurre siempre en Venezuela, el abstraccionismo geométrico no fue un movimiento planteado en base a objetivo de largo alcance que justificaran el progreso de una experimentación sostenida a cualquier precio, ni que tomara muy en cuenta las tradiciones históricas o plásticas del país. Logrados ciertos objetivos inmediatos, que respondían más o menos al nivel de exigencia de los proyectos del momento, el geometrismo comenzaría, al cabo de un lustro, a extinguirse. Se comprobaba así que las condiciones óptimas para desarrollar una experiencia importante sirven de muy poco cuando no se tiene suficiente claridad sobre los objetivos y el significado de esta experiencia y, sobre todo, cuando esa experiencia carece de raíces firmes en la realidad, en la tradición artística. Ni el artista ni el arquitecto estaban preparados para esta empresa. Quedando los murales como expresión del camino más fácil: cubrir en extensión con colores palnos un espacio dado, para producir un determinado ritmo dinámico, no necesariamente ortodoxo con respecto al neoplasticismo de Mondrian. Las policromías que cubrían externamente a los edificios constituían la clásica solución de mano de obra a una composición volumétrica que sólo era afectada superficialmente por la intervención del artista: ninguna comprensión del espacio y de la cohesión de las partes puesto que la colaboración del artista comenzaba cuando ya el proyecto estaba en marcha o terminando. Lo que demuestra que el artista siguió pensando como el pintor habituado a resolver el problema de la forma en dos dimensiones, extendiendo, doblando o curvando el plano sin preocuparle el espacio interno, el espacio físico. Alejandro Otero, principal teórico del abstraccionismo iba a reconocerlo muchos más tarde cuando, en 1972, declaró para El Nacional: "tuve que hacer escultura para resolver problemas que me había planteado como pintor; creo que la escultura es consecuencia de la pintura. Los elementos utilizados en la pintura no me daban para transformar el espacio, para que la obra misma fuera el espacio, ir al espacio verdadero".


DOGMATISMO VERSUS LIRISMO


Con todo, los abstractos geométricos jugarían un papel decisivo que la historia tendrá que reconocerles con parecida justificación a la que suele dársele al Círculo de Bellas Artes. Fueron los grandes renovadores del momento y expresaron ideales de contemporaneidad que por primera vez se manifestaban simultáneamente con la vanguardia europea. Es evidente que la capacidad mimética de nuestra conciencia de país subdesarrollado se reveló aquí nuevamente, y en un grado de diletantismo sin precedentes. Pero el esfuerzo fue honesto y, en cierto modo obstinadamente combativo. La aceptación del arte abstracto y su difusión hasta la fase en que se encuentra actualmente se originó en aquella época tan optimista. Gracias a la prosperidad económica de la burguesía caraqueña de entonces, el interés por el arte nuevo ascendió a un punto en la escala de estimación que no se ha vuelto a repetir. La renovación se experimentó en todos los órdenes y, por primera vez la escultura traspasó el umbral del monumento funerario y de la decoración arquitectónica. La renovación ocurrió también en la pedagogía artística, en el diseño gráfico y, sobre todo, en la divulgación estética a través de las galerías que se crearon y, sobre todo del Museo de Bellas Artes, cuya reorganización fue emprendida en 1956 por uno de los antiguos miembros del movimiento disidente, el pintor Armando Barrios. Le debemos a esta época el afán de divulgar el estilo de los grandes maestros mediante exposiciones de carácter internacional y el interés que los coleccionistas iban a tomar desde entonces por el arte moderno de todos los países.

Dos generaciones se levantaron dentro de las proposiciones del abstraccionismo geométrico, cuyo predominio como corriente de actualidad fue casi absoluto, por espacio de ocho años. Los salones oficiales de 1957 y 1958 fueron los mejores exponentes de este auge; el abstraccionismo geométrico puso a la orden del día toda una gramática de fácil empleo por parte de todos los que se sumaban o llegaban tarde al movimiento. No faltaron las actitudes arribistas. De cualquier manera, entre los artistas que constituyeron el grupo inicial de los abstractos geométricos reunidos en principio alrededor de la revista, se encuentran: Alejandro Otero, Pascual Navarro, Luis Guevara Moreno, Mateo Manaure, Carlos González Bogen, Perán Erminy, Narciso Debourg, Rubén Núñez y Aimé Battistini; posteriormente ingresaron Armando Barrios, Miguel Arroyo, Alirio Oramas Oswaldo Vigas; en el aspecto teórico, como colaborador de la revista, figuró el filósofo J.R. Guillent Pérez. Entre los artistas agrupados al comienzo en el taller Libre de Arte y que a continuación se sumarían al movimiento abstracto-geométrico debemos citar también a Omar Carreño, Victor Valera y Alfredo Maraver.

Alejandro Otero representó para su generación lo que A. E. Monsanto para el Círculo de Bellas Artes: fue el teórico por excelencia y su nombre estuvo íntimamente relacionado con los movimientos capitales que se sucedieron de 1945 a 1960. Si en el aspecto teórico Otero se ha pronunciado a favor de la aceptación plena de una contemporaneidad que no reconoce fronteras conceptuales ni geográficas, dando por sentado la necesidad de transformar constantemente los medios y las formas, en la práctica ha actuado como un artista extremadamente sensible a los valores de la obra de arte tradicional. Los trabajos de juventud de Otero, no obstante el espíritu iconoclasta que los animaba, quedarán seguramente entre las más importantes obras de aquella época en Venezuela, no soló por el rigor puesto en juego, sino también por una clara conciencia del problema de la pintura como lenguaje. En este sentido, Otero fue el pintor de su generación más capacitado para comprender y sentir a Cézanne, cuya obra le sedujo a tiempo que, mientras estudiaba en la Escuela de Artes Plásticas, ponía en práctica el método analítico del pintor francés, partiendo del objeto tradicional; la naturaleza muerta, la figura, el paisaje. Por esta vía Otero impulsó el movimiento renovador que se gestó en la Escuela de Arets Plásticas desde 1943. Instalado en París a partir de 1945, superó la influencia de Picasso para orientar su interpretación del cubismo en la dirección de Mondrian, llegando hacia 1947 a crear su famosa serie de Las Cafeteras y Candeleros, que se situaba al borde del abismo de una abstracción conceptual. Otero sería el primero en abandonar la figuración y en asumir la proposición neoplástica de la forma y el color puros, no representativos. De este modo, condujo su experiencia a los brillantes resultados de 1955: Los Colorritmos, que eran abstracciones geométricas individualizadas; ellas tendían a subrayar la impresión de dinamismo y vibración del color a partir de una escala de barras negras constantes, verticales u horizontales; posteriormente, al entrar en crisis la abstracción pura, Otero retomó algunos planteos del Collage Cubista y dadaísta para incursionar en un arte de objetos en el que se apreciaba la intención de darle organización al desorden informalista, a través de una obra de relaciones muy sutiles, en el Collage donde combinaba cartas caligrafiadas con postigos y recortes de prensa, en una totalidad de contenido expresivo. Después de esta operación Otero volvió al constructivismo, pero manteniendo para sus nuevas obras una escala arquitectónica de realización en la cual las proposiciones neoplásticas de 1953 parecen cobrar nueva vigencia, en el sentido de la obra integrada al ambiente y concebida en su globalidad.

Como Otero, Mateo Manaure se levantó bajo el signo de la experimentación. Alumno de Monsanto en la Escuela de Artes Plásticas, desde un comienzo afirmó un temperamento introvertido y poético que encontró cauce en una pintura subjetiva, incluso cuando tomaba el objeto tradicional. Al expresionismo de su figuración inicial siguió en 1947 una exposición en el Museo de Bellas Artes y la obtención del Premio Nacional de Artes Plásticas, que Manaure ganó a los 21 años tras lo cual viajó a Francia. En París desarrollaría un figurativismo caligráfico, de alusión biomórfica y acento surrealista. Este fue el camino para desembocar en el abstraccionismo, con el que se identificó plenamente a partir de 1952, ya instalado el artista en Caracas. Manaure desplegó una particular inclinación por el diseño gráfico, del cual llegó a ser pionero en Venezuela, cuando a la sazón trabajaba en sus murales geométricos proyectados para la Ciudad Universitaria de Caracas. Fue una de las etapas de mayor rigor en la larga trayectoria de este prolífico artista. Después de 1960, Manaure retornó a la figuración lírica, con su serie Los Suelos de mi Tierra, que eran paisajes subjetivos para cuya realización se apoyaba en medios tradicionales como el óleo y la tela. Esta búsqueda no fue ciertamente un impedimento para que, al mismo tiempo, Manaure dejara a un lado su obra de signo constructivista que veniá realizando ininterrumpidamente desde 1952 y que ahora presentaba bajo la fórmula de sus Cuvisiones.

Pascual Navarro iba a desarrollar un prodigioso instinto plástico estudiando bajo la dirección de A.E. Monsanto en la Escuela de Artes Plásticas. Después de exponer en 1947 en el Museo de Bellas Artes se dirigió a París en donde se convertiría en uno de los principales animadores del movimiento de Los Disidentes. Como sus compañeros, Navarro evolucionó hacia el abstraccionismo geométrico, asumiendo las teoría del momento y realizando una serie de obras que expuso en la Galería Arnaud, en 1952. Tras de recibir el encargo de un mural para la Ciudad Universitaria de Caracas, Navarro se concentró ahora en un planteamiento cromático, de carácter abstracto-lírico, por la vía de Manessier y de Moal, y abandonó la abstracción fría, tal como puede apreciarse en sus obras enviadas a la Bienal de Valencia, en 1955. Retornó al país natal en 1967, y aunque no superó su obra realizada hasta 1947, puede decirse que Navarro tiene un puesto asegurado en la historia del moderno arte venezolano.

Carlos González Bogen fue como Navarro uno de los más brillantes alumnos de la Escuela de Artes Plásticas en donde había pintado obras figurativas a las que habrá que remitirse siempre para comprobar la calidad de las búsquedas que se ensayaban por entonces en aquel plantel. Instalado en París, González Bogen partió del constructivismo y el neoplasticismo para afirmar un concepto plástico que en adelante estaría en su obra fuertemente relacionado con la integración arquitectónica. En efecto, de su generación González Bogen fue el que más rápida y consecuentemente se aproximó al planteo de la síntesis artística, y sus trabajos, en este sentido, llegaron a caracterizarse por su severidad formal. Interesado por la escultura realizó en 1954 sus Móviles y Estables que expusiera en Caracas en la Galería 4 Muros, fundada por él mismo. Luego, adherido al abstraccionismo geométrico, participó en los ensayos de integración del arquitecto Carlos Raúl Villanueva, realizando dos murales que se encuentran en el patio cubierto del Aula Magna de la Ciudad Universitaria. Como Manaure, González Bogen experimentó un vuelco radical de sus conceptos a finales de la década del 60, cuando retomó un estilo de figuración conceptual a la que daría una proyección mural que él ha tenido la posibilidad de ver realizada en algunos edificios de Caracas, como el que ocupa el Banco Italo-Venezolano, para el cual ejecutó una alegoría de la revolución latinoamericana (1969).

También Perán Erminy, Ruben Núñez y Alirio Oramas tomaron parte en el movimiento de Los Disidentes. Núñez realizó obras de características cinéticas entre 1950 y 1951, pero de regreso a Caracas se consagró a una experimentación artesanal con el vidrio, sin haber dado fin a sus búsquedas iniciales, interrumpidas desde 1951. Oramas desembocó en la abstracción geométrica dentro de la cual realizó un mural para la Ciudad Universitaria de Caracas, y en cuanto a Erminy, hemos preferido incluirlo entre los artistas que dieron su principal aporte en la década del 60. Igualmente tuvo relativa participación en el movimiento abstracto geométrico Miguel G. Arroyo C., quien dotado de un fuerte espíritu autocrítico abandonaría la pintura. Nombrado director del Museo de Bellas Artes en 1959, Arroyo se consagró a una tarea de crítico y conservador de arte a través de la cual ha realizado su principal contribución a la cultura del país. En cuanto a Rubén Núñez, ha conducido su investigación más reciente a la holografía, cuyo medio fundamental es el rayo láser, experimentando en un campo cuyo desarrollo sólo es admisible, por ahora, en una sociedad altamente tecnificada.

Más tarde lo encontraremos encabezando el movimiento neo-figurativo de Caracas, fue de los primeros venezolanos en arribar a la abstracción geométrica. Formaba parte del movimiento Madí, de tendencia constructivista, entre 1951 y 1954, y en esa época adhería a las siguientes proposiciones: ruptura del formato ortogonal y del plano bidimensional, concretización del color en elementos sólidos, conversión del muro en espacios, concepción de la obra como un objeto. Identificación muy circunstancial con las ideas más avanzadas, puesto que, en París mismo, Guevara Moreno iniciaría su retorno a la figuración, como ya veremos.

Omar Carreño llegó a París hacia 1951. Obsedido por la dinámica progresiva de los conceptos, participó desde este mismo de manera activa en los nuevos movimientos constructivistas. Con sus Polipticos de 1954 rompería el formato cuadrado para movilizar el plano de la obra añadiendo al soporte elementos mutables que modifican las relaciones con la armonía de colores puros del soporte fijo. En 1960, luego de una crisis, Carreño, tuvo una experiencia en el informalismo y poco después (1966) fundó en Caracas el movimiento expansionista con el que daba su propia contribución al cinetismo a través de la introducción de factores motrices y modificantes de la obra: la luz, la manipulación de los componentes giratorios, etc.

Hubo otros artistas que sin haber participado directamente en el movimiento de Los Disidentes desarrollaron en Caracas un lenguaje geométrico, después de 1955. Tales serían, entre otros, Elsa Gramcko y Luis Vázquez Brito. La primera hacía contrastar de formas planas, vivas y rotundas en cuadros de un carácter muy lírico y autónomo respecto a los sofisticados requerimientos de la integración arquitectónica, por lo que conservaban su cualidad expresiva que esta artista ha mantenido a lo largo de toda su trayectoria. Tentado por los planteamientos de Mondrian, en el sentido de la obra incorporada al ambiente físico, R. Vázquez Brito trabajó en proyectos de murales de concepción ascética y despojada, desplegando esquemas rítmicos horizontales.

Pero no se quedó en eso. La evolución lo impelió a buscar su propio camino en la forma particular. Profesor de pintura durante muchos años en la Escuela de Artes Plásticas, donde había sido alumno de A.E. Monsanto, Vázquez Brito pudo superar la crisis de la abstracción geométrica y así lo encontramos desde 1962 empeñado en reelaborar la imagen informalista,a la que había llegado poco antes, para ordenarla a partir de una recreación del espacio real; el paisaje marino, reverberante a la acción de la luz y el azul intensos cielos y el mar (apenas separados por la raya del horizonte) devienen transformado en una imagen de orden visual y táctil por lo que la materia le concede a la factura, y de concepción mental, por lo que ella toma de la memoria.

 

LA ALTERNATIVA: LA DESTRUCCIÓN DE LOS GÉNEROS


Ya desde aquella época se apreciaba que los límites de los géneros tradicionales, como definiciones cerradas, cedían frente al empeño de los artistas de encontrar un lenguaje único y específico; comenzaba a verse en la realidad la forma posible de un arte que ya no se quería circunscrito por las paredes de los museos y las casas. Cuantos proyectos se concibieron para obras al aire libre que se resistían a ser llamadas esculturas o murales, a secas. Eran, en suma, totalidades. La cuestión principal que se planteaba era la destrucción de la bidimensionalidad en términos de lenguaje tradicional; se luchaba contra la pintura y la escultura, tal como estos géneros habían sido formulados separadamente hasta hoy. Una de las salidas fue el urbanismo, puesto que éste se prestaba a una interpretación en la que no quedaba residuo alguno de la antigua expresividad; por el contrario, las obras manifestaban una nueva voluntad de diseño que exigía, para plasmarse, la utilización de materiales de insospechable asepsia; el hierro y los plásticos, los soportes laqueados, el empleo de pistolas de aire y pinturas industriales, garantizaba que el famoso "toque" del artista, el "trazo de la mano", estaba fuera de todo alcance. Lograr un arte integrado al urbanismo, que fuese expresión de las posibilidades asomadas por los nuevos materiales, no pasaba de ser una utopía más. Los que accedieron a ella, deslumbrados por el poder de la arquitectura, terminaron volviendo al viejo individualismo artístico, aunque no renunciaran del todo a los materiales novedosos, ni al racionalismo de su concepción. No hubo más remedio que volver a pensar en los espacios cerrados, donde al obra también resultaba concreción cerrada.

Quedó de ello la ambivalencia de los géneros fusionados, la destrucción de los linderos. El pintor era a la vez el escultor, y viceversa. Y entre uno y otro oficio no se interpuso en adelante la profunda diferencia de conceptos formales y técnicos: el volumen o el plano; el material o el color y la línea; lo visual y lo táctil.

Este fue el camino seguido por algunos artistas que experimentaron el fracaso del integracionismo, como es el caso de Víctor Valera (1927), quien había trabajado en el taller de Dewasne en París, en 1951. Su clara adhesión geometrismo lo determinó, ya desde entonces, a interesarse por ciertos aspectos del movimiento real, al igual que Rubén Núñez; búsqueda que derivó en los planteos geométricos que Valera se hace en la etapa siguiente de su trabajo, ya en Caracas. Pero desde 1956 desemboca en lo tridimensional, optando a partir de 1959 por el trabajo en hierro, en un comienzo con tímidas reminiscencias líricas, que evocan a Julio González, y luego articulando formalmente su sintaxis severa a un diseño que, en un momento de vacilación lo induce a elaborar formas realistas, dentro de la tradición estatuaria universal.


EVOLUCIÓN DE LA ESCULTURA ABSTRACTA EN LA DÉCADA DEL 50


La escultura tuvo siempre en Venezuela pocos cultivadores. En el Círculo de Bellas Artes no figuró un solo escultor. Esto es explicable: no hubo propiamente une escultura impresionista (si exceptuamos la de Rodin). Francisco Narváez, nuestro mejor escultor, es de una generación bastante reciente. Entre Los Disidentes no hubo quien se propusiera, en un principio, ser escultor. Víctor Valera lo será mucho más tarde, Alejandro Otero en los tiempos recientes. Tan escasa inclinación por arte tan severo no puede explicarse solamente como carencia de tradición; ello es también consecuencia de una cierta impotencia del temperamento del trópico para la expresión volumétrica. La escultura, floreció en la regiones mediterráneas donde la clara atmósfera destaca las formas de la naturaleza y el clima es propicio a la sensualidad táctil de la materia. La cuenca del Caribe, que está más cerca de la sensualidad mediterránea que países como Argentina o el Uruguay, no ha producido, sin embargo, muchos escultores notables.

En la Escuela de Artes de Caracas faltaron siempre profesores de escultura que no vieran el arte como asunto académico. Ella tenía un rango secundario en el estudio del arte puro. Todos se proponían ser pintores.

Después de 1940 está en actividad el escultor Francisco Narváez, quien había estudiado en Europa. El primer realismo de Narváez es tranquilo y amable, aunque salva el riesgo de un simple folklorismo morfológico en virtud de la armoniosa estilización que hace de la figura humana en provecho de formas rítmicas y de calidades de la textura de los materiales, piedra y manera. Narváez continuó pacientemente esta línea de estilización figural que lo convertiría durante esta década en el primer artista venezolano empeñado seriamente en encontrar soluciones artísticas para el urbanismo. Su obra encuentra un sitio en el estilo arquitectónico de la época: relieves para fachadas, frisos y fuentes imponen a su trabajo un desarrollo monumental, desusado en aquel tiempo. Después de ejecutar la fuente central de la Plaza de El Silencio, Narváez declinó en su actividad integracionista; pudo así desarrollar su búsqueda personal en el sentido de una depuración que lo llevaría a la forma abstracta, después de 1952. El torso humano, más que las formas embrionarias de la vegetación, siguió siendo el resorte de su inspiración. El volumen cerrado es su gran medio y ahora pasó de la utilización de maderas como el carreto, la caoba o el guayacán al empleo del bronce, el hierro y diferentes piedras de mar, así como de un registro inagotable de nuevas maderas, de una dignidad poderosa, que él mismo fue descubriendo a lo largo de su trabajo. La abstracción no era más que la consecuencia lógica de una estilización gradual que surgía de la necesidad de apropiación de la plasticidad de la materia antes que del deseo de representar el modelo humano.

El abstraccionismo geométrico inauguró una nueva época para el hierro, en la escultura. El pintor trabajó ahora sobre bocetos resueltos como estructuras de metal que debían integrarse en forma de relieves a la arquitectura de edificios y jardines. Abel Vallmitjana, aceptó el reto de la integración, que pedía materiales más resistentes; pero sin sacrificar la figuración, logró realizar obras de formas orgánicas, donde se mantenía el recuerdo de la figura, en parques y ambientas urbanos.

Para el hierro laminado diseñaron, con rigor geométrico, Omar Carreño y Víctor Valera; los dos eran pintores sometidos a una lógica rigurosa a tiempo que se consagraron a una escultura estable, armada con varillas y planchas de hierro, en cuyo conjunto la materia apenas era sentida como tal.

Privaba un concepto de diseño, y si se usaba hierro era por que su resistencia a la intemperie era más prolongada. Hubieran podido emplearse plásticos, y así también se hizo.

No fue la integración la meta de Pedro Briceño, alumno de Francisco Narváez en la Escuela de Artes Plásticas de Caracas y de Robert Adams, en Londres. Briceño no se planteó el acceso a un diseño geométrico programado, sino que sencillamente trató de continuar la tradición artesanal, realizando él mismo sus obras directamente con el soplete de acetileno. Y si bien desembocó, conforme la naturaleza del hierro, en un arte constructivista, su obra termina apoyándose en valores expresivos (textura, color, plano en tensión, espacios negativos-positivos, ritmo) que le otorgan, dentro de la abstracción, una coherencia orgánica.


 

LA CIUDAD UNIVERSITARIA Y UN ENSAYO DE INTEGRACIÓN DE LAS ARTES EN VENEZUELA


Puede decirse que uno de los mayores aciertos del arquitecto Carlos Raúl Villanueva fue haber intentado llevar a la práctica un ideal perseguido y casi nunca logrado por artistas, teóricos y arquitectos de diferentes épocas: la integración de las artes. Soló el optimismo y el grado de audacia con que se plantearon las ideas artísticas durante la época en que fuera construido el núcleo central de la Ciudad Universitaria de Caracas pudieron haber brindado a Villanueva la oportunidad de demostrar su concepción original de la síntesis artística y la posibilidad de realizarla con los medios, materiales y técnicas que le ofrecía nuestra época. La Ciudad Universitaria ha quedado así no soló como su obra arquitectónica más importante, sino también como un ensayo de integración que es ejemplo único en el mundo. Ella representa, en su conjunto, una etapa culminante del desarrollo del arte contemporáneo, y su resultado motiva interés en todas partes. "En la Ciudad Universitaria -escribió Sir John Rothenstein en el "Time" de Londres, el 9 de abril de 1961- no solamente he visto un conjunto arquitectónico que despierta admiración, sino que se confirma además una convicción que ha sustentado por largo tiempo: la de que buena parte del arte abstracto de nuestros días fracasa totalmente como experiencia aislada, pero asumirá vasta significación si se integrara a un todo arquitectónico. Sirve menos como elemento de comunicación individual de lo que muchos de sus creadores y defensores quieren hacernos creer".

Para un arquitecto que ha subrayado con inteligencia en toda su obra los valores expresivos de los medios empleados por encima de la función deshumanizada, y que ha partido de la creencia de que la arquitectura es un arte, pero por sobre todo una totalidad que satisface necesidades vitales y que nace a la vez de la historia y de la época, la integración artística es un proceso que no se explicaría sin tener en cuenta su pensamiento de arquitecto. Dice Villanueva, en efecto: "No me atraen los sistemas cerrados. Me interesan todos los aportes, las formas nuevas y todos los contenidos que ellas encierran; todos los nuevos avances constructivos de cualquier parte que vengan, constituyen un estímulo para mí". Esta universalidad de criterio puede entenderse menos como un eclecticismo que como necesidad de interpretar la arquitectura como un desarrollo de la historia. De allí que, afirmando el valor de las técnicas contemporáneas, únicas apropiadas para resolver los grandes problemas de vivienda y comunicación de nuestra época, Villanueva siente urgencia de encontrar en el pasado motivaciones estéticas y funcionales que interpretó en base a la búsqueda expresiva de un espacio arquitectónico nuevo. Ciertos motivos del barroco colonial se funden de este modo en las arcadas y portadas de los edificios de la urbanización "El Silencio"; y a lo largo de toda su obra encontramos estos recursos propios de una visión muy humanista y personal de la arquitectura. En muchas de sus obras, aun entre las de carácter más audaz, Villanueva, se ha inspirado en la funcionalidad de los espacios de la arquitectura colonial. En su obra se aprecia un principio de fusión de soluciones formales y técnicas muy distantes en el tiempo pero que reflejan la misma preocupación por el espacio en función de la vida. Y este interés por la organización total de la arquitectura implica la consideración de la obra de arte como parte fundamental de la cultura de una comunidad humana. "Me preocupa el problema de una nueva síntesis -escribió Villanueva- de los distintos medios de expresivos. Es para mí una inspiración reconducir la arquitectura, la pintura y la escultura a la cohesión íntima, inextricable, significativa". En la Ciudad Universitaria de Caracas, y sobre todo en el núcleo que rodea al Aula Magna, se desarrolló Villanueva esta vieja aspiración de arquitectos y artistas. También aquí tuvo en cuenta experiencias anteriores, y partió de la crítica de ellas y de una definición de principios. La idea fundamental de villanueva resida en la diferencia que establece entre la síntesis y la integración: "En el caso de la síntesis, las artes, conservando sus características tradicionales, particularmente la pintura y la escultura, confluyen en el espacio arquitectónico; dando cuerpo a una unidad de nueva calidad, pero antigua en características, pueden estructurarse las demás expresiones artísticas, aceptando así primicia de la arquitectura y dando lugar los mejores ejemplos de síntesis".

Muy distinto es el caso de la integración. "En la integración no hay marco previo porque es la misma conformación, la misma actitud del trabajo humano, lo que va a dar significado unitario, con cohesión de forma al mundo funcional y espacial del ciudadano. A la base de la integración estará el proceso de producción mecánico y un sistema de relaciones económico-sociales". Otros puntos de referencia de Villanueva son la arquitectura del Brasil y los ensayos del muralismo mexicano. En el primer caso, la obra arquitectónica de Villanueva lleva implícita una crítica a la marcada preferencia de los brasileños por las áreas extensas y descubiertas y por la arquitectura de grandes espacios y escala algo inhumana, como se aprecia, por ejemplo, en Brasilia o en el moderno urbanismo de Sao Paulo, con sus grandes rascacielos, expresiones ambas de un medio físico desmedidamente dilatado y de una actividad socio-económica ambiciosa. Pero como lo ha probado Malraux, la extensión no puede confundirse con lo monumental y, sin embargo, él parte de una concepción del espacio y hasta podríamos decir que de un espacio intimista, a la medida y escala del hombre. "Considero -dice- que el medio expresivo específico de la arquitectura es el espacio interno, el espacio fluido usado, gozado por los hombres. A partir de la invención esencial del espacio como lugar privilegiado de la composición, como clave secreta de todo el proyecto, se articula la caja volumétrica. Se concreta la estructura portante. Vibra el color y la textura. Vive con las pulsaciones de las instalaciones de energía, con los movimientos de los servicios mecánicos". Estas ideas explican claramente no soló la actitud de Villanueva, sino también, en parte, lo que se propuso lograr en la Ciudad Universitaria.

En cuanto al muralismo mexicano, es evidente que, pese a su contenido ideológico y a la fuerza comunicativa de su mensaje -como lo reconoce Villanueva-, no resuelve el problema de la integración de las artes. Sencillamente, la experiencia mexicana se reduce a una yuxtaposición que se emparenta con el decorativismo de las soluciones murales del Renacimiento. No otra solución nos ofrece el edificio de la Biblioteca de la Universidad Autónoma de México, obra de Juan O`Gorman, y cuyos muros exteriores están cubiertos con un amplio mosaico de motivos simbólicos-figurativos. Evidentemente, Villanueva tuvo presente la experiencia de O`Gorman para su discutido Bloque de la Biblioteca de la Ciudad Universitaria de Caracas, que casi está concebido como una masa escultórica. Sólo que para subrayar el valor expresivo del volumen, Villanueva cubrió los muros exteriores no de pinturas figurativas sino de un tono rojo uniforme e intenso, logrando un efecto muy austero y a la vez atrevido, y que es esencialmente una respuesta que se opone a la yuxtaposición de O`Gorman. Para Villanueva el color superpuesto, el color superficial, es tan importante como el valor natural de la textura del medio empleado y tanto como la luz para los efectos visuales de la arquitectura, y es con el juego de todos estos elementos combinados que creemos nosotros él ha concebido el espacio elocuente y grandioso de la Plaza Cubierta de la Ciudad Universitaria, tal vez su obra más representativa. Aquí se encuentran, distribuidas racionalmente, varias obras de pintura y escultura que, gracias al tenaz desempeño de Villanueva para conseguirlas y a despecho de las críticas que se le han hecho, convierten en Caracas en una encrucijada del arte internacional.

En parte el logro de Villanueva reside no sólo en la selección misma de las obras, de lo cual él se ocupó personalmente, sino también en la disposición concertada de ellas, de modo de mantener la independencia de cada estructura, a la vez que una interacción regulada por el plano distributivo del espacio y por la función vital.
Aunque artistas famosos como Fernand Léger, Arp, Pevsner y Vasarely, entre otro, no estuvieron nunca en Venezuela, limitándose ellos a trabajar con planos y fotografías, fue posible una comprensión cabal del problema espacial como lo demuestra la propia declaración de Léger: "Desde que Villanueva vino a verme (en 1954) con los planos y bocetos de su Ciudad Universitaria bajo el brazo, tuve el presentimiento de que, si este proyecto se realizaba, significaría para la arquitectura un acontecimiento contemporáneo. Por lo tanto, decidí colaborar creando un mural en mosaico y un vitral en pasta de vidrio".

Si es verdad que la obra de integración de Villanueva no se explica sin el optimismo de la época en la síntesis de las artes y, sobre todo, por el auge del diseño artístico internacional a consecuencia del desarrollo de las ideas neo-plásticas en que habían trabajado especialmente los pintores abstractos, también hay que decir que la actitud humanística de este gran arquitecto fue determinante para que su elección no se limitara, con criterio estrecho y dogmático, a preferir obras del abstraccionismo geométrico, en un momento en que esta corriente artística estaba de moda. En esto supo ser también ecléctico para combinar formas de arte tradicionales con las creaciones abstractas que estaban de moda. Así podemos comprobar como la escultura Anfión, de Laurens, responde a una concepción figurativo-expresionista, sin que por ello pierda su interrelación con el espacio donde fue colocada y, sobre todo, con el mural de Léger que le sirve de fondo y que, lejos de aprisionarla, la vuelve más monumental y viva. Buscó Villanueva, con la obra de Léger, un efecto cromático muy explosivo y la hizo contrastar con la escultura de Laurens, en un juego muy luminoso; hay que decir también que Léger no es en propiedad un artista abstracto y su obra pertenece a la mejor tradición muralística, que encontró en este artista tal vez la más notable representante francés de los tiempos modernos.

Es necesario puntualizar que una de las críticas que se le hicieron al ensayo de integración de la Ciudad Universitaria consiste en señalar las fallas debidas a la improvisación en la elección de las obras y los tipos de materiales en que ellas fueron realizadas. De hecho, sólo en algunos casos se logró un diseño ajustado de la ambientación de la obra en función del espacio, los materiales, la luz, la escala y el color. En otros aspectos, sucedió que se les dio a muchas obras un carácter de decoración mural; al programar obras para la interperie no se previó la resistencia de medios cuyo procesamiento -como en el caso de las cerámicas empleadas- no fue suficientemente comprobado, tomando en cuenta que estarían expuestas al sol y las lluvias; debido a esta carencia, algunas obras, como el techo exterior de la Sala de Concierto, se perdieron irremediablemente; y, en general, puede decirse que el experimento fue mucho más afortunado en la teoría que en el destino que les tocó vivir y que ha condenado al patrimonio artístico de la Ciudad Universitaria al más completo abandono físico y a la destrucción, si no se toman medidas de mantenimiento. En verdad, el primer problema que debió resolver Villanueva, antes de llevar a delante el plan, fue el punto tocante a la educación del gusto. Es decir, saber si estaba preparada la élite universitaria para comprender el valor del experimento, de modo que aquella hubiera podido contribuir, más adelante, a salvarlo, ya no siquiera por el valor artístico de la obras incorporadas, sino por el valor económico de éstas.


 

LAS CORRIENTES FIGURATIVAS Y NEO-FIGURATIVAS


Es cierto que la figuración de los últimos 20 años entronca parcialmente con la rica tradición realista de la pintura venezolana; a la vez hay que referirse a la evolución que estas corrientes experimentarían bajo la influencia del expresionismo y el fauvismo europeos a través del puente que representó la Escuela de Artes Plásticas de Caracas, a partir de 1936. Como en el abstraccionismo, también aquí las formas del estilo tienden a subrayar el carácter internacional que define a las búsquedas, siempre apoyadas en el concepto de pintura como lenguaje y rechazando los delineamientos americanistas del realismo social o del moderno arte mexicano que había influenciado a los pintores venezolanos de los años 30 y 40.

Esta figuración ha tenido diversas fases y una de ellas ha sido estudiada más arriba cuando nos referimos al Taller Libre de Arte, cuya experiencia se caracterizó por el afán de los pintores de estudiar y fundir en sus obras las tendencias principales de los maestros de la Escuela de París. Hemos hablado de la ruptura que este estilo encausó frente a las tendencias paisajísticas. Hacia los años 44 y 45 el surrealismo encontraba resonancia en la obra de Poleo, Abreu y O. Vigas. Por la misma época el movimiento de vanguardia, con una mayor conciencia de la autonomía de la obra respecto a la realidad, superó la atracción negativa que el poderoso movimiento de pintura mexicana siguió irradiando sobre el arte latinoamericano.

La abstracción y la figuración iban a convertirse en estilos rivales. Figurativos con inclinación a un eclecticismo en el que se expresaban por igual la nostalgia por los temas vernáculos en los cuales aquéllos se inspiraban, y por las formas estilizadas del moderno arte, fueron Francisco Narváez, Armando Barrios y Juan Vicente Fabbiani. El primero fue nuestro escultor más representativo de la primera mitad del siglo XX. En su pintura Narváez conservó una tendencia a la solidez concisa y rotunda de las formas y un carácter fantasista en el dibujo y el color, con la cual demostraba escasa disposición para trabajar del natural, no obstante que este artista elegía sus motivos de la realidad venezolana (personajes típicos y paisajes rurales). Una tendencia similar se encuentra en los comienzos de Armando Barrios, quien explotó las escenas folklóricas de sus primeras obras en beneficio de un colorido armonioso y vivo y una estilización de las figuras que servía para enfatizar el ritmo ondulante de la composición. A Barrios lo encontramos luego alineado con los abstractos venezolanos que vivían en París; más o menos hacia 1955 retornó gradualmente al punto figurativos de donde por progresiva reducción de la forma humana, había partido. Pero fue un figurativismo nominal, que permitía reconocer en sus obras el siluetado de figuras ubicadas en ambientes de suave penumbra, como en un vitral; el ritmo lineal enlazaba los planos geométricos en una estructura en la que fondo y forma constituyen aspectos yuxtapuestos de un mismo espacio. La musicalidad que hace de la pintura de Barrios una especie de partitura plástica se apoya en la poses lánguidas y sublimadas de las figuras, generalmente personajes femeninos agrupados en ambientes en penumbra.

Continuando la lección de Marcos Castillo, Juan Vicente Fabbiani llegó a definir un estilo de figuras y retratos de limpio colorido y sólida construcción; no planteó una pintura de tesis, aunque llegó a inspirarse en el tema social.

Hay que distinguir entre una figuración que se basa directamente en la realidad lógica, sobre cuyos datos inicia su trabajo el artista para quedar fiel en alguna medida a la transcripción de dichos datos; y una figuración imaginista donde se reconocen formas identificables, pero extraídas de la memoria o simplemente inventadas. Ha sido esta última concepción la que ha prevalecido en la búsquedas figurativas de los últimos tiempo. Por una parte el desprestigio de la enseñanza tradicional establecida sobre el principio académico de la pintura al natural y la copia del modelo, y por otra la tendencia autonomista del arte moderno, de acuerdo con la cual se considera que la obra es una realidad en sí misma, con sus propias leyes, independiente de toda relación de parecido con la naturaleza han contribuído a una mayor libertad en el manejo del proceso creativo, en provecho de una gran diversidad de tendencias y estilos, tanto abstractos como figurativos.

El surrealismo influyó en algunos pintores, si bien no tuvo en Venezuela representantes de la talla de Matta y de Lam, ni tampoco su búsqueda pudo ser orientada hacia el realismo mágico explorado por aquellos dos grandes pintores latinoamericanos. Acabamos de decir que Héctor Poleo recibió la influencia surrealista (de Dalí) por la época en que trabajaba en Nueva York, durante la Segunda Guerra Mundial. Algunas individualidades aisladas como O. Vigas y Manaure explotaron el simbolismo implícito en la expresión de contenidos oníricos inconscientes, propuesto primeramente por los surrealista, pero fue Mario Abreu quien llevó más lejos esta búsqueda, muy poco ortodoxa en él, desarrollando en un comienzo una temática convencional que Abreu aprovechó con desenfado primitivo y fiero instinto de gran colorista. En el Estado Zulia José Francisco Bellorín y en Caracas el pintor Ladislao Racz se convirtieron en fecha reciente en los representantes venezolanos más ortodoxos, por sus imágenes mismas, del programa surrealista. Lo mismo puede decirse de Alberto Brandt, quien practicó el surrealismo en la vida misma, y de Shirley Smith.

Pero fue más imperativo para la evolución del figurativismo el dictado de la tradición. Y así, después de 1950, se destacó Iván Petrovszky cuya obra parecía emerger de un fondo caricaturesco, evidentemente comprometido para denunciar el anonimismo triste y silencioso del individuo-multitud. La obra de Petrovszky se ha vuelto con el tiempo más depurada y densa, ganando en los últimos años (sobre todo después de una larga permanencia del pintor en Nueva York) calidad y profundidad de textura, sin que hubiese abandonado por eso el tema del hombre urbano y sus carencias.

Virgilio Trómpiz había tomado parte en las actividades del Taller Libre de Arte y como alumno de la Escuela de Artes Plásticas reflejó inicialmente la influencia del cubismo de Braque y Picasso. A diferencia de sus compañeros de generación (Manaure, Navarro, Guevara Moreno, etc.) no transitó el camino del abstraccionismo y aunque no despreció el color plano sintió, como Poleo en los últimos tiempos, predilección por la figura femenina ambientada sobre fondos decorativos donde juegan el armonioso colorido de una escenografía tropical formada por telas, cortinas y alfombras.

En los últimos años Trómpiz empleó un colorido más sensual y sugerente, marcando fuertes contrastes con el claroscuro y aproximándose a la luminosidad de la materia de Armando Reverón, pero con gran cuidado de limitar su repertorio temático a las figuras femeninas.

Enrique Sardá, Quintana Castillo y Hugo Baptista representan búsquedas de la figuración muy distintas, bajo un común denominador poético. Sardá partió de ciertas imágenes de Paul Klee para desmontar y articular sus personajes mecánicos con los que obtuvo en 1995 el Segundo Premio del Salón Planchart. Quintana Castillo, moviéndose entre el realismo y la abstracción, logró bajo la influencia de Tamayo, combinar el grafismo y el plano de color en telas donde el lirismo del tema fue tratado con una solución monumental: figuras femeninas erguidas hasta la altura de las nubes. Baptista explotó inicialmente las últimas consecuencias del fauvismo y arribó a una pintura muy personal, de brillantes efectos cromáticos.

Una importante corriente figurativa logró cohesionar hacia 1957 a un grupo de pintores que se encontraron exponiendo juntos, bajo un mismo programa, Luis Guevara Moreno, Régulo Pérez y Jacobo Borges. Estos tres artistas que acababan de regresar de Francia tomaban partido por un arte comprometido, pero deponiendo ante éste las rígidas posiciones del realismo social. La experiencia europea indicaba que era posible lograr un tratamiento original del tema humano valiéndose de un planteo investigativo del color y a partir de la experiencia abstracta, siempre que pudiera superarse la antinomia realismo-abstracción. En definitiva, se trataba de hacer legible un determinado tema sacado de la realidad venezolana en una estructura plástica a la que se dejaba toda la eficacia de la expresión. De este modo podría obtenerse una dualidad expresiva en la pintura. La función de la anécdota, literariamente hablando, no interesó para nada. Luis Guevara Moreno se reveló como el más constructivo de los tres artistas mencionados. Partía de la revelación del color como materia activa para abordar telar de grandes dimensiones; los quiebres y facetamientos de la estructura plástica originaban una profunda interacción entre colorido, luminosidad y expresión del ambiente que se quería captar. Hacia 1950, en momentos en que ganaba el Premio Nacional de Pintura, Guevara Moreno realizaba su principal aporte dentro de la tendencia figurativa.

Régulo Pérez descomponía el cuadro en ritmos acusados por una línea rápida y sinóptica; la perspectiva era el plano mismo y la escena donde se agrupaban los personajes era abreviada al extremo para recalcar la fuerza del color distribuido en planos. Al modo de Guevara Moreno, Régulo tomaba el cuadro como medio para decir algo, no para narrar, de tal manera que lo dicho era la pintura misma, en términos de realidad. Régulo fue afirmado con los años el carácter social de su arte, y de la descripción pasó a la acusación, utilizando símbolos e imágenes deformadas del hombre y aparecen más tarde murciélagos extraños; la descripción va cediendo terreno a un lenguaje cada vez más cercano a la sátira y la caricatura políticas.

Jacobo Borges iba a convertirse en el pintor figurativo de mayor influencia sobre las nuevas generaciones. Su evolución había sido, sin embargo, lenta: rechazado sistemáticamente en los salones oficiales, logró imponerse en 1957 con una pintura alegórica: La Pesca, realizada dentro de una estructura propia del vitral, para consagrarse luego al dibujo bajo la influencia de José Luis Cuevas. Ha sido como dibujante que Borges ha tenido más éxito; su tendencia satírica lo llevó a preferir los temas brutales, con los que ensayó hacer una crónica real donde sin embargo, se dejaba a la línea misma toda la función expresiva: Borges es, fundamentalmente, un calígrafo. Este realismo de su escritura ha sido conducido por Borges a la tela y al cuadro de dimensiones murales, ya con una intención episódica, ya aislando en actitudes grotescas a esos personajes prepotentes e individualizados que suele instalar en un ambiente teatral y barroco. A menudo sus cuadros son comentarios de la vida real, se basan en una anécdota política o hay una considerable utilización de materiales tomados de la publicidad y el periodismo, que Borges maneja siempre con intención satírica. Como pintor no se limita a expresar su visión y sus sentimientos, sino que aspira a registrar situaciones que puedan hacer reflexionar al espectador en un plano alejado de la pintura, pero donde todo pueda ser encontrado en el cuadro mismo, y mediante un trabajo que si es reflexivo en su propósito resulta profundamente intuitivo en su realización. Borges ha confesado: "Concibo mi pintura como una época y por lo tanto como una posibilidad de expresión social. Me propongo representar personajes que puedan ser identificados y reconocidos en la realidad, ser señalados con el dedo". Afortunadamente Borges no ha llegado a una fórmula realista como la anunciada en la cita que acabamos de hacer de sus palabras. Pero, de cualquier modo, ello es testimonio de una personalidad vehemente y controversial, que propone con obras e intenciones ese anhelo permanente de la historia: hacer que el artista tenga un papel más activo en la transformación de la sociedad.

A los nombres mencionados debe agregarse el de José Antonio Dávila, pintor egresado de la Escuela de Artes Plásticas y comprometido en sus primeros tiempos con un realismo social, que tan pronto explotaba los temas del trabajo obrero, como el agreste paisaje suburbano y rural. Bajo la influencia de Guevara Moreno , Dávila comenzó a interesarse por la materia cromática y después de 1960 orientó su profundidad, de arriba a abajo; sus temas continuaron siendo el mundo del trabajo, y por esta vía desembocó en una figuración de factura lisa y colorido tímbrico, resuelto por planos y dentro de una ordenación geométrica perfectamente diseñada, que se apoya en las formas de las cabinas de camiones y tractores: reiterado y constante pretexto temático para lo que es su obra más sólida y segura: la etapa en la que se encuentra actualmente.

A fin de la década del 50 estuvo activo, al lado de Borges y Régulo Pérez, el pintor Manuel Espinoza, cuyo expresionismo fue comentado por Clara Diament de Sujo: "El tratamiento de los temas populares con propósitos de reivindicación social constituyente para Manuel Espinoza motivación primordial. En tanto que su pintura acoge tales temas, los elementos plásticos que se vale tienden a clima de gran tragicidad".

Uno de los figurativos más coherentes en su evolución ha sido Alirio Rodríguez, quien ha realizado su obra más importante en Caracas, después de regresar de Italia en 1962. Como Francis Bacon, Alirio Rodríguez siente inclinación por las reacciones primarias: el grip, el horror, el alumbramiento, el vacío total. En este sentido es un pintor del vértigo, a cuyo logro se presta una técnica gestual que es desarrollada por medio de un color en espiral, tenso y continuo, que describe elipses y órbitas alrededor de los personajes; hay grandes espacios blancos o negros, delineados en torno a figuras pintadas en su desnudez monstruosa e inicial, flotantes o acostadas, pero en todo caso, solitarias, como si se encontraran impedidas de asumir se verdadero ser. Pero también, a veces, Rodriguez pinta la salvación: explicandonos el ascenso que nos eleva del detritus de las experiencias miserables hasta las alturas en que el cosmonauta, vagando por el espacio vacío, nos suministra una imagen renacentista, délfica y poderosa del hombre creador.

Del mismo modo ha sido muy esclarecedora para el desarrollo de la figuración la obra de Luisa Richter, antigua alumna de Willi Baumeister que se radicó en Venezuela en 1955. Partiendo de una experiencia abstracto-expresionista, Luisa Richter ha creado, por una vía parecida a la de Borges, una fabulación expectante, formada por seres que surgen de la oquedad y que se niegan a ser otra cosa que materia de ellos mismos, en descomposición. En la pintura de Luisa Richter el hombre es consignado siempre a ese punto en que comienza para él una extraña metamorfosis.

 


LOS INFORMALISTAS


Fernando Irazábal trabajó en un comienzo con materiales nuevos, interesado en la experimentación y sobre todo en las texturas negras, que él relacionó con extrañas víctimas de la violencia, otorgando a sus exposiciones, en conjunto, la significación de una ceremonia funeraria. Beligerante y conceptual, creyó más en la manifestación que en la forma en sí, y supo combinar en sus obras varias técnicas, operando también en el campo de la caligrafía y de la escultura fundida en bronce.

El problema que se planteó hacia 1959 Daniel González, al hacer su primera exposición en el Museo de Bellas Artes, fue el de la acción sobre un plano de los materiales industriales y la posibilidad de dotarlos de una tensión orgánica, como la que se encuentra en la materia abandonada, en las texturas naturales. Utilizaba lacas de automóviles que combinaba con el Collage empleando recortes de revistas y periódicos; su técnica era gestual, y dejaba chorrear la pintura desde el pomo. Realizó también acciones de intención política, como el "Homenaje al petróleo", y fue sobre todo el diseñador gráfico de las publicaciones iniciales del grupo informalista y de El Techo de la Ballena.

J.M. Cruxent fue el gran animador del movimiento informalista, a pesar de lo que no procedía del ambiente artístico, sino del campo científico. En efecto, esta arqueólogo sentía la fascinación de los tejidos vegetales y las resinas de la selva y no pudo escapar a la seducción de crear obras con estos materiales, que empleaba en forma de Collage y derramando sobre ellos pinturas industriales, hasta obtener imágenes en relieves rodeadas de atmósferas ensombrecidas. Desde 1964 Cruxent comenzó a trabajar en experiencias cinéticas, sin abandonar su trabajo informalista. Dio el nombre de paracinética al tipo de ilusión de movimiento que lograba mediante enrejados finos y la luz eléctrica.

Participó desde 1960 en las actividades del movimiento informalista, dentro del cual realizó, muy cerca de la experiencia del español Feito, una pintura matérica, interesado por las texturas y el graffiti. Luego de una etapa abstracto-lírica, trabajaba con un colorido vivo y vibrante, pasó a un período figurativo, de cierta intención social. Radicado en París desde 1967 trabajó con Jesús Soto, consagrándose desde entonces a la investigación cinética, en tres dimensiones.

Fallecida trágicamente en 1971, Maruja Rolando empleó, al estilo de Cruxent, las texturas en relieve, manteniendo el valor gestual, pero lentamente derivó hacia un tipo de pintura de mayor organización formal, capaz de sugerir, sin que esa fuese su finalidad, paisajes soterrados, poéticos, horizontales. Consagrada al grabado en los últimos años, M.R. fue una artista culta y solitaria.

Los informalistas pusieron demasiado empeño en revelar los materiales elegidos para la obra, como si el hecho de demostrar el uso que se podía hacer de ellos fuera más importante que la organización que se les daba. Fue, en este sentido, una pintura epidérmica.

De nacionalidad húngara, Milos Jonic emigraría más tarde a Nueva York, después de participar en el Salón Espacios Vivientes. Su evolución había sido lenta y sostenida y en su juventud había sido caricaturista, de lo que tomó un rasgo de humor, expresado cali gráficamente en su pintura realizada con tintas de colores primarios y remarcada con trazos caligráficos espaciales y sencillos, incluso utilizando textos poéticos.

En Maracaibo se dio el caso de un artista solitario, excepcionalmente investigado, como lo fue Renzo Vestrini, u constructor italiano dedicado en los ratos de ocio a la pintura. Ya desde 1956, sin conocer experiencias símiles que se realizaban en Europa, Vestrini comenzó a trabajar en una pintura de la que se excluía el empleo de colores y tintas conocidas para utilizar colores industriales, sustancias químicas y, sobre todo, arcillas y arena de la región. Practicando un materialismo monocromo, cuya utilización se extendió entre jóvenes pintores después de 1960, Vestrini se convirtió, así pues, en una especie de abanderado, por lo que el crítico Perán Erminy dijo de él: "No solamente fue un pintor meritorio y valioso sino que, aún más, es un artista de la estirpe de los innovadores que han hecho avanzar el arte contemporáneo".

Representó a la línea más poética del informalismo. Su entronque con Fautrier fue en un primer momento evidente, pero también debió algo de su manera a la época blanca de Reverón; seducido no por la texturas de la naturaleza o por los desechos urbanos, sino por las representaciones vicerales, por las imágenes internas de la carne y el cerebro, Morera preparó en 1962 la más importante de sus exposiciones, con el título de "Cabezas Filosóficas"; renuente a participar en grupos, gran lector de Henry Miller, Morera vivía en permanente fuga; terminó instalándose en Nueva York, desde donde incursionó en alguna forma de Pop Art (1965) y luego alcanzó notable éxito en Caracas con una serie de objetos de refinada tendencia óptico-surrealista (1968).


 

INFORMALISMO Y AUTOMATISMO PSÍQUICO


No faltaron intentos de acercar el informalismo y el surrealismo, términos aparentemente antípodas si consideramos que el surrealismo había venido operando en base a imágenes figurativas de gran nitidez, en espacios si se quiere renacentistas por su perspectiva óptica. Sin embargo, no dejaron de aparecer tendencias, sobre todo en Francia, que veían en el azar y el casualismo propios del método informalista una analogía con el sistema de la escritura automática, gracias a la cual los contenidos del inconsciente, dejados al azar del funcionamiento de la mente en blanco afloran a ese plano de conciencia que se puede apreciar, como resultado, en el cadáver exquisito.

Desde otro ángulo, estuvo el humor y la actitud contra el orden establecido y contra la concepción del artista único y genial, contra la obra de arte insustituible y excepcional. Esto pudo apreciarse sobre todo en las manifestaciones del grupo literario El Techo de la Ballena que inició su actividad en 1961 con una exposición agresiva, y que desapareció en 1963 tras cumplir un papel muy significativo dentro del campo de la actividad editorial de vanguardia. "El Techo de la Ballena" jugó un rol estimulante también en el ambiente plástico a través de la alianza que se quería lograr por entonces entre los poetas y los artistas; el humor surrealista se alió en esta actitud con la libertad de la gestualización pictórica. Hubo también política en el carácter que tuvieron las expresiones marginales realizadas en los sótanos y garajes transformados en eventuales salas de refugio de los artistas balleneros. La época misma tuvo ese carácter de afrenta y de toma de partido y se hicieron frecuentes, aun más que en cualquier momento anterior, los manifiestos y panfletos. Con esta beligerancia de los artistas, que rivalizaba con al agresividad de los críticos de la vanguardia, se buscaba restablecer la actitud comprometida que el artista venezolano había asumido en épocas cruciales de su historia más reciente: en los años 30 y entre 1956 y 1958. Una forma de respuesta al medio fue el humor, que sirvió siempre para manifestar el desprecio que se sentía por la cultura adecentada y oficial. La historia de la vanguardia en Venezuela ha sido en cierto modo la historia de la lucha no contra los valores del pasado, sino contra la mediocridad del presente. Las manifestaciones escandalosas, dirigidas a comprometer al público en formas de provocación de las cuales se mantenían prudentemente alejados aquellos contra quienes estaban dirigidas, estuvieron a la orden del día.

El Techo de la Ballena asumió en su tiempo el papel contestatario del que están conscientes muchos movimientos artísticos cuando protestan contra las bienales y contra el juicio financiero que prevalece en la relaciones entre la sociedad y el artista. Una de esas primeras manifestaciones en Venezuela fue la exposición de Carlos Contramaestre en la Galería de "El Techo de la Ballena" en 1962: Homenaje a la Necrofilia; se trataba en propiedad, de algo más que de una exposición contra el buen gusto y contra el arte de museos; era evidente que constituía una suma de símbolos, una sátira, en la que se pretendía ver representada a la agresividad, siempre ejercida contra la inocencia, de los organismos policiales del Estado; las instituciones intervinieron para hacer cerrar la exposición y el catálogo fue confiscado; los cuadros estaban hechos con vísceras y huesos "más o menos frescos" de reses, con objetos de desecho prendas de vestir, utilizados en forma de collages. Lo agresivo no fue tanto la exposición como la actividad y el texto del catálogo. La necrofilia no era para Contramaestre el arte de hacer el amor con los muertos, sino el acto por el cual toda tendencia asesina expresa, de acuerdo con Georges Bateille, no sólo fascinación, sino también amor por la muerte. Y esta tentación le era atribuida, por mampuesta, al sistema político bajo el cual se vivía.

También en un grupo iconoclasta como e que formaban tácitamente Perán Erminy y Alberto Brandt, el surrealismo se instalaba en el único reducto que nuestra sociedad podía deparar en aquel momento: esa marginalidad que en Alberto Brandt se trocaba en hilarante fanfarronería, en cómico gesto suicida. Erminy y Brandt, que admiraron en sus primeros tiempos a Pollock, en Caracas, hacia 1956. El público tomó en broma el ensayo de pintar utilizando como técnica el dripping (chorreado) que hizo famoso a Pollock. Luego, se arrojaba todo lo que estaba al alcance de la mano sobre el soporte. Como en las películas cómicas del cine mudo, público y artistas, provocados mutuamente, terminaban por arrojarse a sí mismos la pintura. Alberto Brandt fue el gran provocador de esta época; aparte de que su pintura era muy sensible y poética, fue un artista que llevó el gesto a la calle, haciéndolo público en medio de una locuacidad fantástica, inventiva; sus cuadros se revestían de títulos igualmente escandalosos, absurdos, de tradición surrealista: "Las zonas erógenas de una concubina alerta", "Fenomenología de una Diócesis en pugna con Eritreo", y así por el estilo. Ateo empedernido, su obsesión principal fueron os temas místicos de la Edad Media, explotados siempre con la intención de hacer hincapié en lo erótico.

 

INFORMALISMO Y EXPRESIONISMO


El informalismo es una rama del expresionismo; en otras palabras: fue un expresionismo abstracto. Precisamente éste fue el nombre que término por darse a la Escuela de Nueva York, cuyos máximos representantes, Pollock y De Kooninig, ejercieron enorme influencia sobre el arte informalista. El expresionismo primario, tal como se dio en Alemania a principios de siglo, se caracterizó por la exacerbación del sentimiento del artista y por la subordinación del dato sensible de la realidad a la subjetividad que introduce modificaciones en la visión del artista; pero hasta entonces, históricamente hablando, el expresionismo se concibió como un tendencia figurativa o, si se quiere naturalista; siempre el pintor expresionista se apoyó en la naturaleza, de tal modo que se habló de expresionismo en el sentido de que la realidad resultaba transfigurada, modificada en la obra. El arte abstracto, en cambio, era considerado como la expresión de la subjetividad pura y esencial, que no se apoyaba en los datos de la realidad. A partir de los años cincuenta se fusionaron en esas dos concepciones aparentemente opuestas: abstracción y figurativismo al punto de que la dicotomía, que había originado tantas polémicas, fue superada. Muchos artistas que procedían del arte abstracto lírico insertaron formas figurativas en una pintura-relieve que estaba dirigida a exaltar la fuerza bruta de los materiales; toda figuración en el arte moderno es de naturaleza simbólica, y en esto difiere de la figuración realista que caracteriza a los estilos pictóricos del siglo XIX. Jean Dubuffet, en Francia, fue de los primeros en desmitificar esa separación establecida entre la forma abstracta y la figurativa, dotando a la obra de un contenido primitivo, a la vez gráfico y profundamente táctil, físico. La pintura es una escritura y, por lo tanto, un lenguaje. No representa sino que hace inteligible y traduce la realidad en un orden que es absolutamente privativo de la organización plástica. El antagonismo entre abstracción y figuración se debilitó y llegó a desaparecer.

 


DESARROLLO DEL INFORMALISMO


En San Francisco, E.E.U.U., Teresa Casanova había visitado el taller de Mark Tobey. En su pintura se encontraban alusiones a texturas de cortezas de árboles y a velados parajes que la imaginación siempre está lista para descubrir detrás de las formas inventadas por el artista, aunque la intención de éste no haya sido representar algo en concreto. Bajo la influencia de cierta tipología pro artista, discretamente difundida en Caracas, Teresa Casanova llegó a expresarse con mayor propiedad en el grabado experimental. Luisa Richter también cultivaría las artes gráficas, de acuerdo con una tendencia que se generalizó mucho en los años 60. Luque, Maruja Rolando, Humberto Jaimes Sánchez abordaron, a su turno, el grabado y a ello contribuyó en gran medida la labor de pionera que había realizado Luisa Palacios.

Pero quizás el artista de obra más sólida dentro de la tendencia materialista fue Humberto Jaimes Sánchez, quien había participado en algunas exposiciones del movimiento informalista, en Caracas y en la provincia. J.S. había encontrado un camino muy personal y su evolución fue diferente a la de los informalistas porque no era recién llegado y tampoco un artista dispuesto a tomar posición iconoclasta; se había formado en la Escuela de Artes Plásticas y perteneció a la clase de 1950 que terminó expulsada de aquel plantel a raíz de una huelga contra las autoridades docentes. Dotado de un oficio singular, magnífico colorista, J.S. partió de una obra realizada en París en la cual recibió la influencia de Poliakof y De Stael. Al exponer en Nueva York, en 1959 obtuvo el elogio de la célebre crítico de arte dore Ashton. Dio a conocer su nueva búsqueda en Caracas en la que ha sido hasta hoy su mejor exposición: en el Museo de Bellas Artes. "El valor de su obra, dijimos en esa oportunidad, resida en la cualidad de realidad que J.S. otorga a cada una de sus composiciones, realidad que existe separadamente fuera de la relación entre imagen y significado: pintura y significado son una misma cosa. La intensidad del empaste en grosor es la característica de estos cuadros. La forma es un masa sin bordes de una materia cuyas tensiones, representadas en la tela por armonías de colores matizados en espesor, para aproximarse a los tonos de la naturaleza, y que tienden a librar energías vibrantes sobre un espacio texturizado que semeja parte de una extensión mayor recortada". Algo parecido ofrecía Elsa Gramcko en punto al tratamiento telúrico del espacio, aunque su obra se aproximaba más al relieve y al objeto que a la pintura misma, lo que determinó que esta artista se pasara al campo de la escultura; comenzó por preferir la organización de la materia a espacios íntimamente arquitectónicos donde la materia sugería muros neutros y las falsas perspectivas terminaban en postigos, herajes inútiles, ojos de buey, en una disposición de collage espacial muy geométrico; luego aparecieron imágenes más fantásticas, sin conexión real y para lo cual la artista incrustaba silvines de automóviles en una como áspera y monocroma textura lunar. Gramcko desembocó en un tipo de escultura emparentada con el concepto de estructura primaria para revelar que en ella terminó por triunfar su espíritu constructivista.

Con frecuencia sucede que no son los artistas más ortodoxos dentro de un movimiento los que saben, por disposición natural, sacar mejor partido a los recursos puestos en juego por la tendencia representada por ese movimiento. Al menos esto sucedió con Francisco Hung, quien regresó de su primer viaje a París en 1963, cuando el informalismo se extinguía sin haber explotado toda la riqueza en una gesticulación a la que nos inclinaban las características barrocas de la tradición latinoamericana. En el fondo, el informalismo buscaba la liberación incontrolada de enegías inconscientes, concentradas y dormidas por efecto de una larga historia de representaciones sociales, de complejos, de refinamiento, de educación del gusto y de sacralización y mitificación de valores universales, etc., etc. Pero si el gesto físico era el vehiculo para esta liberación, sucedió por otra parte que ese gesto fue convertido en el fin, por lo que, carente de contenidos, los pintores no alcanzan a personalizar sus estilos y las energías quedaron diluidas en meras, reacciones y actitudes homogeneizadas, anónimas.

Hung supo encontrar en el gesto eso que en la pintura venezolana no había logrado aún: una escritura amplia y dramática que fuera al mismo tiempo su propio contenido; una caligrafía espontánea y enriquecida por su propia plasticidad desbordante. Demasiado personal, por otra parte, para no dar a entender inmediatamente que en Hung afloraba el componente oriental de su personalidad. Nacido de padre chino y de madre mestiza, natural de Maracaibo, Hung revelaba el potencial anímico del mestizaje americano, y lo demostró en el deslumbrante trabajo que realizó, abordando los grandes formatos y los murales, entre 1964 y 1966, intervalo durante el cual ganó Premio Nacional de Pintura y participó exitosamente en la Bienal de Sao Paulo (1965).

También Carlos Hernandez Guerra había entrado en contacto con la pitura gestual europea, pero estuvo más condicionado que Hung por la educación recibida en la Escuela de Artes Plásticas de Caracas, donde había estado, y aunque pintó en grandes formatos, su gesto, envuelto en el rigor de las armonías de tonos grises, marrones y negros, con que trabajaba, fue más comedido, más clásico. Hernandez Guerra no llevó a las últimas consecuencias su facilidad gestual, y desvió su búsqueda hacia un realismo social que se originó probablemente como respuesta lógica al agotamiento de la tendencia abstracto-informal.

Al realismo de sus primeros años, sucede en Luis Chacón una tentativa por liberarse de toda ortodoxia que no sea la del grabado, género dentro del cual fue uno de nuestros pioneros, en la década del 60. Hacia este año llega la expresión abstracta, dentro de un concepto informalista, para luego pasar un tipo de abstracción geométrico simbólico que él desarrollaría en series que tituló Los Planetas, con un conjunto de las cuales obtuvo en 1965 el premio nacional en la especialidad. Después de esto se abocó a la idea de aplicar a sus grabados el concepto de obra única, como si se tratara de pinturas, evitando la reproducción. Por este orden de preocupaciones llega después de 1970 a formas óptico-constructivas, que si bien se inscriben básicamente en el esquema compositivo que iniciara con Los Planetas, lo hacen desembocar en el campo experimental.

Marietta Berman es una artista de formación expresionista, nacida en Checoslovaquia y radicada entre nosotros. Apareció en principio como dibujante y se dio a conocer en el Salón Oficial tras obtener el Premio Nacional de Dibujo. En su pintura, espacial, y muy sintética, ha buscado establecer una alianza con lo conceptual, incluso ensayando el ensamblaje de objetos pegados o añadidos a sus grandes telas. Una mística la ha llevado, en los últimos años, al rechazo de toda expresión automática y, por la vida del grabado, nos ha dejado sus mejores obras en sus ilustraciones para la Biblia que ha reunido con el título de El Cantar.

Egresado de la Escuela de Artes Plástica, Angel Hurtado marchó a París donde permaneció hasta 1959. Sus primeras obras realizadas en Caracas lo orientan hacia un grafismo esquemático, que luego desarrolla en Europa en formas pictóricas articuladas en torno al juego dinámico de varias barras negras que destacan sobre una atmósfera oscura de efecto nocturno (generalmente un círculo plateado hace las veces de luna). Hay aquí, así pues, una sugestión de naturaleza figurativa que distingue a su obra de la del francés Soulages, quien lo influye. Son climas de encantamiento, como los que logra en su serie titulada "Signos Zodiacales", con una de las cuales obtiene el Premio Nacional de Pintura, en 1961.

Aunque es mejor conocida como grabadora, Luisa Palacios ha realizado también obra pictórica. Se dio a conocer hacia 1958 en el Salón Planchart con un estilo figurativo donde la anécdota era reducida a un envolvente y rítmico trazado lineal. Quedaba así mostrada la estructura de desarrollo del cuadro y la atmósfera era monocroma. Concepción básicamente lineal que ella ha profundizado en su importante obra grabada. Después de una etapa abstracta, vuelva a la figuración en 1973.

Paul Klose, nacido en Dinamarca y establecido en Caracas, representó también a una abstracción de contenido sugerente. Gamas frías trabajadas con una pincelada corta en profundidad hasta obtener una apariencia de estructura cristiana, que renuncian sin embargo a todo parecido con la naturaleza. Etapa superada luego de una exposición en el Museo de Bellas Artes en 1965, para derivar hacia una suerte de neo-geometrismo libre, que este artista traduce a la estampa serigráfica con excelente resultado.

Por la línea de Hung, Manuel Mérida comienza con una obra gestual, donde el objeto se destruye rápidamente en atmósferas espaciales, donde abundan cubos y artefactos violentos; luego pasa a un ensamblaje de tipo Pop, que combina el plano pintado con el objeto saliente donde la imagen se materializa. En Francia se consagra a la experimentación y cuando regresa a Caracas en 1973 trae consigo una expresión de obras de un carácter cinetista muy singular, cajas casi planas llenas de fina arena y que giran con apariencia de cuadros frente al espectador, hasta combinar una incesante orografía, de naturaleza sutilmente poética.


 

EL CINETISMO EN VENEZUELA


Una de las tendencias de mayor prestigio y, aparentemente la más determinante, es el cinetismo, aunque la influencia de éste no sea tan marcada como la que, en su tiempo, ejerció el abstraccionismo geométrico. También como en el caso de este movimiento, el cinetismo es manifestación de un afán contemporáneo de formular una relación directa entre la tecnología y la evolución del arte. Expresa el ideal de hacer del arte una totalidad en la que puedan intervenir, para su percepción, todos los sentidos. El cinetismo ya no es un hecho puramente visual; intervienen en su captación lo táctil, lo físico-arquitectural y los conceptos. La idea de movimiento rige esta nueva relación que se pretende crear con un espectador cuya participación, en el plano viviente, se estimula por todas las vías de la percepción. El espectador debe apreciar la obra como un acontecimiento siempre renovándose a sí mismo, y que exige adoptar puntos de vista cambiantes, que implican la inserción del público dentro del radio de acción de la obra.

El cinetismo es una tendencia del arte venezolano que se lleva a cabo principalmente en Europa. Sin duda alguna esta asociado a las primeras experiencias de los años 50 con el abstraccionismo geométrico y las derivaciones de la obra de Mondrian. Los pintores venezolanos residenciados para esta época en París, se planteaban los problemas de la vibración, la ruptura de la forma y la desmaterialización de la obra. Rubén Núñez fue un entusiasta promotor -aunque sin continuidad- de estas búsquedas. Luis Guevara Moreno y Omar Carreño estuvieron en contacto con las ideas de Carmelo Arden Quin y su movimiento Madí y dieron sus aportes a los conceptos de la obra como objeto, el muro como espacio y el planteo de una serie de transformaciones lineales que permitirían la expansión de signos cromáticos y formas geométricas hacia una progresiva separación del plano. Por su lado, el húngaro Victor Vasarely también contribuirá a fundar las bases del arte óptico que relaciona la obra con un campo de activación de energía luminosa que modifica la percepción visual del espectador y suscita en su obra imágenes en movimiento.

El prestigio obtenido en el exterior por Jesús Soto y Carlos Cruz Díez, ha tenido mucha influencia sobre los jóvenes realizadores venezolanos. Después de la gran exposición del argentino Julio Le Parc en Caracas, en 1966, muchos de ellos se dedicaron a esbozar argumentos cinéticos en formas sistemática. Se produce una verdadera escalada que plena los salones de arte y las galerías con precarios experimentos que reproducen ingenuamente proposiciones hechas a veces cincuenta años atrás en Europa (no hay que olvidar que en 1922 Naum Gabo propuso su "Volumen Virtual" a base de una lámina metálica movida por un motor), o que imitan descaradamente la obra de artistas contemporáneos como Hugo Demarco, el mismo Le Parc, Yvaral, etc. Para ubicarse en una supuesta vanguardia, los jóvenes retomaron los problemas que la generación de "Los Disidentes" había investigado en París en 1950.

 


LA ARQUITECTURA GRÁFICA DE SOTO


Jesús Soto se trasladó a París en 1950 y desde entonces ha residido ininterrumpidamente en Europa. Con una retina excitada por la vibración de la luz tropical, se va a encontrar en el viejo continente con la obra de Mondrian y un clima conceptual apoyado en una sociedad de altos niveles de industrialización, ciencia, tecnología e información, que será el marco propicio para la búsqueda cinética. Una sociedad, además que ha sufrido un vertiginoso período de transformación. Las composiciones estáticas de Mondrian, el vigoroso equilibrio de las ortogonales y la obstinada superficie de los planos de color, como un rígido modelo de la realidad que la hace comenzar y terminar en la materia, pero que excluye toda noción del movimiento, es un punto de partida para los venezolanos radicados en París que en esa época deseaban encontrar un camino nuevo para el arte. Soto propone la vibración mediante la repetición serial de los elementos, que más tarde va a desembocar en esa apretada trama de líneas paralelas, con intersticios en blanco, que dispone en el fondo de sus obras para dinamizar el campo perceptual. En su investigación, Soto da un gran paso adelante con estructuras cinéticas obtenidas por la superposición de láminas de plexiglás transparente, sobre las cuales diseña espirales que, unidas en la visión del observador, y mediante sus desplazamientos ante la obra, producen la sensación de movimiento. Pero el procedimiento que va a caracterizar definitivamente la obra de esta artista, para lograr la inestabilidad de la forma, se basa en un patrón de relaciones entre el fondo y los elementos colocados contra el mismo, y que consiste en suspender una estructura de alambres sobre una trama de líneas paralelas. De aquí saldrán diversas versiones con distintos materiales, que le permitirán trazar verdaderas caligrafías en el espacio o distribuir serialmente frente al plano desglosados elementos en "T" cuyo eje central es perpendicular al fondo, y que él mismo llama "Tes". A partir de 1959, de acuerdo con el interés por la materia y sus calidades físicas promovido por el informalismo en el ambiente artístico europeo, Soto, continúa desarrollando su proposición cinética entre pintura y la escultura, aprovechando bloques de madera vieja, con heridas y descortezamientos, clavos oxidados, bisagras y otros elementos.

En sus obras siguientes vuelve a interesarse por los problemas de la composición, en lo que es una mayor profundización dentro del espíritu del arte geométrico, y se preocupa por resolver en la imagen aspectos de simetría, ritmo y equilibrio. También utiliza el color y la forma integrados al movimiento para determinar la totalidad de la obra. Introduce cuadrados y dispone las estrías sobre ellos y contra estos elementos suspende barras sostenidas por hilos de nylon. Lo que se rompe aquí es el ritmo ortogonal y los bordes de las barras tienden a desaparecer, como si la materia se volviera energía allí donde termina su superficie, gracias a la vibración del fondo. En otros casos, los cuadrados son los elementos que se desmaterializan y trama de líneas paralelas está en el plano de fondo. Siempre gracias al desplazamiento del observador frente a la obra se produce la vibración.

El cinetismo habría surgido como el opuesto del arte geométrico. Las obras de Soto plantean esa contraposición estático-dinámica que les da una animación profunda, otra forma de virtualidad, que no es aparente ni sensible, pero que resulta responsable de su estructura íntima. La ordenación lógica, racional por entero y absolutamente controlada que establece por medio de la composición, constituye el soporte estático. Al mismo se contrapone la vibración, prevista, sin duda, y buscada como efecto, pero aleatoria en cuanto al momento y al sujeto dentro del cual se va a producir el fenómeno óptico, y también en cuanto a la transformación que sufren las relaciones dentro de la obra cuando sus elementos se modifican en el tiempo, en el espacio y en el sujeto. Esta es la proposición dinámica. Tesis y antítesis se resuelven luego en la transformación, que asegura la relación íntima entre ambas y la estructura profunda de la obra. Posteriormente Soto llevará la proposición cinética hasta una consecuencia ambiental con sus penetrables, una masa de elementos colgantes entre los cuales debe circular el espectador para sentir como está relacionado con el espacio y cómo la modifica con su propia presencia.


EL ACONTECIMIENTO DE LA FISICROMÍA


Carlos Cruz Diez se incorpora más tardíamente que Soto al arte cinético. Hasta 1959 hace una pintura figurativa, de tema folklórico. Viaja a París en 1960, donde reside ininterrumpidamente desde entonces, salvo breves visitas a Venezuela, y desde allí inicia una serie de investigaciones que lo llevan a las "Fisicromías". En estas obras los colores están dispuestos en tiras verticales colocadas contra un plano. Generalmente son conjuntos de cuatro o cinco colores, que al combinarse entre sí en la retina del espectador, crean todo un campo energético. El observador debe desplazarse frente a la obra para inducir las transformaciones que ocurren en ella. En las "Transcromías", Cruz Diez dispone láminas teñidas de color y ensambladas según un diseño definido. La mezcla óptica se produce por la superposición de los colores, lo cual es posible porque esas láminas son transparentes. En las "Cromo-interferencias" se introduce la animación mecánica, gracias a un motor que mueve un disco con tiras de color en dos planos. Para Cruz Diez es fundamental la luz descompuesta en colores. Soto la necesita para establecer las relaciones de movimiento en sus obras, captada en las estrías de sus fondos o deslizándose por los elementos integra en su espacio. A través de la luz, Alejandro Otero obtiene ritmos cromáticos o desmaterializa sus volúmenes. Y Juvenal Ravelo la identifica con el tiempo, en forma análoga al ritmo en la música, para animar sus relieves como una moderna coreografía luminosa. Esto los emparenta necesariamente con la mejor tradición pictórica venezolana, que ha visto en la luz una preocupación constante. Cruz Diez, al igual que sus colegas, trata de hacer evidente ese cambio continuo que es la realidad física. Pero al igual que ellos, tiene la misma limitación e imposibilidad: expresar esa forma superior de movimiento que es la realidad social. Quizás de aquí provenga la preocupación de Cruz Diez por plantear grandes obras de integración de la arquitectura del paisaje, que le permitan contener al hombre, y que se inician con sus cabinas de Cromosaturación o compartimentos cerrados que se comunican entre sí. En cada ambiente hay un solo color primario, producido por bombillos teñidos o por la coloración del plástico transparente de las cabinas. Con esto se propone sensibilizar más al espectador a la luz y modificar la percepción del paisaje a través del color cabina actúa como un filtro, y al pasar de una a otra, bajo tales condiciones de saturación, la retina queda impregnada de los tres primarios y los mezcla aunque el estímulo haya desaparecido. Grandes murales en espacios públicos, paredes interiores de túneles y otros ambientes,han recibido la aplicación de los principios de Cruz Diez en un intento por comunicarse con el hombre que usa esos espacios.

Juvenal Ravelo fue un pintor dedicado al paisaje expresionista, hasta que se trasladó a París en 1964, donde vive desde entonces. Su aporte más importante dentro del cinetismo es lo que el ha llamado "La Fragmentación de la Luz". Sobre la base de estructuras monocromas, logra revelar unas frecuencias luminosas que equivalen al ritmo dentro del lenguaje abstracto de la música. En su caso, se trata de analizar selectivamente esa masa de información visual que es la luz, y darle un movimiento, un sentido y una duración. Sus obras son campos luminosos por la distribución serial de relieves sobre el soporte, en el caso de sus estructuras, y ritmos lineales en sus serigrafías.

Por otra serie de sus obras prevé descomponer la luz ambiente en colores, por medio de reflejos entre la pigmentación de los relieves y el plano de fondo, que se mezclan en la retina para crear otros colores que no existen físicamente. El observador debe moverse ante los cuadros para provocar con sus distintos ángulos de visión, las relaciones luminosas. Entonces desaparecen los elementos en relieve, ópticamente se integran con el plano de fondo y surge una estructura que se crea en el ojo.

El cinetismo venezolano es una manifestación artística que se ha anticipado al país. Contemporánea de Europa en un momento histórico, integrada a su pasado, actualmente, anticipa el país que Venezuela todavía no ha llegado a ser. Habla de un país desarrollado, con ciencia y tecnología propias, completamente industrializado. En este sentido, es más representativo de la realidad europea que de la nuestra. Pero el hecho de que venezolanos como Otero, Soto, Cruz Diez y Ravelo sean creadores cinéticos, además de evidenciar un talento indiscutible y una voluntad que se opone a todos los obstáculos en su aventura con la luz y el movimiento, es una consecuencia del internacionalismo del arte planteado en nuestro medio hacia 1950, pero que sólo han sido capaces de resolver los que residen o han trabajado fuera del mismo.

En otra dirección, pero simplemente vinculados a la problemática de la luz, trabajan artistas como Gerd Leufert, Nedo M.F. y Mercedes Pardo. También Omar Carreño, Francisco Salazar, Gabriel Morera y alguien tan joven como José Rosario Pérez.

Gerd Leufert establecido en Caracas desde 1959, se ha destacado como diseñador gráfico y pintor. De armonías monocromáticas, con bastidores dotados de forma y volúmen pasó a realizar una obra donde el color tiene una importancia fundamental como agente de la vibración visual y surgen nuevas relaciones entre tintas asociadas en su registro a las empleadas en las artes gráficas, con armonías completamente inéditas en la pintura.

Nedo (Mario Ferrariol) realiza una obra de diseñador gráfico desde que llega a Venezuela en 1950. En su pintura asocia al principio un signo gráfico con el color, hasta que en su experiencia informalista llega a realizar un tratamiento textual con el blanco. De aquí parte necesariamente su trabajo constructivista que lo lleva a proponer relieves blancos sobre fondos blancos. Es una manera de interpretar la luz, pues cuando ésta incide sobre sus estructuras surge todo un claroscuro que le da profundidad al espacio sobre un ritmo de entrantes y salientes, reversiones de fondo y forma y perspectivas virtuales.

Francisco Salazar reside actualmente en Francia. Ha sabido realizar con marcado estilo personal una obra monocroma a base de blancos. Aprovecha finos relieves seriales que apenas sobresalen de la superficie como laminillas curvadas, y con ellos modula formas y ritmos virtuales. La luz, al incidir sobre esa superficie estriada, activa toda la composición y valoriza los blancos.

 

LOS NACIDOS DESPUÉS DE 1940


No es poco lo que puede decirse -en pro y en contra- para definir las circunstancias en que se han formado los artistas plásticos nacidos después de 1940, y que se iniciaron luego de esa etapa de escepticismo en que se sumergió la vanguardia, entre 1962 y 1966, a lo largo de un debate en el cual la nueva figuración y el constructivismo, como manifestaciones extremas, se lanzaban toda clase de acusaciones. Uno de los planteamientos más frecuentes de oír por entonces negaba con insistencia que podría tener sentido seguir pintando o, en pocas palabras, expresándose. Las convicciones artísticas, en lo tocante a programas de grupo, suelen ser extremadamente radicales. Artistas protestatarios que tenían clara ascendencia expresionista, acusaban toda manifestación ligada en alguna forma con el mercado artístico de complicidad con el status, lejos de buscar soluciones a los esquemas expresivos, se negaban a seguir trabajando, lo cual condujo en más de un artista de talento a contradicciones y vacilaciones que aún afectan a la figuración nueva. De otro lado, se experimentó un propósito de encajonamiento, tan obstinado como el que se había vivido hacia 1955, y según el cual la única salida se encontraba en las prédicas del arte concreto. Muchos artistas jóvenes, incluso reclutados entre los más iracundos cuestionadores de la sociedad, se lanzaron por el camino del cinetismo y el arte retinal, originando alrededor de estas corrientes y de otras de signo parecido, todo un movimiento que tuvo su centro de operaciones en París. Hechas las excepciones, se vino a demostrar así que por las dos vías podía llegarse a la frustración, o, en el mejor de los ejemplos, el autoexilio, como le ha ocurrido, en este último caso, a muchos artistas que, cualquiera sea el resultado de la obra, no parecen encontrar suficientes incentivos para adaptarse a nuestro suelo, luego realizar fructuosas experiencias en Europa. Felizmente, los movimientos surgidos después demostraron mayor amplitud de miras y la compleja nunca respondida interrogante de crear para que no parece conducir a una valla final. Ni prosperan, en este camino, los cortapisas excluyentes. Es aquí donde los nuevos artistas, sin que estos nos obligue a ser optimistas del todo, tienen una clara ventaja. Ello ha arrojado una especie de borrón y cuenta nueva; trabajan en mayor silencio, sin el estímulo de programas y manifiestos de grupo (tan abundantes hacia 1960) ni los Tours Force de compromisos, pero evidentemente abiertos a los signos de un lenguaje nuevo, que de ningún modo puedes ser unívoco, como quisieran muchos. Un recuento de estas tendencias recientes pondrían en evidencia en primer lugar el alto número de artistas que se ha dado a conocer en los últimos cinco años, especialmente a través de los salones de jóvenes y de las exposiciones de grupo que con regularidad promueven algunas instituciones como la Sala de la Fundación Mendoza y la Galería Banap. Este contingente posibilita un despliegue sumamente amplio de expresiones, desde el realismo nuevo hasta el arte conceptual, y ello pudo apreciarse en la primera muestra del Premio "Ernesto Avellán" en 1973. Remitirnos a los que participan en éste, vale tanto como establecer un balance parcial aunque esclarecedor del nuevo arte venezolano. En primer lugar tropezamos con la figuración misma, que sus representantes ensayan despojar del lastre expresionista y del peso de técnicas y materiales de la tradición para devolverle interés y mayor poder de activación del espectador. En muchos de sus artistas se observa un rechazo del plano y de los efectos de ilusión visual, como ocurre por ejemplo en las ambientaciones de Beatriz Blanco, quien echa mano de diversos recursos para insistir en trasponer la separación entre obra y público, creando un símil tridimensional del comportamiento de las multitudes. En los casos en que el planteo no desborda el plano, quedando la pintura fiel a ella misma, se comprueba, como sucede en la obra de José Campos un instinto de depuración y una negativa a valerse de los recursos de la gestualización tradicional, para programar el cuadro en función de asociaciones de parentescos surrealistas; extrañas metamorfosis operan realidades cotidianas en un espacio de gran precisión óptica. Algo parecido, pero con evidente gusto por el "revival" llevado a una escala de la mitología personal, se da en las obras, tan evocativas y sorprendentes de un desarrollo a otro, que crea la imaginación de José Antonio Quintero, quien no desdeña hacer implicaciones conceptuales en su tentativa de contemporizar con los estilos clásicos. En lo escultórico, si cabe la palabra, destaca el nombre de Lilia Valbuena, cuya obra desmitifica los materiales nobles en beneficio de medios más humildes que se prestan, en la obra de ella, a liberar el juego de una fantasía formal desbordada en cuerpos simples y rebosantes como globos fácilmente accionables. Henry Bermúdez, por su lado, expresa un término medio entre la escritura caligráfica y la figuración racional que exige para desenvolverse en el espacio ilusorio un plano extraordinariamente imbricado en un extenso tejido proteico, del que nacen, a partir del signo, vegetaciones, extrañas faunas, en medio de una gran labia tropical. En otro campo muy opuesto, la obra de Eugenio Espinoza representa en esta confrontación el reto solitario y empecinado de un artista conceptual, para quien la intención parece ser más importante que el resultado, queriendo cuestionar, Espinoza opone a la productividad artística un trabajo progresivo y proliferante, en el cual se repiten ideas, unidades y esquemas para satisfacer la posibilidad de su desarrollo infinito, con lo cual desmonta el mecanismo de la obra cerrada e irrespeta los límites e intenciones de los géneros tradicionales.

Diego Barboza es, entre los jóvenes de hoy, tal vez el que está más cerca de las actitudes primarias, en el sentido de que para él la manifestación biológica (como puede ser la presencia de un público trocado en actor) ha llegado a concretarse, en un momento de su actividad, en medio de expresión. A mitad de camino entre el espectáculo y el signo de valor plástico, Barboza parece tomar en serio el factor sorpresa para llevar a cabo una suerte de acontecimiento, que él denomina "Expresiones". ¿Comó reaccionará el público ante la obra que Barboza presentará en esta exposición? Es evidente que no se tiene la menor idea, pues las obras que prepara este artista siempre constituyen, hasta el último momento, una incógnita.

Para último término he dejado a William Stone y María Zabala, por coincidir ambos, me parece, en una suerte de programa común: el del equipo de Sensaciones Perdidas que realizó el dispositivo venezolano enviado a la Bienal de Sao Paulo. Las obras de estos dos plásticos están aquí, sin embargo, suficientemente individualizadas, y es a esto a lo que habría que referirse. William Stone investiga en una dimensión aún inédita del arte abstracto: lo táctil como valor concreto de la obra que se organiza virtualmente para envolver al espectador en la siempre reprimida necesidad de palpar lo que ve. Es, por lo dicho, un planteo de gran actualidad en un momento en que "la magia tecnológica" nos procura materiales y objetos de una nueva sensualidad que exigen de nosotros modos de percepción más globales. Hay que reconocer en María Zabala a uno de esos valiosos artistas provenientes del campo de la gráfica que han arribado a experiencias tridimensionales, de naturaleza constructivista; ella ha presentado últimamente obras que se encuentran al final de sus investigaciones del color virtual, proyectado aquí a estructura transformable, que constan de elementos básicos.

Rolando Dorrego, junto con otros contados jóvenes que también pertenecen a la nueva generación, es uno de los pocos artistas que en nuestro país han manifestado alguna asimilación de las influencias de Pop Art norteamericano, que en su obra se ha venido reflejando en su interés por los modelos del diseño gráfico publicitario, tanto en la concepción temática y formal de sus imágenes como en el uso de técnicas despersonalizadas y deliberadamente "frías".

Desde cuando se dio a conocer con sus experimentaciones sobre la interacción de los colores planos según sus dimensiones e intensidades, y sobre todo desde sus series de pinturas realizadas con franjas cromáticas irregulares, el trabajo de Héctor Fuenmayor se ha caracterizado por una constante y audaz actitud de investigación y de rechazo a las limitaciones de lo establecido y lo convencional, En 1973 realizó una especie de exposición individual, en la Sala de Exposiciones de la Fundación Mendoza, en la cual sólo había, "para uso del público", un color amarillo cubierto uniformemente todas las paredes de la galería. En el catálogo se ofrecía alguna información sobre la identidad personal del artista y sobre la marca y el nombre del color industrial empleado.

Al abandonar definitivamente su iniciación figurativa, Enrique Krohn se entusiasma por el arte cinético, cuyo impacto lo había seducido desde su llegada a París en 1966 y, a partir de la influencia de Jesús Soto, comienza ese mismo año sus primeras experiencias ópticas y cinéticas con los trabajos que él llamó Kinecromías y que, según sus propias palabras....."son estructuras cromáticas que producen, por el desplazamiento del espectador, una ilusión óptica de movimiento, de transparencia, de transformación visual del color en el devenir espacio-tiempo.

Con el tema único y obsesivo de sus fajos de papeles en blanco, dispuestos de un modo que siempre es diferente y cada vez más sugestivo. Pacheco Rivas ha venido expresando su mundo interior con un estilo inconfundiblemente personal. Su dibujo pulcro y fino va delineando los perfiles de las hojas blancas que tan pronto aparecen apiladas como amontonadas o agrupadas en haces, destacándose primero sobre espacios vacíos y luego acomodadas sobre objetos sólidos y simples, de formas geométricas angulosas, coloreadas, en tonos pálidos y planos.

Las "figuraciones del absurdo", con las que se ha hecho muy conocido en nuestro medio artístico el nombre de Freddy Pereira, han venido desarrollando, desde hace varios años, el estilo muy original de este joven artista, de expresión esencialmente gráfica y dibujísta, y de técnica impecablemente limpia y precisa.

Dentro de un movimiento plástico de tan excepcional calidad como el de los jóvenes artistas zulianos, el nombre de Ángel Peña sobresale como uno de sus más valiosos representantes. Y si para referirnos a su trabajo hemos comenzado en una región del país, no es porque su interés y su valor no sobrepasen los límites locales, sino porque el caso de la nueva plástica de Zulia reviste características singulares de extraordinario vigor y coherencia que lo hacen aparecer como un verdadero movimiento cuya importancia nacional apenas comienza a ser conocida. La obra de Ángel Peña comparte una serie de afinidades estéticas y de rasgos comunes con las de otros jóvenes artistas no menos valiosos de Maracaibo, ciudad que se ha convertido en el gran baluarte de la nueva figuración en nuestro país. En el trabajo de Peña, como en el de Niño, Cepeda y otros, así como también en el de Felisberto Cuevas, el tema único de la figura humana (o del grupo humano) aparece descompuesto en deformaciones monstruosas, expresando de un modo vehemente un mundo tenso y extraño, cargado de repulsiones y delirios. Acaso lo que une mejor a estos creadores es el sentido de separación del sistema, de rechazo, de asco, como si les resultara intolerable la humanidad opresiva de la sociedad zuliana, que ellos sienten como una sobrecarga afectiva a punto de estallar.

 


LOS PINTORES INGENUOS


Desde el descubrimiento de Feliciano Carvallo, en 1948, son numerosos los pintores ingenuos que, con mayor o menor fortuna, han aparecido en Venezuela. Ello puede tener explicación en las características visuales de la sensibilidad del hombre criollo, así como también en la persistencia marginal -especialmente en los pueblos del interior- de una artesanía popular cuyo espíritu habría que remontar a los tiempos de la Colonia. Y ha sido tal la contribución del artista popular a la cultura plástica de nuestro país que no sería osado atribuir a la pintura ingenua una significación parecida a la que desde aquella lejana fecha -1948- ha venido teniendo para nosotros el arte abstracto.

Hemos tomado 1948 como punto de partida, como el año que se reveló en Venezuela, cronológicamente hablando, el primer pintor ingenuo; no sugerimos de ningún modo que sólo a partir de esa fecha ha habido manifestaciones de este género popular en Venezuela. Muchas creaciones de los siglos XVIII XIX en las cuales las torpezas e incorrecciones se convierten en valores expresivos, en los más lejanos antecedentes de nuestros actuales primitivos.

Un arte al margen de escuelas y academias, al margen -por así decirlo- de la historia del arte, existió siempre en todas partes. Se trata de esa creación subterránea de los pueblos equivalentes a lo que en otro plano de la creación Jorge Zalamea ha llamado, en un magistral ensayo, "la poesía ignorada y olvidada". Se necesitó una revolución de forma y contenido, como la que ocurrió a comienzos de nuestro siglo en Francia, para que la concepción de la obra de arte se desarrollara en libertad hasta un extremo que hizo posible valorar en adelante una serie de creaciones que a lo largo de la historia habían tenido tan sólo un significado etnográfico o cultural. Hasta ahora nadie se había atrevido a confrontar, en el mismo plano cualitativo, una máscara negra con una escultura griega del período clásico. Pero el arte negra había influido notablemente sobre el expresionismo y el cubismo europeos; la escultura azteca fue elevada al rango de gran estatutaria; los genios del Renacimiento, y en general la preceptiva renancentista, no serían en adelante los únicos patrones en base a los cuales podría seguirse haciendo la valoración del arte desde un punto de vista que concierne estrictamente a la capacidad y la técnica. De esa ruptura operada a comienzos de siglo, que trasladó el punto de mira desde el valor extreno de las formas a la intensidad de la expresión, librando al artista moderno de la "tiranía óptica" del Renacimiento, arranca la historia del arte abstracto; a la par de éste, como parte de una nueva concepción del mundo, resurge el interés el interés por esas creaciones marginas del civilización marginas de las civilizaciones, hasta ahora estudiadas únicamente desde un punto de vista sociocultural: el arte de los ingenuos, la pintura de los niños y los locos, las artes salvajes actuales. Poco antes de inventarse el cubismo, hacia 1908, Europa había sufrido el impacto del genio pictórico del Aduanero Rousseau, el primer Naif de la historia del arte, cuyo éxito dio pie a una serie de hallazgos de igual género, en los que, como sucede en todo fenómeno artístico, la mistificación como pareja con la publicidad comercial y lo auténtico.

¿La torpeza del dibujo, las incorrecciones de la perspectiva, cierta falta de oficio, bastan para considerar todas las obras ingenuas como auténticas creaciones? Hay que guardar ciertas reservas. Como lo reconoce Michel Ragon, la proliferación del estilo ingenuo en el mundo (al igual de lo que sucede con el dibujo infantil ha acarreado cierto "academicismo" peligroso y una clase de impostura que consiste en pretender calificar de "ingenua" a toda pintura en donde se encuentren aquellos defectos aludidos. Lo que caliifica a un pintor ingenuo no es tanto el oficio imperfecto como el mundo personal que expresa: habría que definir al pintor ingenuo como artista que, cuando pinta (o esculpe) retorna al mundo de su infancia, revelándolo por medio de símbolos atávicos, visiones y mitos de gran belleza poética. Raras veces uno de estos pintores se interesa por la realidad en el sentido en que se interesa un paisajista culto, por ejemplo; el ingenuo obra como un niño desatento en clase: es demasiado imaginativo para ver la realidad como es; pinta no lo "que ve" sino lo que "cree ver".

Que arte abstracto y arte Naif estén asociados, se explica porque son formas antípodas de una misma concepción de la realidad: ambas artes ponen de manifiesto la primacía de la subjetividad: el abstraccionismo por exceso de cultura, y el ingenuismo por falta de técnica, reducen el significado de la pintura a la especificidad por sus propios medios: uno, sabiéndolo, el otro, sin proponérselo. Expresan, por vía imaginativa o anímica, no las cosas, sino las ideas que tenemos de las cosas. De allí el entusiasmo de Kandinsky, uno de los grandes pioneros del arte figurativo, cuando saludó al Aduanero Rousseau -tan realista en sus pormenorizaciones primitivas, pero tan alejado de la técnica naturalista -como a un artista abstracto, como a uno de su propia estirpe.

Esta revolución conceptual a que hemos aludido arriba no afectó de manera brusca al arte venezolano, sino que incidió en él de manera gradual y lenta, a lo largo de una evolución que tuvo su origen en los movimientos de vanguardia de los años 1945. Por esta época el modelo de la pintura europea contemporánea -en especial la llamada Escuela de París- sustituyó a los modelos mexicanos y post-impresionista que venían inspirando a las nuevas generaciones. El interés por la pintura ingenua surgió de este paralelo, en el que, por otra parte, no se dio una actividad imitativa respecto de lo ocurrido en Francia hacía treinta años (con el Aduanero Rousseau), sino una respuesta lógica ante un cambio de visión que cuestionaba lo académico y lo convencional en nuestra propia tradición. En la búsqueda de una nueva pureza, ningún horizonte parecía más promisor que el arte popular: una fuente excepcionalmente rica en Venezuela (rica espiritualmente en proporción inversa a la pobreza material de la clase campesina que produce este arte).

Todo verdadero artista ingenuo tiene su propia concepción del mundo y su obra es casi siempre una explicación parcial de una interpretación mítica que rebasa el puro significado plástico de la obra. Lo que crea lo supone lleno de un sentido que trasciende los términos materiAles del cuadro. Por ejemplo, Bárbaro Rivas creía firmemente en la virtud milagrosa de las imágenes que pintaba. Estas le eran inspiradas por Dios mientras él dormía, y constantemente hablaba de ángeles "que le llevaban la mano". Feliciano Carvallo, de acuerdo con su raza, invoca selvas e historias de animales que son en sí mismas expresión de un ritual, y a través de las cuales se filtra un mundo atávico, el de África, con su música de tambores que sugieren la extensión monótona de los colores planos y el ritmo intensísimo de las simbólicas aglomeraciones de signos. Son los signos vivientes de una cultura trascendida. Por su parte, Salvador Valero se hace dueño de una impresionante cultura mítica, que ha recibido de la tradición oral: pero no le basta con pintar, ha de trascurrir al testimonio escrito, al cuento y la leyenda para transmitir enteramente no sólo el contenido episódico de esos mitos, sino también el sentimiento poético que suscita como hecho de la sensibilidad.

Si la pintura culta es la manera propia en que el pintor se presenta al mundo a través de sus sentidos, para el artista ingenuo la pintura vendría a ser la forma cómo ese mundo se le revela espontáneamente. Esta afirmación puede constatarse en la obra de Bárbaro Rivas, ingenuo venezolano descubierto en Petare por el crítico Francisco De Antonio, en 1953.

De Antonio ha estudiado bastante bien la pintura de Bárbaro Rivas y surgío la trayectoria de su trabajo a lo largo de unos quince años de actividad, lapso en el que puede ubicarse la mayor parte de su obra, o sea entre 1953, cuando fue descubierto, y 1968, año en que el pintor falleció, a los 74 años de edad. Lo que caracterizaba al arte ingenuo no es tanto la espontaneidad con que es librado como la sinceridad que expresa o como la libertad a través de la cual se nos revela; de tal modo que en una auténtica expresión ingenua, la pintura se reduce a plantearse en sus propios términos: la fantasía y el lirismo.

La pintura de Bárbaro Rivas emana de una profunda experiencia vital: manifiesta el distanciamiento necesario entre esa experiencia y el acto por el cual, pasado cierto tiempo, la memoria la rescata y restablece en el cuadro.

A 1926 se remontan los primeros cuadros de Rivas mostrados en la retrospectiva que Da Antonio organizara en el Museo de Bellas Artes, en 1956, y que fue la primera exposición que de este artista vió el público de Caracas antes de que participara por primera vez en el Salón Oficial de Arte Venezolano. E mayor número de sus obras se localiza entre 1955 y 1960, período intensamente creador durante el cual Bárbaro Rivas recibiría sostenida protección por parte del círculo de amigos que lo había rodeado en su modesta casa del barrio El Calvario, de Petare.

En un estudio de Da Antonio publicado en ocasión de retrospectiva de Rivas en el Museo, aquel crítico señala en la pintura ingenua venezolana ds tipos de sensibilidades: una sensibilidad puramente colorística, de meras imágenes, como juegos sensuales, no referidos a una situación social ni provenientes de la experiencia vital; y otra sensibilidad para la cual el color sirve de instrumento a un dramatismo interior que, no obstante plasmarse en imágenes de valor intrínseco, se proyecta fuertemente en la realidad social, interpretada a través de mitos y símbolos desgarrados. Pues bien, este último es el caso de la sensibilidad de Bárbaro Rivas.

En su agreste y sórdido rincón de Petare, donde pasó todos sus días, sin medida del valor del dinero, generoso, solitario, vociferante, colocado como Reverón al margen de los beneficios de la civilización occidental y dueño de un poderoso mundo de Fabulación, Bárbaro Rivas era, más que un pintor religiosa, en la tradición de los imagineros de siglo pasado, un auténtico ingenuo, un místico en estado primitivo. Su pintura al igual que su mundo de alucinaciones reales, entraña una significación que va más allá de la simple presencia de las imágenes que pintaba y a las cuales asignaba un poder mágico. Para él esas pinturas estaban asistidas de un poder milagroso.

La pintura de Bárbaro Rivas nace de una fe atormentada, caótica, de una necesidad involuntaria de absoluto, que requiere ser y es iluminada por el acto de pintar, a través del cual el pintor consiguió estado de gracia que le estaba negado a su condición humana. La verdadera pintura ingenua es la que comprueba la eficacia de una cierta creencia mágica en cuya base está una experiencia de iluminación interior.

La vida de Bárbaro Rivas fue dura, trágica y, a la vez llena de una desbordante alegría que compensaba en su espíritu la humillación y el vejamen que a diario recibía del trato con gentes de todo tipo. A despecho de unos cuantos amigos, de una pensión del Consejo Municipal de Petare, a despecho del prestigio de su obra, del valor de sus cuadros en el mercado, Rivas vivió hasta el fin de sus días en la peor miseria, incomprendido, orgulloso en su gran indigencia. Su vida fue ejemplo del más absoluto desprecio a los valores materiales. Mezcla de visionario, de niño y de salvaje, dotado de una mentalidad mágica. Bárbaro Rivas es el pintor en trance, el intuitivo absoluto, el artista que recibe la inspiración de una fuerza sobrenatural, incomprensible para él. Sus temas, en la mayoría de los casos interpretaciones de pasajes bíblicos, tienen por escenario el ambiente y la arquitectura accidentada de Petare, ciudad que amó y de la que fue su víctima y su mejor intérprete.

Pintor innato, colorista intuitivo, en el se fundan la necesidad de expresión con una voluntad oscura de crear un mensaje, de otorgar significación moral a la obra, por la vía de la experiencia y el recuerdo. Cada cuadro de Bárbaro Rivas es un mundo que, si para nosotros vale por su plasticidad inminente, para el pintor era una manera de traducir a parábolas una imagen trascendente, a menudo experimentada en el sueño, para otorgárnosla como si se tratara de una fábula o una enseñanza. Toda su pintura está impregnada de un dramatismo incomparable, de una religiosidad de vitral medieval, de tabla antigua; posee un rigor interno, una profundidad de visión y una poesía llena de encanto y delicadeza, que sublimiza el horror, la pesadilla y el caos de la vida del artista.

Bárbaro Rivas representó también el drama de nuestras grandes ciudades, el duro contraste entre los valores materiales que siembran a título de progreso la injusticia social y la aspiración de los humildes a escapar del mundo de la alienación a que han quedado reducidos. Su obra, teniendo un carácter religioso, resulta por eso eminentemente social. Es la metáfora del anhelo de una vida mejor expresada con la mayor espiritualidad que hayamos conocido en la pintura venezolana. Anhelo de un orden y una justicia materiales en donde puedan fundarse las bases de una sociedad más justa.

Feliciano Carvallo es un hijo moderno de esa cultura afroamericana que alcanzó a tener manifestaciones propias en el litoral central venezolano y que se extendió desde las selvas de Barlovento hasta las pequeñas poblaciones situadas al este de La Guaira. La segregación de que fueron objeto los esclavos negros durante la Colonia determinó que éstos se aislaran en sus propios centros urbanos, donde surgiría una fuerte cultura que iba a mezclar las formas de los ritos tribales con las creencias católicas que, junto con su sometimiento, les fueron impuestas a los negros explotados. Estas culturas afroamericanas lograron subsistir hasta hoy, conservando solamente las expresiones que estaban poderosamente marcadas por el espíritu de la tradición y por la sensibilidad natural de la raza: la música y el canto, tal como estas manifestaciones se dan actualmente en las poblaciones negras de Barlovento. Sin embargo, el elemento africano, al contrario de lo que sucedió en Bahía, Brasil, o en Haití, no elaboró paralelamente a la evolución de su música formas escultóricas relacionadas con la magia totémica, por la razón de que al serles arrebatadas sus creencias primitivas, los negros debieron abrazar la religión cristiana. Por ello se quedaron sin imágenes autóctonas.

En la obra de Feliciano Carvallo se hace presente, sin él advertirlo, un mundo que tiene de la cultura afroamericana lo que sus visiones nos entregan de capacidad de simbolizar musicalmente la realidad a través del color. Lo mágico nos resulta trasladado en su obra a una interpretación de las ceremonias religiosas y de las fiestas populares relacionadas con el ritual católico. Conforme al dictado atávico de su raza, Feliciano Carvallo ofrece una concepción de la pintura completamente alejada de cualquier naturalismo. Para él el espacio es el plano donde los objetos nos revelan no su identidad, sino los símbolos de lo que el pintor cree ver más allá de una relación puramente armónica, relación que es en verdad el verdadero problema que Feliciano resuelve. A sus visiones ingenuas y sencillas de fiestas de pueblos, episodios narrados por el folklor, pintados con un colorido refinado y con armonías contrastadas, sin basarse nunca en la observación, Carvallo añade su fuerza para invocar mitos y fábulas de encanto poético. Su técnica es de una rara minuciosidad en la representación de escenas con imágenes abigarradas y nítidas, de efectos decorativo. Sus cuadros se fundan en el desarrollo de una anécdota, si bien no es el asunto lo que termina por cautivar al espectador.

Por alguna razón deben figurar en este capítulo dedicado a la pintura ingenua artistas en quienes se hace discutible la aplicación del calificativo de Naif. Emerio Darío Lunar es uno; otro es Salvador Valero, un pintor nacido en Valera (Estado Trujillo) en 1908, que parece entroncar directamente con una escuela de pintura popular cuya tradición se remonta a la Colonia. Su obra tan polifacética entraña, además, conocimientos y experiencias que sobrepasan el dominio de la visualidad pura que caracteriza al pintor ingenuo. En un sentido amplio podemos definir al ingenuo como a un creador que parte de cero. Si existen antecedentes en su obra, si existe una tradición en la que se apoya, es evidente que él no toma conciencia de estas fuentes. Su obra expresa generalmente un mundo que se cierra en él mismo, en lo que concierne al contenido y a los medios de representación. Practica una técnica sui géneris. Es muy difícil que en su caso se pueda hablar, en una palabra, de una escuela ingenua con determinadas características, comunes a un grupo de artistas. El ingenuo se tiene a sí mismo por maestro y alumno. Salvador Valero, al contrario, arraiga en las convicciones sociales de la comunidad, en creencias firmemente arraigadas en el pueblo y compartidas por él de un modo que lo hace intérprete de ellas. Se está, además, ante el caso de un artista formado bajo el signo del aprendizaje y la inquietud intelectual y que, por añadidura, no se siente cómodo en el papel de pintor.

Valero es un poeta en la medida en que reconocemos en él a un creador de mitos, tan pronto registrados en sus grandes pinturas de coleto como en los cuadernos donde, día a día, va haciendo acopio, con su escritura llena de faltas, de todos cuanto su memoria ha recibido de una inagotable tradición oral que él enriquece con su propia experiencia. Una vasta audiencia de monjas, murmuradoras de pueblo, decapitados, brujos y ensalmadores, músicos y muchachas se dan cita en sus cuadros, congregaciones de todo tipo, fiestas de pueblo, nocturnos en el campo, actividades religiosas, sesiones de brujería, mientras una atmósfera densa interpone colores ocres y ásperos como la tierra. Vigorosa mitología indígena de la región resume un largo capítulo de la obra de Valero.

El pintor de brocha gorda que una vez trocara el enlucido de los zaguanes de casa en murales sobre los episodios bíblicos, se sintió desde sus comienzos llamado por una vena narrativa, que había heredado de antiguos muralistas que habían vivido en el Estado Trujillo. Lo que es interesante en Valero es el hecho de que en él convivan lo sagrado y lo profano: el espíritu racionalista y crítico que tiene en la pintura un medio para expresar ideas, y una religiosidad aprendida de los mayores que se manifiesta en el misticismo de muchos de sus temas. Valero alberga en sí mismo al ateo y al feligrés. Y resulta así porque es un espíritu profundamente crítico. Su obra variada, extensa y desigual es un vasto repertorio en donde ningún motivo, por más extraño que parezca, resulta ajeno a su curiosidad socarrona de mestizo con mirada de águila que, aferrado a su tierra para exaltar sus valores, no pierde por un instante la perspectiva de lo que está ocurriendo en el mundo. Valero termina siendo un cronista de todo cuanto hiere su sensibilidad: lo local, lo nacional y lo mundial. Y si se siente llamado ante todo a ser cronista plástico de nuestro mestizaje cultural es porque como poeta experimenta la esencia universal de sus valores.

Antonio José Fernández, apodado "El hombre del anillo", nació en Escuque, Estado Trujillo, en 1915. Descubierto en 1963 por Carlos Contramaestre, Fernández es un caso excepcional, no sólo por ser el primer escultor ingenuo que aparece en Venezuela, sino también por la variedad de las técnicas y medios que emplea: la madera, el cemento, el color, la piedra de río. Tal riqueza de procedimientos corresponde naturalmente a sus intenciones y a la profundidad de su concepción mítica de la realidad. Antonio José Fernández coloca en su paisaje natal mitos cristianos como el de Adán y Eva y hace del trópico un paraíso; desarrolla escenas con la imaginación de un indígena, envolviéndolas en poética fascinación, describe ante el espectador el horror de los partos. Su candidez está a un paso del humor. Muy original y moderna solución nos ofrece en su relieves policromados en los que incrusta espejos donde no sólo los personajes del cuadro se miran, sino también es espectador incorporado (una solución ingenua). Fernández concibe la forma como un volúmen y cuando pinta se la hace necesario tallar la madera misma que le sirve de soporte logrando intercalar (como en cierto pop art) planos pintados con formas en relieve. Esto implica una concepción escultórica que ha desarrollado con éxito en sus tallas de piedra de canto rodado y también en sus objetos policromados modelados directamente en cemento. En estas creaciones escultóricas, que se acercan a la concepción de los imagineros, se perpetúa la tradición de la artesanía colonial, según la cual las figuras en madera debían ser policromadas, lo que exigía también virtudes de colorista de que tan poco está carente A. J. Fernández.

Víctor Millán es nativo de Araya, Estado Sucre, y fue descubierto hacia los años 50 en el litoral de La Guaira, donde trabajaba como estibador del puerto. Por muchos años había sido marinero, la temática marinara se hace presente en casi toda su obra. Millán ha realizado una pintura numerosa y variada, que constituye una enumeración entusiasta de escenas de fiestas, de pueblos, plazas, embarcaciones, imágenes de procesiones y retratos populares. Ha cultivado también, con igual fortuna y variedad de motivos la escultura en madera y en piedra y, como sucede con Carvallo, sabe canalizar su fantasía en la creación de objetos de artesanía, a todo lo cual imprime su característica ingenua. "A él debemos -escribió Francisco Da Antonio - esos ambiciosos donde paisajes las casas semejan proas de grandes buques multicolores, abigarradas escenas donde el pájaro guarandol cae abatido por el fogonazo de confitería que el cazador oculto entre cintas de papel acierta con la gracia estallante de la escopeta de juguete. Exquisitas naturalezas muertas -flores por lo regular- donde el azul impone si timbre más profundo y, por sobre todo, las más hermosas estampas marineras de nuestro ingenuismo pintadas con el decidido amor de quien conoció el secreto más puro de las viejas balandras pesqueras del Caribe".

Rafael Vargas era un modesto campesino oriundo del Estado Falcón y avecindado en Cabimas, donde se había dedicado a la agricultura. Obligado por una enfermedad a dejar el conuco, Vargas se dedicó, mientras convalecía en el Hospital de Cabimas, a tallar en madera formas de aves de corral y de animales que atrajeron la atención de Carlos Contramaestre, quien se interesó en darlo a conocer, proporcionando materiales de pintura y organizando una exposición con sus obras en la Galería XX2, en 1967. Desde entonces Vargas ha trabajado ininterrumpidamente en el Estado Zulia y ha realizado aquí y en otras regiones de país muestras de su obra. Pequeñas pinturas de temática folklórica o religiosa, las bodas en los pueblos con su cortejo de festejantes, fachadas de vivos colores de la arquitectura de Maracaibo, que enmarcan diferentes sucesos, escenas con animales y episodios cotidianos, en algunos casos resueltos como anécdotas. Su estilo ofrece características netamente ingenuas, con notas de un sabor muy infantil, incorrección en la perspectiva, colores planos y vivos, torpeza del dibujo y memorización que sustituye a la observación.


LO NUEVO


Intentar un balance de las artes plásticas, incluso para referirse a Venezuela, no es una tarea fácil; y dado que su dificultad aumenta con la tentación de la escritura a querer abarcarlo todo, me siento inclinado, a causa de la complejidad de la situación, a limitarme aquí a emborronar unos cuantos puntos de vistas encaminados al entendimiento y, si se quiere, a la discusión.

La abstracción, y sobre todo la abstracción geométrica, se abre curso en nuestro país con la polémica y nunca bien estudiada generación de Los Disidentes. Estos artistas partieron de la formación cubista recibida en la Escuela de Artes Plásticas de Caracas para ensayar un lenguaje de formas puras que se situaba al extremo de los estilos de transición procedentes de una estilización figurativa voluntariamente asumida. En su dirección más ortodoxa, que es la que interesa recalcar, constituye lo que se ha llamado un estilo epocal, es decir, una forma de lenguaje que pretendía responder a la conciencia y a las necesidades estéticas de un momento de la sociedad, necesidades que se suponían debían ser canalizadas y estimuladas por un arte patrón. Para esto se hizo necesario manejar ideas, un conjunto de conceptos (prestados en gran parte) que daban respuestas claras a las diferentes cuestiones, ya estéticas, ya sociales, que plantea la relación entre arte y públicos. Este apoyo teórico, que han seguido manejando los artistas abstractos de tendencia constructivista -y que cada día se debilita más ante el hecho de que ya puede darse todo por aceptado- ha significado a la larga una importante adquisición conceptual incorporada a las ideologías y que hoy podemos considerar en bloque como la tradición constructivista del arte venezolano.

El estilo geométrico que se impuso en los años 50 tuvo por objeto la integración de las artes en un sistema de relaciones arquitectónicas y fue su aspiración, siguiendo en esto las ideas contemporáneas de Mondrian y la revista de Stijl, reordenar la actividad creativa dentro de una gramática espacial regida por la convivencia humana. El eje de esta interacción era cerrado por la arquitectura dentro de un proyecto integral. Tal fue lo que, al menos teóricamente, se pudo hacer en el modelo más completo que nos queda del experimento: La Ciudad Universitaria de Carlos Raúl Villanueva.

Lo que deseo puntualizar de modo objetivo es la articulación que guardan los estilos geométricos a lo largo de un período de tres décadas durante las cuales la abstracción ha experimentado cambios, ha progresado y ha sido sometida, como el arte figurativo mismo, del que nos ocuparemos más adelante, a cambios, crisis, alternatividades y tensiones. Este camino, como se apreciará en la obra de los artistas nacionales, se constituye en una secuencia de la que se hace, además, necesario separar los estilos de abstracción orgánica o expresionista que si bien tienen un mismo origen que el arte geométrico, conducen a modos de percepción sensible análogos a los que privan en la lectura del arte figurativo o tradicional.

Dentro de la perspectiva del constructivismo se instalan, por supuesto, movimientos de gran actualidad como el cinetismo, hacia el cual la cultura latinoamericana dirige ahora la mirada, luego del fehaciente homenaje que el Centro Pompidou acaba de rendirle a Jesús Soto, máximo representante de aquella corriente. El Cinetismo y las líneas de abstracción que se le emparentan -dentro del mismo tronco genealógico- parecen enfrentadas a una cuestión esencial: la de interpretar el arte como forma de vida, tal como este principio fue formulado en ,los proyectos de la década del 50. De acuerdo con esto, un arte que aspira a ser expresión de una época nueva no puede dejar de plantearse el problema del espacio vital en función de una síntesis, de una unidad orgánica y múltiple; la mayoría de las obras que se elaboran con formas programadas, abstracto-concretas, siguen llenando el mismo papel de la obra de caballete, en el sentido de que constituye objetos cuya finalidad es yuxtaponerse a un espacio museográfico o, mayormente, doméstico, orientado en la dirección impuesta por la demarcación, co o obras cerradas, individualizadas por sus bordes o marcos. Los ensayos de difundir la obra al espacio, de penetrar las estructuras sensibles de un lenguaje global, de acuerdo de un sistema de formas programado a escala, resultan por ahora empresas costosas y poco comprensibles -por su terminología misma- a los urbanistas y constructores. Se precisa entrar en un nuevo tiempo. Tanto Soto como Cruz Diez y, en menor medida, Otero y otros, comprenden esta disyuntiva y la encaran en condiciones que garantizan el éxito o al menos una lealtad al viejo principio que busca desde hace varias décadas un lenguaje común a la época, un arte incurso en los fenómenos de la vida capaz de superar las fronteras del marco y el muro. Los diferentes ensayos para establecer una relación más directa con el público, en espacios ambientales cerrados o abiertos, o frente al paisaje, indican la dirección más cónsona con la teoría, tal como lo anuncian los proyectos de ambientación más ambiciosos, ejecutados en plazas, parques o factorías; estas soluciones representan la salida natural del cinetismo, si se desea escapar a un arte de laboratorio cuyo fin sería necesariamente permanecer ahogado entre muros.

Reverón capitaliza la atención de todos por el carácter inconcluso y sugestivo de una obra integral, que se manifiesta fundamentalmente como forma de vida y que, por la misma razón, toca a la existencia humana y al lenguaje como totalidad expresiva. Artista, ecólogo, inventor de mitologías, y sobre todo hombre de comportamiento teatral. Reverón nutrió las técnicas pictóricas de una fuerza biológica, de una morfología corporal que le permitía, en tanto que realización, entender su trabajo como una escritura excesivamente abierta, compleja y misteriosa, en la cual el artista como ejecutor se fundía con la creación y la completaba como parte de ella.

El año reverioniano, este hecho se enlaza por azar a una circunstancia a la que hace honor: el reciclaje figurativo, el robustecimiento de los lenguajes de la realidad, el reencuentro de formas surrealistas derivadas de la transcripción automática del gesto. En un alto porcentaje, el nuevo artista venezolano, el emergente, hace causa de la figuración, en la que se apoyan sus búsquedas por una vía que parece eludir, en virtud de su nivel técnico, los tanteos, la complementariedad en que naufragaron los mejores intentos de la nueva figuración de ayer. ¿Se trataría de una reacción en cadena contra el prolongado reino de los estilos abstractos? En todo caso, la vertiente figurativa, por la que se lanza la gran mayoría de jóvenes que comienza a hacer armas, no constituye un movimiento en sí, ni obedece a grupos y no hace alarde más que en pequeña medida del compromiso político. En cierto modo, estamos asistiendo a una especie de operación correctiva de la tradición figurativa de ayer, con todos los peligros y ventajas que se derivan de una lección dada por alumnos que, como dijo alguien por allí, superan a sus maestros.

Durante la década del 60 la nueva figuración jugó un rol importante y prueba de ello es el trabajo de Jacobo Borges y del Círculo El Pez Dorado, agrupación en la que participaron figurativos como Régulo, Palacios, Espinoza, Luque y Moya, cuyas obras, junto a la de otros que no he nombrado, sientan las bases de las búsquedas siguientes.

Pero entre la gente joven, debido al peso de esta tradición, la balanza no parece inclinarse hacia el cinetismo o la abstracción ni la adhesión a estas modalidades alcanza a tener la intensidad de ayer.

El número y la variedad del trabajo que siguen las nuevas tendencias figurativas es impresionante y permite ser optimista con los resultados que ya se están viendo, especialmente a través de salones y muestras colectivas. Lo más destacado hasta ahora, como características general, es la capacidad técnica y el alto grado de rigor para demostrar que la disciplina no es menos importante que la inspiración. Esta voluntad laboriosa, esta obsesiva y agitada necesidad de precisión parece resistirse a la idea de improvisación y gestualidad que privó en la década pasada. Expresa, en la mayoría de los casos, una crítica silenciosa pero persistente al pasado; los artistas de la nueva generación, los que hoy no llegan a los 30 años, trabajan como si quisieran plantearse de nuevo las cosas, partir desde un lugar en que el lenguaje debería ser inventado. De allí que, aun tratándose de jóvenes que proceden de escuelas y centros de enseñanza, como el Instituto de Diseño Neumann-Ince, el CEGRA o las escuelas de artes plásticas, se ejercitan en la mayoría de los casos como verdaderos autodidactas.

Por otra parte, la alta elaboración técnica que se observa en nuestra tradición constructivista ha podido ejercer alguna influencia -cuanto a esa misma exigencia técnica- sobre la disciplina y el oficio que en el mejor de los sentidos apreciamos en el nuevo artista figurativo. No veo por qué esta relación de dos concepciones tan opuestas, no sea susceptible de incidir en el desarrollo actual de nuestra conciencia plástica originando consecuencias que podrían ser importantes.

Se entiende que para muchos el dibujo es como la encrucijada actual, el lugar de reflujo para una conciencia generacional que se pide a gritos. Ahora algunos comenzarán a empujar las puertas del lenguaje para abrir salidas que en un momento dado resultaban demasiado estrechas si faltan la imaginación y, sobre todo, la teoría de que tanto adolece el arte venezolano. Una buena parte de hoy ha comprendido el papel subalterno que había venido cumpliendo el dibujo en la historia del arte como instrumento mediador de la pintura y le escultura. Se trata, en nuestro caso en la particular coyuntura venezolana, de relevarlo de este rol para darle autonomía, oponiéndose a toda mediación e, incluso, castrandolo de la condición limitante que implica la designación, el término de dibujo. En todo caso, para los que no se han embarcado en el carro de la contemporaneidad, para los que no tienen necesidad de exceder las fronteras, el dibujo -si por éste se define a cierto uso dado a ciertos materiales de la tradición -será una expresión completa en sí misma, tal como ha sido entendida por grandes dibujantes al estilo de Wols, Sonderborg, Michaux y el propio Klee.
Que grado de innovación urgido por la época no se corresponda con la necesidad que lleva a emplear los nobles elementos de la tradición, en pos del dominio sensible de un mundo poetizado, no debe entenderse como delito de extemporaneidad o reaccionismo que obligue, en nombre del progreso o la tecnología, al suicidio o al desafuero.

no hay que olvidar que el dibujo es una de las mejores expresiones de este momento y ello viene en favor de lo que decíamos más arriba: para el nuevo artista dibujar, con la libertad y la paciencia que pone en juego, es reingresar al origen de una experiencia inédita. Este comienzo se orienta a cualquier cosa y no necesariamente al dibujo. Por eso, los dos últimos salones organizados por Fundarte nos remiten exclusivamente, tal como lo ha reconocido Roberto Guevara, a una confrontación de dibujantes. Sus manifestaciones son indicios de un proceso más complejo, en marcha, que busca una nueva forma, en cualquiera de los grandes géneros. Por otra parte, muestra una procedencia igualmente fértil, pues la provincia, a menudo discriminada y frustrada, tiene representantes y a veces escuelas que se suman al movimiento de renovación que se inicia, y que como el el caso de Maracaibo vienen dando qué hacer en confrontaciones nacionales e internacionales. Las obras de estos siempre se caracterizaron por una laboriosa técnica, por un dibujo que incidía en los temas de la realidad circundante, den el hombre y el paisaje oníricos, en esta ciudad violentamente caricaturizada, cuyos personajes eran transmutados a una especie de realismo popular, con gran dosis de humor o sarcasmo.

Así ha surgido un grupo muy homogéneo en sus proposiciones críticas: Carmelo Niño, Ender Cepeda, Angel Peña, se habían adelantado al dibujo; pero éstos no son los únicos tambíen están en Maracaibo Henry Bermúdez, con sus planos caligráficos, expresión de un mundo profundamente ntretejido, y Juan Mendoza, cuyos cuadros de fachadas tienen una neutralidad poética que responde a los motivos de la arquitectura en que este artista basa sus transportaciones geométricas.
Como en Maracaibo, que tiene el grupo de figurativos más cercano a la actitud comprometida, Valencia es por tradición un centro formativo de importancia. Aparte de que aquí se celebra el salón de artes plásticas más antiguo de Venezuela y el único de su especie que sobrevive, en esta ciudad se mantiene desde hace tiempo una vocación investigativa que permite que en la capital carabobeña convivan el arte conceptual de nun Carlos Zerpa, prolífico y vario, con las búsquedas constructivas de Zerep y Darío Pérez, y el dibujo de Edmundo Vargas, Maricarmen Pérez, Ramón Belisario y Rafeal Campos, los dos últimos ganadores en el reciente IX Salón Avellán. Hago hincapíe en que cito nombres que recuerdo en este momento entre los artistas más jóvenes, pues del mismo modo podría mencionar a aquellos que han desarrollado actividades responsables al frente de planteles de enseñañza de cierto prestigio, como es el caso de Wladimir Zabaleta, de una generación anterior, autor de un mundo simbólico muy personal, o el de Humberto Jaimes Sánchez, quien reside en Valebcia donde fue hasta hace poco director de la Escuela de Artes Plásticas. Freddy Villarroel, que labora en San Felipe, Estado Yaracuy, no sólo realiza una gráfica de signo conceptual poco conocida entre nosotros sino que como el propio Zabaleta es animador del trabajo de renovación que se lleva a cabo en las escuela de artes de la región.
Hace algún tiempo se evaluaba el aporte cultural de la provincia a través de la obra de los creadores que habían abandonado sus lugares de origen para establecerse en la capital. Ahora ocurre lo contrario, muchos artistas de la capital han optado por instalarse en provincia, y a su vez el artista local prefiere trabajar en el sitio de origen. Todo esto se traduce en una creciente interacción que se va reflejando en la calidad de las confrontaciones, en su aspecto diverso e inédito. Diáspora, éxodo o recogimiento, que ensanche el panorama artístico de zonas dotadas visualmente como el oriente del país, en particular Barcelona y Puerto La Cruz, en donde Pedro Barreto y Gladys Meneses, recobrando la solidaridad que obsedió Reverón, han construido un taller de trabajo que podría servir de ejemplo para las escuelas o laboratorios de que se creen en el país. Muchos otros artistas regados por todo el país: Montenegro, Contramaestre, Granados, De La Fuente, Grisolia y Lobo, en Mérida; Hung, Bellorín y Lía Bermúdez en Maracaibo; José Rosario Pérez, en Ciudad Bolívar; Eduardo Lezama, en Tucupita; Latouche y Narciso Olivares, en El Tigre.

En todo caso, los salones sirven de lugar de encuentro y confrontación, mientras no existan medios distributivos de la obra de mayor adecuación, tal como la ha probado el Salón de Fundarte, el Salón de Jóvenes del Conac y el Premio Avellán.

Los salones de arte que aún se ofrecen como alternativas válidas para la confrontación y el estímulo creativo, tienden a convertirse por su naturaleza competitiva en manifestaciones francamente juveniles, pletóricas de efectos, pero de una abrumadora presencia de estilos en proceso que obligan a los jurados de selección a realizar una poda escalofriante. El Salón Arturo Michelena, desasistido, como antes el Salón Oficial, de los artistas consagrados, viene otorgando desde hace seis años sus premios mayores a jóvenes que no tenían para el momento de recibirlos 35 años: Rafael Martínez, Felisberto Cuevas, Wladimir Zabaleta, Campos Biscardi, Julio Pacheco Rivas, Margot Romer. A fin de atraer un consenso generacional más amplio a sus salas de exposición, el Salón Michelena se ha visto precisado a reformular sus bases. Así se introdujo es éste una sección de homenajes que estuvo consagrada en 1978 a los pintores que han sido galardonados con el Premio Arturo Michelena desde la creación del certamen. Se consideran obras actuales de esos artistas ganadores, expuestas fuera de concurso y como marco de referencia para la historia del Salón. Es evidente que se ha tratado de introducir una mirada paralela. Todo ello debería ser materia para la investigación y se espera que los promotores del salón Michelena, así como de otros, prevean la importancia del estudio sistemático de la obra de arte en la posibilidad que le brinda la coyuntura de un salón de nuevo tipo.

No escapa a nadie que nuestro arte atraviesa por serias dificultades de comunicación que van desde las que se refieren al público como a los medios y centros de difusión, escasa funcionalidad de las salas, pocos espacios disponibles, falta de recursos para el montaje y los apoyos didácticos que deben brindarse las obras de lectura especial. El mensaje lineal de la presentación puramente expositiva debe ser sustituido por mecanismos de intelección más exigentes en el propósito de sacar al espectador de la pasividad que caracteriza a nuestra actual relación de público y obra de arte.